Desde hace aproximadamente un siglo resulta difícil saber qué es arte o, cuando menos, resulta difícil expresar delante de los demás, en un museo, en una exposición o en un encuentro artístico, algo parecido a ésto: En mi opinión, eso, no es arte. Los mandarines de este inmenso negocio al que llaman arte se echarán encima de quien realice semejante afirmación y lo calificarán de analfabeto, insensible e ignorante.
Más allá de la anécdota, el problema del arte actual me parece importante en la medida en que se ha producido una enorme fractura entre público y creación. Al menos una parte porcentualmente importante de la creación artística, no sólo no tiene en cuenta al posible espectador, sino que en ocasiones lo desprecia y se burla de él. Pero no es mi intención hablar ahora de las causas de ese abismo abierto entre público y creación, sino sobre el derecho a manifestar nuestra opinión.
Sobre el derecho a decir, por ejemplo, que unos trapos amontonados en una esquina de una sala no me parecen arte; sobre la necesidad de poder decir, por ejemplo, que una lata que contiene excrementos humanos no sólo no es arte, sino que es una burla de mal gusto; sobre el derecho a manifestar sin miedo, por ejemplo, que la sangría en directo de un animal no es arte, sino un acto de barbarie de la especie humana.
No discuto la capacidad de transmitir ideas, pensamientos, proclamas que el arte tiene, ha tenido y tendrá, si no quiere morir de solipsismo y de vacío. No pongo en tela de juicio el espíritu crítico que debe estar presente en toda actividad creativa. No estoy en contra de la evolución de las formas ni de la búsqueda continua de nuevas maneras de expresión, así debe ser y así se consiguen nuevos logros. No me parecen nada mal la provocación, la búsqueda de originalidad, la sorpresa, es más, me gustan esos ingredientes.
Sin embargo, todos esos elementos, por sí solos, no constituyen arte; por eso, cuando me encuentro con una manifestación que en mi opinión es una broma de mal gusto o, simplemente, una acción divertida que pretenden colocarnos como arte, reclamo el derecho a la discrepancia y a poder decidir por mí mismo. Reclamo mi derecho de sujeto autónomo a expresar mi opinión, mi derecho a poner en tela de juicio lo que tengo delante y decir que eso no es arte, sino un negocio.
Al fin y al cabo ¿quién determina lo que es arte o no lo es?, ¿los críticos de las revistas especializadas que están en relación con las grandes salas de exposición, que a su vez están en relación con los circuitos del mercado, que están en relación con los los popes de las universidades, que son los críticos de las revistas especializadas? o ¿son la Royal Academy y la Tate Gallery, que son los mismos de antes, pero en el escaño superior?
Creo que A. Trapiello tiene toda la razón cuando dice en su entrañable El arca de las palabras: A estas alturas se han cometido ya tantos crímenes y tropelías en nombre del arte como se cometen en el de la religión. Cierro esta entrada con la esperanza de que se cometan algunas menos, si nos atrevemos a expresar en voz alta en su momento, que lo que nos quieren vender como arte no pasa de ser una broma, un gesto divertido, una provocación, un ejercicio de técnica interesante, un simple truco de magia, unas bonitas acciones de expresión callejera... o un tiburón conservado en formol. Sólo eso.