Hay poemas descriptivos, elegíacos, narrativos… y hay poemas-opinión, poemas filosóficos que contienen una alta carga reflexiva y nos ofrecen una manera de entender el mundo. Éste es uno de ellos, a pesar de la aparente trivialidad del título.
No me cansaré de repetir que una de las grandes virtudes de la poesía es la enorme capacidad de expresión que tiene, lo que le permite exponer múltiples ideas con una gran economía de medios. En este poema podemos apreciar esa capacidad, como la podemos ver en la inmensa mayoría de la poesía escrita a partir del siglo XX.
Comienza el poema con una apreciación estética (
aburrido,
vulgar) sobre lo que le parece aquello que quiere denunciar: las creencias mítico-religiosas cristianas, que Sylvia Plath pone en conexión con el mundo de las abstracciones absolutas. De hecho, compartamos o no la idea de la autora, cuando escribimos, tanto unas como otras, las escribimos con mayúsculas. Por algo será.
Ese mundo de las Grandes Verdades, las frías y abstractas verdades, está muy lejos de la vida y, antes de ayudarla, la entorpece. Esa genial comparación con la que se abre el poema, nos sitúa gráficamente en el huero paisaje de los ideales, en este caso, del contexto cristiano. Un cielo tan inquietante como un paisaje desolado de
Giorgio de Chirico, con esas maniquíes-personas sin rostro. Ángeles aburridos, ojos vulgares del dios que todo lo ve (recordemos aquel ojo-triángulo de los libros escolares de antaño) rostros pálidos y ovalados. Una visión nada halagüeña del cielo, residencia tanto de ángeles, santos y dioses, como de las Ideas. Ambas cosas emparejadas con singular destreza en sólo tres versos.
Pero Plath va más allá. No se queda en la descripción, en la imagen. Nos dice cómo son esos seres, esas entelequias. Son blancos, es decir, puros, incontaminados, porque su blancura no es la de las cosas naturales, no es la que aporta la higiene diaria (ejercicio voluntario y consciente que debemos realizar todos los días para poder estar limpios), no es la de las pequeñas cosas que podamos encontrar en cualquier lugar. No. Su blancura viene determinada por definición. Ellos, los Reyes Magos (qué cosa son, sino una idea), los seres celestes, las abstracciones, son los Buenos, los Verdaderos. Así nos lo hacía saber el catecismo. Así nos lo daban a conocer los filósofos de lo absoluto.
¡Y qué bien fundidos aparecen en el poema esos dos mundos que en realidad son uno sólo!
Un simple cambio de género, una alusión, una imagen o formar parte de la misma oración son suficientes para lograrlo, bastan para que entendamos que Reyes Magos = aburridas abstracciones = verdades absolutas = mitología cristiana.
Y entonces llega el séptimo verso y abandona la ironía, porque en ese verso irrumpe la vida. Con una sencillez extrema nos sitúa en el meollo de la cuestión: toda esa imaginería abstracta está exenta de amor, porque la vida reside en esa niña de apenas seis meses. Y la vida sabe, aunque sólo tenga seis meses, que lo importante es el dolor de tripa, la leche que sirve de sustento, el cariño que necesita para seguir creciendo. Ninguna de esas cosas son abstracción, ni necesitamos escribirlas con mayúsculas, ni se alojan en la oscura caverna de la Ideas.
Plath ha pasado elegantemente de la representación a la crítica de las ideas. Con elegancia, sí, pero con toda contundencia también. Qué mejor forma de cerrar el poema que la pregunta final: ¿es acaso posible alimentar la vida con falsedades?, ¿es posible construir algo sólido, duradero, es decir, humano, con abstracciones míticas, con creencias que se alimentan de creencias?
Y, contra lo que pueda parecer, esos dieciocho versos no son un artículo de opinión, son poesía, poesía de alta calidad. Pero sobre este tema ya escribí en una entrada del 13 de noviembre:
Indefinición de la poesía.
Feliz lectura.