#Nietzschedescomplicado (conversaciones con Jaime Aspiunza).
Tras
preguntarse qué significan los ideales ascéticos para el artista y
para el filósofo, pasa Nietzsche en la que va a ser la parte más
larga –y tal vez la más sobresaliente– del tercer tratado de su
Genealogía de la moral, las secciones 11-22, a ocuparse del
sacerdote, de los sacerdotes, que han sido los creadores y
administradores del ideal ascético, ideal que han convertido en
cultura. Así, por mucho que los sacerdotes en sentido estricto hayan
pasado a desempeñar un papel secundario en nuestro mundo actual,
pervive en él, sin embargo, en la cultura europea, cristiana, una
cultura modelada a lo largo de siglos de preponderancia sacerdotal,
el sentido que estos le dieron.
Hablo
de los tiempos de Nietzsche, pero, como tendremos ocasión de ver,
también de los nuestros. Fenómenos que pueden parecernos de pujante
actualidad, nos los encontraremos retratados por Nietzsche casi al
pie de la letra.
El
sacerdote ascético es el verdadero representante de la seriedad,
comienza Nietzsche. La seriedad tiene que ver con el valor que
dan a esta vida, poniéndola «en relación con una existencia
totalmente distinta, de la que resulta contraria y excluyente, a
no ser que se vuelva contra sí misma, que se niegue a sí
misma; en este caso, el de una vida ascética, se considerará la
vida como un puente que lleva a esa otra existencia distinta».
Esta
vida es devenir y transitoriedad; la otra, ser y estabilidad eterna.
Y aunque la otra sea solo imaginada, tiene, sin embargo, un poder tan
extraordinario sobre esta que hace que esta se devalúe y se niegue
a sí misma, convirtiendo el ser imaginado en aquello que se debe
alcanzar por medio de una actividad incesante orientada por el ideal
ascético. Esta vida es un «valle de lágrimas», un error que
debemos, no solo refutar, sino durante toda la vida enmendar.
Este
modo atroz de valorar, añade Nietzsche, no es una excepción, «es
una de las realidades más extendidas y duraderas que existen». La
Tierra es el astro ascético por excelencia. El que se dé esa
hostilidad tan generalizada contra la vida debe de ser, avanza
Nietzsche, en interés de la propia vida; si no, no se
entiende nada.
Las
últimas líneas del ensayo (y del libro) explicitan la hipótesis
nietzscheana: «ese odio a lo humano, más aún a lo animal, más aún
a lo material, esa repugnancia a los sentidos, a la propia razón,
ese miedo a la felicidad y a la belleza, ese ansia de apartarse de
toda apariencia, cambio, devenir, muerte, deseo, y del ansia misma —
¡todo eso, intentemos comprenderlo, supone una voluntad de nada,
una voluntad contraria a la vida, un rechazo de los presupuestos más
fundamentales de la vida, pero no deja de ser una voluntad!…»
Tenemos
ahí una pintura más completa de lo que es el ideal ascético:
a) repugnancia a los sentidos y a la razón, por cuanto la razón
debería hacerse cargo del carácter sensorial del ser humano, no
oponerse a él; b) miedo a la felicidad y a la belleza, que siempre
parecen engañosas y efímeras ya que lo que llevamos grabado en las
entrañas como único valor es la permanencia, y nos resultan más de
fiar las situaciones duras y dolorosas; c) ese empeño en buscar el
ser, el verdadero ser bajo la apariencia, con el consiguiente
desprecio de lo que se muestra y se nos da, ignorado por mor de lo
que se cree debería ser, y no es; d) el rechazo del
cambio y la transformación, e) en fin, del deseo y de la propia
ansia, que redunda en que actúen de modo mucho más ciego e
imprevisto que si no se rechazaran por principios morales y
configuración sensible-intelectual.
Todo
ello es «paradójico en grado sumo», y Nietzsche intenta desplegar
la paradoja. Lo que en términos lógicos es una
contradicción, «la vida contra la vida», en términos
fisiológicos es «un sinsentido»: no puede ser más que
aparente, aunque psicológicamente haga de la corporalidad
«una ilusión». La corporalidad, sin embargo, es ara Nietzsche el
punto de partida de cualquier reflexión; lo que estamos siempre
pensando es nuestra naturaleza corporal. Somos un cuerpo que
piensa, de donde se deduce que nuestro pensamiento viene
determinado por su corporalidad.
En
un fragmento de 1885 afirma Nietzsche: «Es esencial partir del
cuerpo y utilizarlo como hilo conductor. Es el fenómeno más rico,
que permite una observación más clara.» El punto de partida de
todo pensamiento o juicio es la sensación… Que sí, que podrá ser
engañosa, como se ha repetido una y otra vez, pero si el
pensamiento, el juicio concreto no remite a sensaciones concretas que
de algún modo –más o menos engañoso– revelan el mundo,
entonces ese juicio es puro disparate.
Insisto:
para Nietzsche el ser humano es, antes de nada, corpóreo. Y
esta corporalidad, negada por la tradición de Occidente, es la que
le lleva a rechazar la existencia de conceptos como «razón pura»,
«espiritualidad absoluta», «conocimiento en sí», etc. Estamos
siempre situados; así: «No hay más ver que el
perspectivista, ni más «conocer» que el perspectivista; y
cuanto mayor sea el número de afectos a los que dejemos
hablar acerca de una cosa, cuanto mayor sea el número de ojos,
de ojos distintos, con que sepamos mirar a una sola cosa, tanto más
completo será el “concepto” que nos hagamos de esa cosa, nuestra
“objetividad”.»
La
solución, pues, a lo engañoso de las sensaciones no está en el
rechazo y desprecio, sino en la reiteración y contraste de las
experiencias sensoriales. Ahí está el comienzo de lo que se llama
ciencia. Lo cierto es que hoy día está adquiriendo cada vez mayor
repercusión la idea de una mente encarnada o, mejor, corporeizada.
Volvamos
al sacerdote ascético. Aclaremos la paradoja: «el ideal ascético
– propone Nietzsche– nace del instinto de protección y de
curación de una vida que está degenerando, la cual procura por
todos los medios conservarse, y lucha por su existencia», es una
maniobra de conservación de la vida. Al fin al cabo, el
sacerdote ascético es el deseo, hecho carne, de ser distinto, de
estar en otro sitio. Así, el que parece negador de la vida es
una de las potencias conservadoras y afirmativas.
Esa
vida que está degenerando es la de los seres humanos débiles,
enfermizos, «los ya fracasados, derrotados, hundidos», que
están hartos de sí mismos, que se desprecian…: esos, como veíamos
en algún capítulo anterior, odian al vencedor. Y si estas palabras
resultan a los oídos de hoy día excesivas, odian la fuerza
activa, porque no la tienen. Y de este odio han hecho virtud. Eso es
el resentimiento, obra cumbre del sacerdote ascético en su
rebaño.
Uno
de los rasgos para Nietzsche fundamentales del ser humano es el afán
de distinción, que se puede lograr de muchas maneras; una de
ellas, operante hoy por doquier, es la superioridad moral:
«Andan dando vueltas entre nosotros cual reproches vivientes, como
advertencias a nosotros dirigidas, — como si la salud, el estar
bien constituido, la fuerza, el orgullo, el sentimiento de poder
fueran ya en sí cosas viciosas que uno algún día tendrá que
expiar, y que expiar amargamente: ¡ay, qué dispuestos están en el
fondo ellos mismos a hacer expiar, cómo anhelan ser
verdugos!» Jueces, almas bellas…
El
sacerdote está también enfermo, pero su instinto, su maestría, su
arte –y su felicidad– está en dominar a quienes sufren.
Está enfermo pero es más fuerte, es la primera forma de un animal
más delicado, que, más que odiar, desprecia.
Él
calma a los débiles, a los enfermos, a la vez que envenena la
herida; y buscando un culpable sobre el que poder descargar los
afectos, lo que hace es alterar la dirección del resentimiento. Por
medio de emociones más intensas que desvíen la atención del dolor,
lo anestesia. Y al que sufre le convence de ser él mismo el culpable
del sufrimiento. «Es falso», replica Nietzsche, mas de ese modo se
ha alterado la dirección del resentimiento.
Se
vuelven así inofensivos los enfermos, al orientarse sus peores
instintos a «lograr que se disciplinen, se vigilen y se superen a sí
mismos». Con todo, el sacerdote ascético trata solo los síntomas:
alivia el sufrimiento, consuela…, lo que Nietzsche reconoce que es
una genialidad. No obstante, los medios empleados para luchar contra
el sentimiento de displacer resultan inhibidores de las fuerzas
vitales.
El
primero consiste en reducir «la sensación de vitalidad a su nivel
más bajo»: a ser posible, no más querer, no más desear; evitar
todo lo que dé lugar a afectos; no amar, no odiar… Esto es, la
negación de sí, la santificación. — Este recurso no tiene hoy en
principio muchos seguidores, aunque cabría pensar si el bombardeo
emocional en que sobrevivimos, justamente por el exceso, no es de la
misma especie inhibitoria.
El
segundo es la actividad maquinal, que ya sabemos que es una de
las formas más elementales de mitigar el sufrimiento de la
existencia: la actividad maquinal, «el cultivo de la
“impersonalidad”, el olvido de sí…», el perderse o alienarse
en las identidades prêt-à-porter.
Un
tercer recurso, al igual que el anterior, muy de nuestros días, es
el darse una pequeña alegría fácilmente asequible. Y
Nietzsche no está pensando en comprarse algo o darse un pequeño
lujo, que es lo primero que se nos viene a las mientes, sino que nos
recuerda, como forma más frecuente de alegría justamente el
causarla en los demás: dar alegría es quizá la forma
más cristiana de darse alegría. Así, el amor al prójimo
excita, bien que de manera prudente, la pulsión más afirmativa de
la vida, que Nietzsche denomina la voluntad de poder.
«Formar
un rebaño es un paso esencial en la lucha contra la depresión»:
«todos los enfermos, los enfermizos tienden instintivamente a la
organización gregaria», y en ese reunirse encuentran placer.
Los
tres recursos vistos hasta ahora son los recursos inocentes en
la lucha contra el displacer. Los recursos culpables tienen
todos ellos un rasgo común: «un exceso cualquiera del
sentir», a modo de anestésico frente a «lo sordo,
paralizante y duradero del dolor». ¿Cómo? «En principio todos los
grandes afectos tienen esa capacidad, eso sí, siempre que se
descarguen de súbito: la cólera, el temor, la voluptuosidad, la
venganza, la esperanza, el triunfo, la desesperación, la crueldad; y
el sacerdote ascético ha tomado a su servicio, sin reparo alguno, a
la jauría entera de perros salvajes que hay en el hombre […]
Todo ese exceso del sentir, como se comprenderá, se cobra luego su
precio — pone más enfermo al enfermo —: y por eso esa clase de
remedios del dolor se consideran, según un criterio moderno,
“culpables”.»
No
obstante, reconoce Nietzsche, el sacerdote ascético lo empleó con
buena conciencia, creyendo en su utilidad, es más, en que era
imprescindible. Explotando, eso sí, la «mala conciencia» de sus
feligreses, su sentimiento de culpa. El sufrimiento, en este
paradójico tirabuzón psico-fisiológico, viene a ser en realidad un
castigo por una culpa en que el sufriente ha incurrido en una parte
de su pasado. Del enfermo se ha hecho el pecador, «y ya no
nos libramos de la presencia de este nuevo enfermo durante milenios».
¿Para
qué ha servido esto? ¿Ha mejorado al ser humano? Si por «mejorado»
entendemos «domesticado, debilitado, desanimado, refinado,
reablandecido, etc. (es decir, casi lo mismo que perjudicado»,
entonces sí.
«En
resumen, el ideal ascético y su culto moral‑sublime, la
sistematización más ingeniosa, carente de escrúpulos y peligrosa
de todos los recursos de exceso del sentir bajo la protección de
intenciones sagradas se ha inscrito de una manera terrible e
inolvidable en la historia entera de la humanidad; y, por desgracia,
no sólo en su historia… Difícilmente sabría aducir alguna
otra cosa que haya afectado de manera tan destructiva a la salud
y el vigor de la raza, principalmente de los europeos, como dicho
ideal; sin ninguna exageración, se puede decir que ha sido la
verdadera fatalidad de la historia de la salud del hombre
europeo.»
***