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jueves, 3 de octubre de 2024

TRÉPANOS: LITERATURAS PERSEGUIDAS

Fuente: Trépanos

Ya está disponible el último número de la revista. Este es el contenido: 


--Jesús García Gabaldón (Profesor en la Universidad Complutense de Madrid): Marina Tsvietáieva.

--Jorge Diego Sánchez (Profesor en la Universidad de Salamanca): Las narrativas de Salman Rushdie.

--Enrique J. Vercher García (Profesor en la Universidad Complutense de Madrid): Bulgákov.

--Juan Manuel Ibeas-Altamira (Profesor en la Universidad del País Vasco) y Lydia Vázquez (Catedrática en la Universidad del País Vasco): Olympe de Gouges
Théophile de Viau.

--Jesús García Gabaldón (Profesor en la Universidad Complutense de Madrid): Poemas inéditos en español de Sofía Parnok.

--Joaquín Marta Sosa (Poeta):
Poesía venezolana.

--Ana Zamorano (Profesora en la UNED): Oscar Wilde.

--Gaizka Fernández Soldevilla (Doctor en Historia): ETA contra el mundo del libro.

Entrevista: Antonio Muñoz Molina.

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jueves, 19 de septiembre de 2024

300º ANIVERSARIO DEL NACIMIENTO DE KANT

Tener, tengo más, pero estos son los tres que realmente he leído. No soy, pues, ni un experto en Kant, ni un estudioso de su obra, ni tan siquiera un buen alumno de una facultad de filosofía. Desconozco buena parte de su obra y de su biografía lo ignoro casi todo (aún no he leído el estudio introductorio que J. L. Villacañas redactó para la Crítica de la razón pura y que duerme apaciblemente en la estantería cerca de estos otros tres). 

A pesar de todo, Kant me atrae especialmente por su defensa continua del uso de la razón (tan devaluada hoy) como la mejor herramienta que tenemos para avanzar: Ilustración significa el abandono por parte del hombre de una minoría de dad cuyo responsable es él mismo. Esta minoría de edad significa la incapacidad para servirse de su entendimiento sin verse guiado por algún otro. Uno mismo es el culpable de dicha minoría de edad cuando su causa no reside en la falta de entendimiento, sino en la falta de resolución y valor para servirse del suyo propio sin la guía del de algún otro. Sapere aude! Ten valor para servirte de tu propio entendimiento (Comienzo del artículo ¿Qué es la ilustración?).

Me atrae igualmente por su aguda mirada sobre lo universal, que dicho con otras palabras es mantener la clara conciencia de que los seres humanos somos sujetos de derechos y libertades sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición, tal y como muchos años después aparecerá recogido en la Declaración Universal de DDHH, en el 2º artículo. 

Leer La paz perpetua hoy es un ejercicio de racionalidad y defensa de lo universal necesario y saludable: Si se compara la conducta inhospitalaria de los Estados civilizados de nuestro continente, particularmente de los comerciantes, produce espanto la injusticia que ponen de manifiesto en la visita a países y pueblos extranjeros (para ellos significa lo mismo que conquistarlos). América, los países negros, las islas de las especies, el Cabo, etc., eran para ellos, al descubrirlos, países que no pertenecían a nadie, pues a sus habitantes no los tenían en cuenta para nada. En las Indias orientales (Indostán) introdujeron tropas extranjeras, bajo el pretexto de establecimientos comerciales, y con las tropas introdujeron la opresión de los nativos, la incitación de sus distintos Estados a grandes guerras, hambres, rebelión, perfidia y la letanía de todos los males que afligen al género humano.

Que compartamos o no la ética kantiana no creo que sea tan relevante como poder apreciar el ingente esfuerzo que hizo por clarificarla. Más allá de tecnicismos y del imperativo categórico, la segunda formulación del mismo creo que es accesible a toda persona con una simple y sencilla capacidad lectora, y es, así me lo parece, una buena norma de conducta: Obra de tal modo que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre como un fin y nunca solamente como un medio. Ahí queda perfectamente recogida la defensa de la dignidad humana como valor y sustancia irrenunciable de toda persona.

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viernes, 2 de agosto de 2024

MARCO AURELIO, otra vez

Traducción: Bach Pellicer.
Introducción: García Gual.
Texto
De mi admiración y aprecio a Marco Aurelio he dejado testimonio en tres ocasiones, el año pasado, en 2021 y en 2019. Y como de vez en cuando vuelvo a él, hoy quiero dejar aquí un par de párrafos. En el primero reflexiona sobre el presente y la importancia que tiene entenderlo bien para nuestro bienestar mental. El segundo nos recuerda lo provechosa que puede resultarnos la reflexión filosófica como consolación espiritual. Ambos pertenecen al Libro II de las Meditaciones (las negritas son mías).

14. Aunque debieras vivir tres mil años y otras tantas veces diez mil, no obstante recuerda que nadie pierde otra vida que la que vive, ni vive otra que la que pierde. En consecuencia, lo más largo y lo más corto confluyen en un mismo punto. El presente, en efecto, es igual para todos, lo que se pierde es también igual, y lo que se separa es, evidentemente, un simple instante. Luego ni el pasado ni el futuro se podría perder, porque lo que no se tiene, ¿cómo nos lo podría arrebatar alguien? Ten siempre presente, por tanto, esas dos cosas: una, que todo, desde siempre, se presenta de forma igual y describe los mismos círculos, y nada importa que se contemple lo mismo durante cien años, doscientos o un tiempo indefinido; la otra, que el que ha vivido más tiempo y el que morirá más prematuramente, sufren idéntica pérdida. Porque sólo se nos puede privar del presente, puesto que éste sólo posees, y lo que uno no posee, no lo puede perder.

17. El tiempo de la vida humana, un punto; su sustancia, fluyente; su sensación, turbia; la composición del conjunto del cuerpo, fácilmente corruptible; su alma, una peonza; su fortuna, algo difícil de conjeturar; su fama, indescifrable. En pocas palabras: todo lo que pertenece al cuerpo, un río; sueño y vapor, lo que es propio del alma; la vida, guerra y estancia en tierra extraña; la fama póstuma, olvido. ¿Qué, pues, puede darnos compañía? Única y exclusivamente la filosofía. Y ésta consiste en preservar el guía interior, exento de ultrajes y de daño, dueño de placeres y penas, si hacer nada al azar, sin valerse de la mentira ni de la hipocresía, al margen de lo que otro haga o deje de hacer; más aún, aceptando lo que acontece y se le asigna como procediendo de aquel lugar de donde él mismo ha venido. Y sobre todo, aguardando la muerte con pensamiento favorable, en la convicción de que ésta no es otra cosa que disolución de elementos de que está compuesto cada ser vivo. Y si para los mismos elementos nada temible hay en el hecho de que cada uno se transforme de continuo en otro, ¿por qué recelar de la transformación y disolución de todas las cosas? Pues esto es conforme a la naturaleza, y nada es malo si es conforme a la naturaleza. 

Párrafos como estos nos recuerdan la trascendencia que tienen los clásicos, los textos de calidad y, en definitiva, todo cuanto está escrito desde la intención de alcanzar el bien y la verdad.

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martes, 18 de junio de 2024

NIETZSCHE DESCOMPLICADO, 15 (Volveremos después del verano)

#Nietzschedescomplicado (conversaciones con Jaime Aspiunza).


Existe entre algunos grupos, —ciertamente minoritarios, pero peligrosos— la convicción de que Nietzsche es algo así como el padre de la ideología nazi. Desde luego, no encontraremos nunca en un manual medianamente serio ninguna alusión al tema, pero explícanos, por favor, para que quede claro el asunto, por qué Nietzsche no es un nazi ni nada que se le parezca.

En primer lugar, aunque esto parecerá a algunos una fruslería, porque –muy repetidas veces– echa pestes del nacionalismo y del socialismo, y «nazi», recuerdo, es abreviatura de «nacionalsocialista».

Yendo al meollo, si Nietzsche abomina de algo es justamente de esos colectivismos o gregarismos que encarnan el instinto de rebaño. Es ese instinto el que nos ha llevado al nihilismo reactivo en que habitamos, el que ha enfermado al ser humano, poniéndolo al borde del abismo, asqueado y aburrido de sí mismo.

Ayer escuché dos respuestas distintas al padecimiento del cáncer: «no me ha enseñado nada», «me ha llevado a no creer en nada»; la primera es la conclusión sana de quien está vivo; la segunda, muy de la época, es, sin embargo, la insana interpretación de un nihilista, de quien, antes creyente en no se sabe qué, descubre por fin que la vida (humana) era esto. No olvidemos que uno de los tópicos supuestamente sabios de nuestro tiempo –y tópico implica gregario– relativos al cáncer, aparte del de «luchar contra él», es el de aprender algo. No dudo de que se pueda, aunque tampoco es obligado hacerlo. Ahora bien, aprender a descreer, significa conservar una fe incólume en la nada, más que en la vida (humana). Haber luchado tanto para esto…



Es, no obstante, innegable que el nacionalsocialismo utilizó a Nietzsche como pensador y profeta suyo. No sucedió esto por casualidad sino por causa de que Nietzsche, más o menos desde que perdió la razón, en 1889, se había convertido en una figura de referencia excepcional, en una figura de culto, imposible hoy de imaginar en el caso de alguien a quien consideramos filósofo. La historia es larga y complicada. Intentaré esquematizarla.

Entre 1890 y 1945, en que, con la derrota del nazismo, que había usufructuado su fama, Nietzsche pasa a ser persona non grata, el filósofo fue tenido por profeta, fundador de una religión, héroe y hereje, revolucionario, etc., figura, en cualquier caso, ante la que había que tomar posición.

El culto a su persona y a su pensamiento, o a algunas de las ideas más conocidas de este, provenía de lados muy diversos y hasta antagónicos. El carácter aforístico de su obra, en apariencia abierta a interpretaciones multiformes y heterogéneas, propició ese interés tan variopinto. La juventud culta de clase media, las vanguardias de los años noventa eran en principio las más afines, pero también tuvo seguidores en el psicoanálisis, y en el nuevo siglo, en el expresionismo, entre músicos (R. Strauss, G. Mahler), escritores (H. von Hofmannsthal, los hermanos Mann, A. Döblin o R.Musil) y hasta en el feminismo (L. Braun o H. StöckerH. Stöcker), los judíos en general y el sionismo (C. Seligman, M. Buber, F. Rosenzweig; Th.Herzl, M. Nordau).

Ya en los años ochenta –Nietzsche da cuenta de ello en sus escritos– ciertos círculos racistas y nacionalistas se declaraban seguidores de él. La noción nietzscheana del «superhombre», del que nada sabían, junto con el extracto darwiniano de la supervivencia de los mejor adaptados, de los más fuertes, los combinaban en el delirio de la crianza de una raza superior. Que Nietzsche maldijera una y otra vez, y aún otra más el racismo, el nacionalismo, el antisemitismo, toda clase de colectivismo o gregarismo, que modificara la lectura que Darwin hacía del evolucionismo justamente con su concepción del Übermensch, que no tiene por qué entenderse en alemán como superhombre, ni, en consecuencia, traducirse así, todo eso, a los adictos a un culto les trae sin cuidado.

Fueron E. Bertram y L. Klages quienes proporcionaron ideas más elaboradas, discursos mucho más trabados que configuraron los orígenes místicos del nacionalsocialismo. El primero hizo de Nietzsche un mito, profeta germánico, leyenda nacional de la nueva derecha alemana; el segundo le endilgó un vitalismo antirracionalista que era el suyo.

Eso, en los años diez y veinte. Luego, A. Bäumler, filósofo nazi, en su libro sobre Nietzsche, a quien considera en esencia un pensador político, acentuó la importancia de la voluntad de poder, entendida en el sentido más trivial, que no es el adecuado, mientras rechazaba el eterno retorno, expediente de decisión práctica, que le resultaba demasiado meditativo y suave, demasiado estoico para lo que pretendía justificar.

Para A. Rosenberg, otro de los pensadores nazis, Nietzsche era un revolucionario cuyas ideas solo podrían ser comprendidas en el mundo nazi. Coincidían, el filósofo y los nazis, en rechazar la sociedad burguesa, el liberalismo, el socialismo, la democracia, el igualitarismo, la moral cristiana y el racionalismo, pensaban ellos. Coincidían en lo que rechazaban; deducían de ahí que también sería nietzscheano lo que ellos afirmaban. — Así sigue habiendo grupos neonazis que se reclaman seguidores de Nietzsche. Hace no muchos años se presentaron un grupo de radicales de extrema derecha en un congreso de la Sociedad Española de Estudios sobre Nietzsche, esperando encontrar entre los estudiosos sus almas gemelas.

Entre los nazis, sin embargo, hubo gente suficientemente informada que sabía muy bien que Nietzsche no tenía nada que ver con ellos. E.Krieck, importante ideólogo del régimen «observó sarcásticamente que si se pasaba por alto que Nietzsche no era ni socialista ni nacionalista, y que además era enemigo de todas las teorías racistas, en ese caso, sí, el filósofo podría haber sido un teórico
eminente del nacionalsocialismo.» (Véase K. Gauger, «El culto a Nietzsche en Alemania», Estudios Nietzsche, nº 7.)


Nietzsche no mata a Dios, Nietzsche no desmonta la moral cristiana, Nietzsche no desacredita el conocimiento; él simplemente expone lo que está sucediendo, y hace una crítica de la metafísica –de los discursos dados por válidos– que está impidiendo que todo eso se vea. Por ello repiensa lo que sea el lenguaje, la naturaleza del ser humano y el sentido de la cultura, fundamentalmente a través de la rectificación y la reintegración de las polaridades que el lenguaje falsamente ha introducido en el mundo: cuerpo / alma, naturaleza / cultura, sujeto / acción, hecho / interpretación, literal / metafórico, verdad / error, bueno / malo, moral / inmoral, etc., etc. — Qué tenga eso que ver con la barbarie programada del nazismo es algo que a uno difícilmente se le alcanza.


Aquí dejamos, de momento, la descomplicación de Nietzsche. Volveremos a la vuelta del verano.

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viernes, 14 de junio de 2024

EL ¿ESTOICO? BÉCQUER

Diversas ediciones
 La frágil salud de Bécquer le llevó en 1863 al monasterio de Veruela. Desde allí fue enviando cartas a El Contemporáneo, periódico para el que trabajaba. Entre la segunda y la tercera hay un lapso de tiempo mayor. Bécquer había tenido una recaída en su afección pulmonar. Una vez recuperado redacta la tercera que, además de tener un interés particular como poética del creador, supone un punto y aparte en su manera de enfrentarse de nuevo a la vida. Posiblemente, la recaída fue profunda y, una vez superada, sale de ella una persona más consciente de que cuanto tenemos es lo que vivimos en el ahora. 

Hay quien ve en ella un actitud pesimista y nostálgica y la relaciona con las rimas LXIX, LXI o LXVI:

¿De dónde vengo?... El más horrible y áspero
           de los senderos busca;
las huellas de unos pies ensangrentados
           sobre la roca dura;


los despojos de un alma hecha jirones
           en las zarzas agudas,
           te dirán el camino
           que conduce a mi cuna.


¿Adónde voy? El más sombrío y triste
           de los páramos cruza,
valle de eternas nieves y de eternas
           melancólicas brumas.


En donde esté una piedra solitaria
           sin inscripción alguna,
          donde habite el olvido,
          allí estará mi tumba.


Yo no lo veo así. No percibo pérdida ni lamento, más bien un posicionamiento estoico ante la conciencia de la muerte y el valor de la vida en todos y cada uno de sus momentos. Este es el final de la carta, que cada cual juzgue por sí mismo:

Desde que, impresionada la imaginación por la vaga melancolía o la imponente hermosura de un lugar cualquiera, se lanzaba a construir con fantásticos materiales uno de esos poéticos recintos, último albergue de mis mortales despojos, hasta el punto aquel en que, sentado al pie de la humilde tapia del cementerio de una aldea oscura, parecía como que se reposaba mi espíritu en su honda calma y se abrían mis ojos a la luz de la realidad de las cosas, ¡qué revolución tan radical y profunda no se ha hecho en todas mis ideas! ¡Cuántas tempestades silenciosas no han pasado por mi frente, cuántas ilusiones no se han secado en mi alma, a cuántas historias de poesía no las he hallado una repugnante vulgaridad en el último capítulo! Mi corazón, a semejanza de nuestro globo, era como una masa incandescente y líquida que poco a poco se va enfriando y endureciendo. Todavía queda algo que arde allá en lo más profundo, pero rara vez sale a la superficie. Las palabras amorgloriapoesía, no me suenan ya al oído como me sonaban antes. ¡Vivir!... Seguramente que deseo vivir, porque la vida, tomándola tal como es, sin exageraciones ni engaños, no es tan mala como dicen algunos; pero vivir oscuro y dichoso en cuanto es posible, sin deseos, sin inquietudes, sin ambiciones, con esa felicidad de la planta que tiene a la mañana su gota de rocío y su rayo de sol; después, un poco de tierra echada con respeto y que no apisonen y pateen los que sepultan por oficio; un poco de tierra blanda y floja que no ahogue ni oprima; cuatro ortigas, un cardo silvestre y alguna hierba que me cubra con su manto de raíces, y, por último, un tapial que sirva para que no aren en aquel sitio ni revuelvan los huesos.

He aquí, hoy por hoy, todo lo que ambiciono: ser un comparsa en la inmensa comedia de la Humanidad y, concluido mi papel de hacer bulto, meterme entre bastidores sin que me silben ni me aplaudan, sin que nadie se aperciba siquiera de mi salida.

No obstante esta profunda indiferencia, se me resiste el pensar que podrían meterme preso en un ataúd formado con las cuatro tablas de un cajón de azúcar, en uno de los huecos de la estantería de una Sacramental para esperar allí la trompeta del Juicio, como empapelado, detrás de una lápida con una redondilla elogiando mis virtudes domésticas e indicando precisamente el día y la hora de mi nacimiento y de mi muerte.

Esta profunda e instintiva preocupación ha sobrevivido, no sin asombro por mi parte, a casi todas las que he ido abandonando en el curso de mi vida, pero, al paso que voy, probablemente mañana no existirá tampoco, y entonces me será tan igual que me coloquen debajo de una pirámide egipcia como que me aten una cuerda a los pies y me echen a un barranco como un perro.

Ello es que cada día me voy convenciendo más que de lo que vale, de lo que es algo, no ha de quedar ni un átomo aquí.


Tal vez esté confundido, pero yo creo percibir al poeta más próximo a la ataraxia que a la desesperación. Podéis leerla completa aquí. O que os la lean en este audio.

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martes, 11 de junio de 2024

NIETZSCHE DESCOMPLICADO, 14

#Nietzschedescomplicado#Nietzschedescomplicado (conversaciones con Jaime Aspiunza).


Querido Jesús, me preguntabas el otro día qué leer de Nietzsche, por dónde comenzar, si es que había alguna vía adecuada de acceso al «complicado –por no decir maldito– Nietzsche».

Libros de una pieza son El nacimiento de la tragedia y Así habló Zaratustra, y eso lleva a que –junto con otras razones– se piense que han de ser lo primero que leer. Así habló Zaratustra sería una buena lectura desde un punto de vista literario, es lo más poético que Nietzsche haya escrito; ahora que leérselo a los niños antes de dormir, tampoco sé si es una buena opción… Eso sí, entender el pensamiento de Nietzsche con el Zaratustra es difícil, muy difícil. Nietzsche no es el fundador de una religión.

El nacimiento de la tragedia es la primera obra que Nietzsche publicó, y por ello, desde un punto de vista cronológico, hay quien la elige para comenzar. Sin embargo, es una obra compleja, densa, con muchas referencias ocultas…, que en la edición de Alianza, la más famosa, se enrarece aún más por el sesgo de las notas que la acompañan, que de Nietzsche hacen un epígono de Schopenhauer. En cualquier caso, no me parece demasiado recomendable para iniciarse en la lectura de Nietzsche.

Es curioso, pero los demás libros, no de una pieza, sino de muchos aforismos, pensamientos sueltos o breves ensayos (dejando de lado De la genealogía de la moral) no parecen considerarse puertas francas al conocimiento del filósofo. Seguimos necesitando cierta unidad. ¿Cómo voy a ser yo, lego en la materia, capaz de dotar de unidad a un conjunto dizque disjunto de ocurrencias a veces estrambóticas, otras chocantes, siempre paradójicas o insustanciales…? Así que nos vamos al libro «de verdad».

Hay un texto de 1873, un texto breve y sencillo, muy pedagógico y a la vez personal en que Nietzsche nos ofrece su visión de los comienzos de la filosofía en la Grecia antigua, la de los filósofos preplatónicos; con Platón la cosa cambia. Se trata de La filosofía en la época trágica de los griegos, proyecto inacabado del que nos han quedado las secciones dedicadas a Tales, Anaximandro, Heráclito, Parménides y Anaxágoras, unas 75 páginas en la edición alemana de bolsillo. (Hay traducción de L. E. deSantiago Guervós en Tecnos.) Es un texto claro en que Nietzsche presenta el pensamiento «como captación intuitiva de lo sensible previa a su elaboración racional y discursiva», nos explica D.Sánchez Meca en la introducción del vol. I de las Obras Completas. Dicho de otra manera, Nietzsche intenta vincular vida y pensamiento, vida personal particular y pensamiento de quien tiene o lleva esa vida.


Todo ello de manera breve, no exhaustiva, limitándose a algunas ideas centrales y a algunos episodios vitales: «han sido seleccionadas las enseñanzas en las que resuenan todavía con gran fuerza los rasgos personales de un filósofo […] Se puede ofrecer la imagen de un hombre con la ayuda de tres anécdotas; de cada sistema trato de extraer tres anécdotas, y dejo de lado el resto», que solo servirían para aburrir, explica Nietzsche en su introducción.

La personalidad el filósofo es «el aspecto eternamente irrefutable»: tal es la premisa de esta breve historia de algunos pensadores preplatónicos. Como es de imaginar, dados estos presupuestos, el autor de la historia –Nietzsche– se inmiscuye en ella –nos la cuenta personalmente–, y descubrimos que Heráclito es su principal inspiración, su mentor cimero. — Pero no voy a destripar la película, digo: el delicioso librito sobre los comienzos de la filosofía, que resuenan aún en nuestros cuerpos.

Otro texto inacabado del mismo año, Sobre verdad y mentira en sentidoextramoral, poco más de veinte páginas, nos dan una buena idea de cómo entiende Nietzsche ya en esos años jóvenes –no tenía aún treinta– el ser humano, el conocimiento, el lenguaje y la verdad, por citar algunos de los asuntos centrales de su pensamiento. Exige una lectura cuidadosa, liberada de prejuicios, consciente de la carga retórica del texto, pero es un comprimido ideal del núcleo de su filosofía. 

Para contribuir a su mejor lectura, advierto que Nietzsche no dice que no exista la verdad, sino solo cierta concepción de la verdad, de la que ya hablábamos en entregas anteriores de esta serie, la que podría llamarse «verdad metafísica». Queda una verdad más humana, que va variando, que no es absoluta, y que, en cualquier caso, no vence a la negativa a aceptarla, porque más allá –o más acá– de la verdad está el poder, y es este en última instancia el que sanciona qué verdad vale y cuál no.

Tampoco dice que haya de volver el ser humano a la intuición y a la animalidad, que el lenguaje sobre y la ciencia sea inútil… No lo dice, aunque nos veamos tentados a deslizarnos por esa pendiente. No, no es Nietzsche un irracionalista. Intenta, frente a un racionalismo excluyente, triunfante en el ámbito del pensamiento, reintegrar nuestra animalidad, nuestra corporalidad a nuestra espiritualidad, enriqueciendo así la racionalidad.


Por último, puede ser interesante leer las páginas (unas sesenta) que el propio Nietzsche dedica a comentar sus obras en su «autobiografía» intelectual, Ecce Homo o cómo llega uno a ser lo que es (edición de M. Barrios Casares en Tecnos).




He de agradecer a Iñaki Marieta, buen conocedor de Nietzsche, a más de nietzscheano de siempre, las ideas de que aquí me he valido para ofrecer un camino real al pensamiento del filósofo sajón.

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jueves, 6 de junio de 2024

FILOSOFÍA, FELICIDAD Y SENTIDO COMÚN

Parece mentira que haya que decir estas cosas, pero con tanto vendedor de humo y autoayuda —ahora, crecimiento personal— habrá que seguir repitiéndolas. Lou Marinoff, el profesor de filosofía del City College of NY, incitaba al público a leer más a Platón y consumir menos prozac. Toda la filosofía, en realidad, es un ejercicio de búsqueda del sentido común y de enriquecimiento personal; como lo es, igualmente, toda la literatura (hablo de literatura, no de pasatiempo).

Pongo un solo ejemplo, porque es muy conocido y resulta ejemplar en sus extremos: estoy absolutamente convencido de que la muy solitaria y muy aislada vida que llevó Emily Dickinson fue mucho más plena y más rica que la de la inmensa mayoría de quienes vivimos hoy en entornos hiperconectados, luchando a neurona partida contra el avasallamiento de las casas comerciales que nos quieren convencer de la excelencia de las naderías que venden, defendiéndonos de la estupidez sublime de las falsas noticias y embustes varios (¿hay que decir fakes?) que promueven en turnos sincronizados grupos excrementicios y clase política que no merece ese nombre.

Repitámoslo de otra manera: más cultura y menos sandeces.

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martes, 4 de junio de 2024

NIETZSCHE DESCOMPLICADO, 13

#Nietzschedescomplicado (conversaciones con Jaime Aspiunza).

Con esta entrega llegamos al final del recorrido que hemos realizado de la mano del profesor Aspiunza por De la genealogía de la moral. Por cierto, si queréis disfrutar de sus explicaciones en vivo y en directo, o preguntarle cualquier cosa que consideréis pertinente sobre el tema, mañana, miércoles 5, a las 19:00, tendréis oportunidad de hacerlo en el local de la librería Zubieta

Hecho este inciso, vamos con Nietzsche.


Por último se plantea Nietzsche qué significan los ideales ascéticos para la ciencia. Podríamos presumir que al ocuparse –la ciencia– de la realidad, y no necesitar de virtudes negativas, ni de Dios ni más allá, nada tendrá que ver con el ideal ascético, sino que representará en cierto modo una fuerza contraria. Mas no, «allí donde sigue siendo pasión, amor, ardor, sufrimiento, no es lo contrario del ideal ascético sino, más bien, la forma más reciente y noble de este.» Esto, en el caso de los «honestos trabajadores» de la ciencia, cuyo trabajo Nietzsche celebra…, solo que eso «no demuestra en modo alguno que la ciencia en su conjunto tenga la meta, la voluntad, el ideal, la pasión de una gran fe». Por lo demás, «es [también] un escondrijo para toda clase de mal humor, […] mala conciencia, — es el desasosiego propio de la carencia de un ideal, el sufrimiento por la falta del gran amor, lo insatisfactorio de una sobriedad involuntaria

¿Qué pasa con los héroes, llamémoslos así, del conocimiento: «esos espíritus duros, severos, austeros, […] que constituyen la honra de nuestra época, todos esos ateos, anticristianos, inmoralistas, nihilistas, esos escépticos, efécticos, hécticos [inquietos, impacientes] de espíritu […], esos últimos idealistas del conocimiento, los únicos en que hoy en día habita y se ha encarnado la conciencia intelectual»? Por más que crean haberlo superado, también el ideal ascético es el suyo…, pues todavía creen en la verdad. La voluntad de verdad, dirá en la conclusión, es el núcleo del ideal ascético.

«Creer en la verdad»: ¿cuál es el problema: el creer o la verdad?

Creer es irrenunciable: cada uno es el que es y hace lo que hace sobre la base de creencias difícilmente explicitables, creencias que constituyen nuestra posición, nuestro estar siendo en el mundo, nuestro punto de vista, o perspectiva, que dirá Nietzsche. Por eso critica el cinismo –la incredulidad– de los comediantes del ideal: «¡Todo mi respeto más profundo para el ideal ascético siempre que sea honesto, mientras crea en sí mismo y no esté haciéndonos una farsa! Lo que no me gustan son esas chinches coquetas, cuya ambición de oler a infinito es insaciable hasta tal punto que el infinito acaba oliendo a chinches; no me gustan los sepulcros blanqueados que hacen la comedia de vivir; no me gustan los cansados y los agotados que se envuelven en sabiduría y miran “objetivamente”; […] tampoco me gustan esos novísimos especuladores del idealismo, los antisemitas, que ponen ahora los ojos en blanco a la manera del hombre de bien‑cristiano‑ario e intentan excitar todos los elementos de animal cornudo que haya en el pueblo abusando del medio más barato de agitación, que es la afectación moral…»

La creencia, y la pasión que desata –sea honesta, sea fingida– son, pues, ingredientes insoslayables de la vida. Otra cosa va a ser «la» verdad. Tradicionalmente se ha entendido la verdad de manera absoluta: la verdad es una en cada cuestión, única, puntual, o «clara y distinta», como poetizaba Descartes la determinación del punto geométrico.

Eso, que puede seguir valiendo para cuestiones cuantitativas simples –¿cuánto mido, cuánto peso, etc.?–, ciertamente ya no es un acercamiento adecuado a la noción de verdad que Nietzsche propone. Aun cuando muchas veces se oiga o se lea por ahí lo contrario, Nietzsche no niega la noción de verdad: ¡la transforma, la amplifica…! ¡La explosiona y relativiza!

La verdad deja de ser una cuestión absoluta, puntual, única, para entenderse de manera relativa o, como a él le gusta decir, perspectiva o perspectivística. La verdad, que sigue refiriéndose a la realidad, es algo que se ve siempre desde un punto de vista particular, dicho sea en sentido fisiológico y en sentido psicológico o intelectual. La posición de mi cuerpo, de mi mirada, su sensibilidad, etc., influyen en lo que yo capto de lo que se me da; también, las nociones de que me valgo para describirlo y entenderlo, el marco conceptual, mi estado anímico…, mis creencias basales.

Por eso puede haber varias verdades acerca de algo, ¡siendo verdaderas! No es que no haya verdad en absoluto ni que cualquier cosa que se diga –a capricho– tenga derecho a ser considerada verdad, como tantas veces se oye por ahí. Esto sería no ya relativismo o perspectivismo sino un engendro muy retorcido al que, sí, aunque lo llamen «relativismo», habría que llamar relativismo absoluto (o absolutista), y que tiene más de absoluto (y de absolutista) que de relativismo, puesto que tanto en la tesis como en su pragmática efectiva pretenden ser sin parangón.

Nietzsche viene a caracterizar la verdad como plausibilidad, como verosimilitud; de ahí el que no cualquier cosa pueda ser verdad. La verdad ha dejado de ser puntual para abarcar toda una trama que se tiende entre quien mira y dice y lo que se está mirando e intentando decir; es una red de relaciones que se sustentan en conjunto.

«Mirado en estas circunstancias, fijándome en estos aspectos, creo que las cosas son así…» «Si cambian las circunstancias, si me atengo a otros aspectos igualmente relevantes o, dadas mis creencias, aun más significativos, entonces…» Obviamente, ha de darse un equilibrio trazable y reconocible entre los distintos elementos en consideración; mi(s) paranoia(s), es decir, mi fijación en una idea o en un orden de ideas no coadyuvan a la verdad, la desvirtúan, la imposibilitan; se cae ahí en la subjetividad de la pretendida verdad. Algo de subjetividad va a haber siempre; lo decisivo es cuánto. Cuantos más ojos, cuantos más afectos intervengan en la asimilación de un acontecer, tanto más rico será el concepto que podamos hacernos de él, tanto mayor será la objetividad. Por supuesto, una objetividad asimismo de grado. La tenida vulgarmente por «objetividad», la meramente cuantitativa, puede servir a otros efectos; no, desde luego, para decir –ella sola– la vida, que es de lo que –recordemos– está Nietzsche hablando.

La noción tradicional de verdad, la «clara y distinta», la única y absoluta responde al ansia humana de certezas, un «atavismo religioso», del que, a decir verdad, para vivir una vida plena y valiosa, no tenemos necesidad. Insisto: no tenemos necesidad de certezas acerca de las cuestiones últimas…, ni de las primeras. Se puede hallar un reposo, un hogar, habitar un lugar que sea el de las cosas cercanas, el de «la vida pequeña», en palabras de JÁ González Sainz. Tendrá cada uno que descubrirlo, que levantarlo, acomodarlo y aviarlo, pero es una opción que conviene con lo que Nietzsche apunta.

No se trata, por tanto, de que Nietzsche arremeta contra la ciencia, no. Señala tan solo que no basta con buscar la «objetividad» si esa objetividad comporta el absoluto que la verdad entendida en sentido tradicional (o metafísico) quería ser, un remedo profano del Dios cristiano. De hecho, en la ciencia de su época hay ya voces que advierten de algo semejante; valga de ejemplo la famosa –en su momento– amonestación del fisiólogo berlinés Emil Du Bois-Reymond ante médicos y naturalistas en la Asamblea correspondiente de 1972 en Leipzig: ignoramus et ignorabimus!, ¡no sabemos ni vamos [nunca] a saber!



En resumen, el ideal ascético le ha dado sentido al sufrimiento humano, lo que siempre es una ayuda, pero al mismo tiempo le ha traído un nuevo sufrimiento, «más hondo, más íntimo y venenoso, más corrosivo para la vida: poniendo todo sufrimiento en la perspectiva de la culpa…». Tenía un sentido, tenía culpa… Envenenaba su vida –odiándose su humanidad, sintiendo repugnancia por los sentidos, por la razón, miedo ante la felicidad y la belleza, ansioso por apartarse de todo lo aparente, lo cambiante, el devenir, el deseo, la propia ansia…– pero salvaba la voluntad, aunque fuera voluntad contraria a la vida, voluntad de nada: «el hombre prefiere querer la nada a no querer…».

Así acaba De la genealogía de la moral. Con ese funesto toque de atención.



Si bien harán falta décadas o siglos o…, múltiples experimentos, catástrofes: «Tenemos que volver a convertirnos en buenos vecinos de las cosas más cercanas y dejar de apartar la mirada de ellas tan despectivamente como hasta ahora, hacia las nubes y los monstruos nocturnos. En bosques y cavernas, en zonas pantanosas y bajo cielos cubiertos — allí el hombre ha habitado durante mucho tiempo como sobre grados de cultura de milenios enteros y ha vivido míseramente. Allí ha aprendido a despreciar el presente, la vecindad, la vida y a sí mismo — y nosotros, habitantes de tierras más luminosas de la naturaleza y del espíritu, recibimos aún en nuestra sangre, por herencia, algo de este veneno del desprecio hacia lo más cercano.»

¡Tenemos que volver a convertirnos en buenos vecinos de las cosas más cercanas…! 

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sábado, 1 de junio de 2024

DE LA GENEALOGÍA DE LA MORAL


 Si Nietzsche es uno de los pensadores más interesantes, originales e influyentes de la contemporaneidad, De la genealogía de la moral es, como señala Jaime Aspiunza en el prefacio, uno de los libros más leídos del autor y, seguramente, uno de sus títulos que más fácilmente y de forma más completa expone sus ideas acerca de la moral. 

Es evidente que en esta presentación no va a poder estar el autor, pero que en ella vayan a estar dos especialistas en el filósofo germano y que uno de ellos sea además el editor y traductor del título en cuestión garantiza, sin duda, la calidad y el interés de cuanto en ella digan. 

Para quien necesite un estímulo antes de decidirse a acudir a la presentación del día 5 en la librería Zubieta-Troa, puede echar vistazo a los capítulos 78, 9, 10, 11 y 12 de la serie Nietzsche descomplicado que el propio Aspiunza ha redactado. 
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martes, 28 de mayo de 2024

NIETZSCHE DESCOMPLICADO, 12

#Nietzschedescomplicado (conversaciones con Jaime Aspiunza).


Tras preguntarse qué significan los ideales ascéticos para el artista y para el filósofo, pasa Nietzsche en la que va a ser la parte más larga –y tal vez la más sobresaliente– del tercer tratado de su Genealogía de la moral, las secciones 11-22, a ocuparse del sacerdote, de los sacerdotes, que han sido los creadores y administradores del ideal ascético, ideal que han convertido en cultura. Así, por mucho que los sacerdotes en sentido estricto hayan pasado a desempeñar un papel secundario en nuestro mundo actual, pervive en él, sin embargo, en la cultura europea, cristiana, una cultura modelada a lo largo de siglos de preponderancia sacerdotal, el sentido que estos le dieron.

Hablo de los tiempos de Nietzsche, pero, como tendremos ocasión de ver, también de los nuestros. Fenómenos que pueden parecernos de pujante actualidad, nos los encontraremos retratados por Nietzsche casi al pie de la letra.


El sacerdote ascético es el verdadero representante de la seriedad, comienza Nietzsche. La seriedad tiene que ver con el valor que dan a esta vida, poniéndola «en relación con una existencia totalmente distinta, de la que resulta contraria y excluyente, a no ser que se vuelva contra sí misma, que se niegue a sí misma; en este caso, el de una vida ascética, se considerará la vida como un puente que lleva a esa otra existencia distinta».

Esta vida es devenir y transitoriedad; la otra, ser y estabilidad eterna. Y aunque la otra sea solo imaginada, tiene, sin embargo, un poder tan extraordinario sobre esta que hace que esta se devalúe y se niegue a sí misma, convirtiendo el ser imaginado en aquello que se debe alcanzar por medio de una actividad incesante orientada por el ideal ascético. Esta vida es un «valle de lágrimas», un error que debemos, no solo refutar, sino durante toda la vida enmendar.

Este modo atroz de valorar, añade Nietzsche, no es una excepción, «es una de las realidades más extendidas y duraderas que existen». La Tierra es el astro ascético por excelencia. El que se dé esa hostilidad tan generalizada contra la vida debe de ser, avanza Nietzsche, en interés de la propia vida; si no, no se entiende nada.


Las últimas líneas del ensayo (y del libro) explicitan la hipótesis nietzscheana: «ese odio a lo humano, más aún a lo animal, más aún a lo material, esa repugnancia a los sentidos, a la propia razón, ese miedo a la felicidad y a la belleza, ese ansia de apartarse de toda apariencia, cambio, devenir, muerte, deseo, y del ansia misma — ¡todo eso, intentemos comprenderlo, supone una voluntad de nada, una voluntad contraria a la vida, un rechazo de los presupuestos más fundamentales de la vida, pero no deja de ser una voluntad!…»

Tenemos ahí una pintura más completa de lo que es el ideal ascético: a) repugnancia a los sentidos y a la razón, por cuanto la razón debería hacerse cargo del carácter sensorial del ser humano, no oponerse a él; b) miedo a la felicidad y a la belleza, que siempre parecen engañosas y efímeras ya que lo que llevamos grabado en las entrañas como único valor es la permanencia, y nos resultan más de fiar las situaciones duras y dolorosas; c) ese empeño en buscar el ser, el verdadero ser bajo la apariencia, con el consiguiente desprecio de lo que se muestra y se nos da, ignorado por mor de lo que se cree debería ser, y no es; d) el rechazo del cambio y la transformación, e) en fin, del deseo y de la propia ansia, que redunda en que actúen de modo mucho más ciego e imprevisto que si no se rechazaran por principios morales y configuración sensible-intelectual.

Todo ello es «paradójico en grado sumo», y Nietzsche intenta desplegar la paradoja. Lo que en términos lógicos es una contradicción, «la vida contra la vida», en términos fisiológicos es «un sinsentido»: no puede ser más que aparente, aunque psicológicamente haga de la corporalidad «una ilusión». La corporalidad, sin embargo, es ara Nietzsche el punto de partida de cualquier reflexión; lo que estamos siempre pensando es nuestra naturaleza corporal. Somos un cuerpo que piensa, de donde se deduce que nuestro pensamiento viene determinado por su corporalidad.

En un fragmento de 1885 afirma Nietzsche: «Es esencial partir del cuerpo y utilizarlo como hilo conductor. Es el fenómeno más rico, que permite una observación más clara.» El punto de partida de todo pensamiento o juicio es la sensación… Que sí, que podrá ser engañosa, como se ha repetido una y otra vez, pero si el pensamiento, el juicio concreto no remite a sensaciones concretas que de algún modo –más o menos engañoso– revelan el mundo, entonces ese juicio es puro disparate.

Insisto: para Nietzsche el ser humano es, antes de nada, corpóreo. Y esta corporalidad, negada por la tradición de Occidente, es la que le lleva a rechazar la existencia de conceptos como «razón pura», «espiritualidad absoluta», «conocimiento en sí», etc. Estamos siempre situados; así: «No hay más ver que el perspectivista, ni más «conocer» que el perspectivista; y cuanto mayor sea el número de afectos a los que dejemos hablar acerca de una cosa, cuanto mayor sea el número de ojos, de ojos distintos, con que sepamos mirar a una sola cosa, tanto más completo será el “concepto” que nos hagamos de esa cosa, nuestra “objetividad”.»


La solución, pues, a lo engañoso de las sensaciones no está en el rechazo y desprecio, sino en la reiteración y contraste de las experiencias sensoriales. Ahí está el comienzo de lo que se llama ciencia. Lo cierto es que hoy día está adquiriendo cada vez mayor repercusión la idea de una mente encarnada o, mejor, corporeizada.

Volvamos al sacerdote ascético. Aclaremos la paradoja: «el ideal ascético – propone Nietzsche– nace del instinto de protección y de curación de una vida que está degenerando, la cual procura por todos los medios conservarse, y lucha por su existencia», es una maniobra de conservación de la vida. Al fin al cabo, el sacerdote ascético es el deseo, hecho carne, de ser distinto, de estar en otro sitio. Así, el que parece negador de la vida es una de las potencias conservadoras y afirmativas.

Esa vida que está degenerando es la de los seres humanos débiles, enfermizos, «los ya fracasados, derrotados, hundidos», que están hartos de sí mismos, que se desprecian…: esos, como veíamos en algún capítulo anterior, odian al vencedor. Y si estas palabras resultan a los oídos de hoy día excesivas, odian la fuerza activa, porque no la tienen. Y de este odio han hecho virtud. Eso es el resentimiento, obra cumbre del sacerdote ascético en su rebaño.

Uno de los rasgos para Nietzsche fundamentales del ser humano es el afán de distinción, que se puede lograr de muchas maneras; una de ellas, operante hoy por doquier, es la superioridad moral: «Andan dando vueltas entre nosotros cual reproches vivientes, como advertencias a nosotros dirigidas, — como si la salud, el estar bien constituido, la fuerza, el orgullo, el sentimiento de poder fueran ya en sí cosas viciosas que uno algún día tendrá que expiar, y que expiar amargamente: ¡ay, qué dispuestos están en el fondo ellos mismos a hacer expiar, cómo anhelan ser verdugos!» Jueces, almas bellas…

El sacerdote está también enfermo, pero su instinto, su maestría, su arte –y su felicidad– está en dominar a quienes sufren. Está enfermo pero es más fuerte, es la primera forma de un animal más delicado, que, más que odiar, desprecia.

Él calma a los débiles, a los enfermos, a la vez que envenena la herida; y buscando un culpable sobre el que poder descargar los afectos, lo que hace es alterar la dirección del resentimiento. Por medio de emociones más intensas que desvíen la atención del dolor, lo anestesia. Y al que sufre le convence de ser él mismo el culpable del sufrimiento. «Es falso», replica Nietzsche, mas de ese modo se ha alterado la dirección del resentimiento.

Se vuelven así inofensivos los enfermos, al orientarse sus peores instintos a «lograr que se disciplinen, se vigilen y se superen a sí mismos». Con todo, el sacerdote ascético trata solo los síntomas: alivia el sufrimiento, consuela…, lo que Nietzsche reconoce que es una genialidad. No obstante, los medios empleados para luchar contra el sentimiento de displacer resultan inhibidores de las fuerzas vitales.

El primero consiste en reducir «la sensación de vitalidad a su nivel más bajo»: a ser posible, no más querer, no más desear; evitar todo lo que dé lugar a afectos; no amar, no odiar… Esto es, la negación de sí, la santificación. — Este recurso no tiene hoy en principio muchos seguidores, aunque cabría pensar si el bombardeo emocional en que sobrevivimos, justamente por el exceso, no es de la misma especie inhibitoria.

El segundo es la actividad maquinal, que ya sabemos que es una de las formas más elementales de mitigar el sufrimiento de la existencia: la actividad maquinal, «el cultivo de la “impersonalidad”, el olvido de sí…», el perderse o alienarse en las identidades prêt-à-porter.

Un tercer recurso, al igual que el anterior, muy de nuestros días, es el darse una pequeña alegría fácilmente asequible. Y Nietzsche no está pensando en comprarse algo o darse un pequeño lujo, que es lo primero que se nos viene a las mientes, sino que nos recuerda, como forma más frecuente de alegría justamente el causarla en los demás: dar alegría es quizá la forma más cristiana de darse alegría. Así, el amor al prójimo excita, bien que de manera prudente, la pulsión más afirmativa de la vida, que Nietzsche denomina la voluntad de poder.

«Formar un rebaño es un paso esencial en la lucha contra la depresión»: «todos los enfermos, los enfermizos tienden instintivamente a la organización gregaria», y en ese reunirse encuentran placer.

Los tres recursos vistos hasta ahora son los recursos inocentes en la lucha contra el displacer. Los recursos culpables tienen todos ellos un rasgo común: «un exceso cualquiera del sentir», a modo de anestésico frente a «lo sordo, paralizante y duradero del dolor». ¿Cómo? «En principio todos los grandes afectos tienen esa capacidad, eso sí, siempre que se descarguen de súbito: la cólera, el temor, la voluptuosidad, la venganza, la esperanza, el triunfo, la desesperación, la crueldad; y el sacerdote ascético ha tomado a su servicio, sin reparo alguno, a la jauría entera de perros salvajes que hay en el hombre […] Todo ese exceso del sentir, como se comprenderá, se cobra luego su precio — pone más enfermo al enfermo —: y por eso esa clase de remedios del dolor se consideran, según un criterio moderno, “culpables”.»

No obstante, reconoce Nietzsche, el sacerdote ascético lo empleó con buena conciencia, creyendo en su utilidad, es más, en que era imprescindible. Explotando, eso sí, la «mala conciencia» de sus feligreses, su sentimiento de culpa. El sufrimiento, en este paradójico tirabuzón psico-fisiológico, viene a ser en realidad un castigo por una culpa en que el sufriente ha incurrido en una parte de su pasado. Del enfermo se ha hecho el pecador, «y ya no nos libramos de la presencia de este nuevo enfermo durante milenios».

¿Para qué ha servido esto? ¿Ha mejorado al ser humano? Si por «mejorado» entendemos «domesticado, debilitado, desanimado, refinado, reablandecido, etc. (es decir, casi lo mismo que perjudicado», entonces sí.

«En resumen, el ideal ascético y su culto moral‑sublime, la sistematización más ingeniosa, carente de escrúpulos y peligrosa de todos los recursos de exceso del sentir bajo la protección de intenciones sagradas se ha inscrito de una manera terrible e inolvidable en la historia entera de la humanidad; y, por desgracia, no sólo en su historia… Difícilmente sabría aducir alguna otra cosa que haya afectado de manera tan destructiva a la salud y el vigor de la raza, principalmente de los europeos, como dicho ideal; sin ninguna exageración, se puede decir que ha sido la verdadera fatalidad de la historia de la salud del hombre europeo.»


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