Mi Cuentacuentos ha tenido una vida larga y prolífica. Así está el pobre como está. Las historias que en él se recogen han participado en todo tipo de acciones y con todo tipo de edades. Pero de entre todas las historias, a mí la que más me gusta y la que más he utilizado es Petronila, un cuento escrito con la forma, los personajes y las características de los cuentos populares, al que se le ha añadido un toque de humor, unas gotas de modernidad crítica y una cucharadita de aires de libertad.
Como en el lugar donde resido han comenzado las tradicionales fiestas y como también hay bastante príncipe Fernando y costumbres abolengas y enraizadas, a todos ellos les dedico este deliciso cuento fantástico, obra de
Jay Williams y adaptado por
Teresa Durán. Disfrutadlo.
Desde que
existía el país de Monteclaro, al rey y a la reina les nacían siempre tres
hijos varones: al primero lo llamaban Miguel, al segundo Jaime y al pequeño
Pedro.
Cuando crecían
se iban en busca de fortuna; de los dos mayores no se volvía a saber, y el más
pequeño regresaba siempre a casa con una princesa a la que había salvado de un
encantamiento, a tiempo para coronarse rey y gobernar su reino.
Siempre había
sido así, e incluso estaba escrito en la constitución, y parecía que siempre
iba a ser así… hasta que empieza nuestra historia.
Corrían los
tiempos del rey Pedro XXIX y de la reina Patata; ya tenían dos hijitos y
estaban esperando al tercero con gran alegría de todo el país, porque todo el
mundo sabía que éste iba a ser el futuro gobernante.
Pero cuando nació el tercero ¡era una niña!
—¡Vaya por Dios! —dijo el rey tristemente—. Esto no está previsto en la
constitución. ¿Qué podemos hacer? De momento, y por si las moscas, le pondremos
Petronila.
Y como
efectivamente no había nada que hacer, no hicieron nada que no estuviese en la
constitución. Petronila creció, pasaron los años, y llegó el momento en que los
príncipes tenían que ir en busca de fortuna. Ya estaba a punto de montar en sus
caballos cuando llegó Petronila vestida de viaje y con la espada al flanco.
—Si pensáis —dijo— que yo me estaré quietecita en casa os equivocáis. Yo también me voy en
busca de fortuna.
—¡Imposible! —dijo el rey—.
—¿Qué dirá la
gente? —gimió la reina—.
—Mira, Petronila —le dijo su hermano Miguel—, sé razonable. Quédate en casa y espera,
tarde o temprano llegará un príncipe.
Petronila
sonrió. Era una chica alta, guapa, con los cabellos rubios como una llamarada,
y cuando sonreía de aquel modo era para que todos temieran su cólera.
—Iré con vosotros —dijo—, y encontraré un príncipe aunque tenga que salvar a
uno yo misma.
Y dicho esto, saludó a sus progenitores, montó a caballo y se largó al galope
tras de sus hermanos.
Llegaron a un
punto donde el camino se dividía en tres, y justo en el cruce estaba sentado un
viejecito arrugado, cubierto de polvo y telarañas.
—¿A dónde llevan estos caminos, anciano? —preguntó con arrogancia el príncipe
Miguel—.
—El camino de
la derecha lleva a la ciudad de Plim —respondió el viejo—; el del centro al
castillo de Plam, y el de la izquierda lleva a la casa del mago Albión. Y llevo
una.
—¿Qué quieres decir con y llevo una? —preguntó el príncipe Jaime—.
—Quiero decir
que estoy obligado a estarme aquí sentado sin moverme y que tengo que contestar
a una sola pregunta por cada persona que pasa. Y llevo dos.
—¿Y no podemos
hacer nada para ayudarte? —preguntó Petronila entre curiosa y conmovida—.
—¡Ya lo has
hecho! —exclamó el viejo, poniéndose en pie de un brinco y quitándose el polvo
de encima—, porque tu pregunta era la única que deshacía el encantamiento que
me ha tenido aquí clavado durante setenta y dos años. Para recompensarte te
diré todo lo que desees saber.
—¿Dónde puedo
encontrar a un príncipe? —preguntó rápida Petronila—.
—Hay uno en casa del mago Albión —respondió el viejo—.
—¡Bien! —exclamó Petronila—, así ya sé dónde iré.
—Pues tendrás
que ir sola —dijo el príncipe Miguel—, porque yo me voy al castillo de Plam a
buscar fortuna.
—Y yo a la ciudad de Plim —añadió el príncipe Jaime—.
Se despidieron, y Petronila quedó sola con el viejo.
—¿Puedo, preguntarte otra cosa? —rogó Petronila—.
—Naturalmente, todo lo que quieras.
—Si quisiera
desencantar al príncipe, ¿qué tendría que hacer? Es que nunca lo he hecho...
—No sé. Podrías
ofrecerte como criada y estudiar la situación. Y por paga te haces dar un
peine, un espejo y un anillo. Son cosas que siempre van bien para los
encantamientos.
—No parece
fácil.
—Nada de lo que queremos es fácil. Pero algo es algo.
—Gracias, pues, y adiós —dijo Petronila montando de nuevo en su caballo.
—Adiós, preciosa —se despidió el vejete, que continuaba quitándose las
telarañas de encima—.
Petronila
avanzó por el camino de la izquierda hasta encontrar una bonita casa con un
torreón de piedra roja. Estaba rodeada por un jardín y en el césped, sobre una
hamaca, estaba reclinado un joven guapísimo, de cara al sol. Petronila se
dirigió hacia él.
—¿Es esta la casa del mago Albión? —preguntó—.
El joven la miró sorprendido.
—Psi… —respondió sin ganas—.
—¿Y tú, quién eres?
—Yo —contestó el joven, bostezando y rascándose— soy el príncipe Fernando de
Cienfuegos. ¿Te molestaría apartarte? Estoy intentando broncearme, y tú me
tapas el sol.
—No te pareces en nada a un príncipe —respondió Petronila, ofendida—.
—¡Qué tontería! Es lo mismo que dice mi padre.
En éstas se
abrió la puerta de la casa y salió un hombre vestido de negro y plata, con la
cara sabia y severa. Era el mago.
—Vengo a
trabajar con usted —dijo Petronila, valerosamente—.
—Si quieres,
puedes quedarte. Pero no será fácil —dijo el mago Albión—.
—Esta noche
tendrás que dormir con mis perros —añadió—.
Era una manada de siete perros salvajes, que se pasaban el día aullando y
gruñendo. Pero Petronila hizo de tripas corazón, entró decidida en el torreón y
no se sabe muy bien cómo se las compuso —hay quien dice que se pasó la noche
contándoles cuentos—, pero la verdad es que al día siguiente, cuando el mago
abrió la puerta, los temibles perros eran mansos como corderos.
—Bien mereces
una recompensa, por valiente —exclamó el mago—. ¿Qué deseas?
—Quiero un
peine para mis cabellos —dijo Petronila—.
Y el mago le
dio un hermosísimo peine de ébano.
Petronila salió
al jardín y vio al príncipe tendido al sol intentando resolver un crucigrama.
Se le acercó y le susurró al oído:
—Estoy haciendo
todo esto por ti.
—Muy amable por
tu parte —dijo el príncipe distraídamente—, pero dime una palabra de ocho
letras sinónimo de egoísta.
—¡Fernando! —respondió Petronila, molesta, y se volvió con el mago dispuesta a saber qué
nuevo trabajo le esperaba aquella noche—.
Aquella noche
el mago Albión la condujo a los establos, donde había siete enormes caballos
blancos, que apenas la vieron empezaron a tirar coces y a relinchar de modo
horriblemente tétrico.
Pero Petronila
no se acobardó, y aunque no sabemos muy bien cómo se las compuso —hay quien
dijo que los caballos relinchaban porque tenían hambre y que la princesa se
limitó a darles de comer—, lo cierto es que a la mañana siguiente, al abrir la
puerta, el mago encontró los establos relucientes, los caballos cepillados y
aseados lamiendo las manos de Petronila.
—Mereces una
recompensa —dijo el mago Albión— por buena y diligente. ¿Qué quieres?
—Un espejo para
mirarme cuando me peine —respondió Petronila —.
Y el mago le
regaló un espejito de plata.
Petronila se
fue al jardín, donde el príncipe Fernando estaba jugando al tenis, pero ni tan
siquiera se dignó mirarla. Petronila soltó un bufido de despecho y le dijo al
mago:
—Trabajaré otra
noche para usted, y basta.
—Como quieras —respondió el mago Albión—.
Y aquella noche
llevó a Petronila al henil donde había siete enormes halcones rojos que
parecían dispuestos a sacarle los ojos. Pero Petronila no se amilanó, y
naturalmente tampoco sabemos cómo se las compuso —hay quien dice que se pasó la
noche enseñándoles buenos modales y a cantar a coro—, pero lo que sí se sabe es
que, cuando a la mañana siguiente el mago Albión abrió la puerta encontró la
más hermosa bandada de pájaros posada en el henil que nadie haya
visto jamás.
—Mereces una
recompensa, por inteligente. Si hubieras intentado huir te habrían hecho
trizas. ¿Qué quieres?
—Un anillito
para mi dedo —respondió Petronila, que tenía fija en la cabeza la idea de
desencantar al príncipe y quería hacerlo cuanto antes—.
El mago le
regaló un bonito anillo de oro, y Petronila se fue corriendo hacia el príncipe
Fernando, que dormía profundamente envuelto en un pijama de raso purpura.
—¡Levántate! —exclamó Petronila—. ¡He venido a salvarte!
—¿Qué hora es? —bostezo el príncipe—.
—¿Y esto qué
importa? ¡Vamos!
—Pero tengo
sueño ...
—Realmente,
como príncipe, no vales un bledo..., pero como no he encontrado nada mejor ...
¡Vámonos ya!
Lo agarró por
el brazo y lo arrastró hasta la puerta, donde esperaban ya dos corceles
ensillados. Lo hizo montar, y veloces como el viento se alejaron de la casa del mago. No
tardaron en divisar a éste, que los perseguía y estaba por darles
alcance, cuando Petronila se acordó de los objetos mágicos que llevaba
consigo.
Tiró el peine
por encima de su hombro e inmediatamente el peine se convirtió en un bosque tan
espeso que nadie podía atravesarlo.
—¡Bien! —exclamó
Petronila—.
—¡Me duele el
pompis de tanto cabalgar! —gimió el príncipe—.
Pero el mago se
transformó en un hacha mágica que cortó el bosque en un periquete. Y la
persecución prosiguió.
Cuando ya estaba
a punto de darles alcance, Petronila tiró el espejo por encima de su hombro y
se convirtió en un lago huracanado que nadie podía cruzar.
—¡Hip, hip,
hurra! —gritó Petronila—.
—¡Ay! ¡Quiero
bajar! —gimoteó el príncipe—.
Pero el mago se
transformó en un salmón que atravesó el lago en un santiamén. Y la persecución
continuó.
Cuando estaba
justo detrás de ellos, Petronila echó su anillo por encima del hombro. El
anillo cayó exactamente encima del mago, atenazándole, sin dejarlo moverse ni
casi respirar.
—¡Cielos!
¡Morirá! —Se horrorizó Petronila—.
—¿Y a ti qué te
importa? ¡Llévame con mi mamá! —dijo el príncipe Fernando—.
Pero Petronila
bajó del caballo y le preguntó al mago:
—Si te saco de
aquí, me prometes que dejarás libre al príncipe?
—¿Dejarlo
libre? ¡Si quien está feliz de librarse de él soy yo!
Petronila quedó
estupefacta:
—No entiendo
nada. ¿Entonces por qué lo tenías encantado?
—¡Pero si yo no
lo encanté! Apareció un día por mi casa, y como la vida allí le resultó muy
cómoda no hubo modo de que se marcharse.
Entonces
Petronila comprendió. Fernando sí que era un príncipe encantado, pero encantado
de tonto, presumido y engreído. Y decidió pasar a la acción.
—¿Entonces por
qué nos perseguías?
—No le
perseguía a él, te perseguía a ti. Eres la chica que siempre he
deseado; valiente, amable,
buena, diligente, lista e incluso guapa.
—¡Oh! —dijo
Petronila— entiendo... Y añadió: ¿Y cómo me las compongo para librarte del
anillo?
—Dame un beso.
Ella lo besó y
el anillo se desvaneció,
Petronila cogió
al príncipe (que ya estaba roncando otra vez) por los fondillos de su pantalón
de pijama y lo dejó en la cuneta.
—¡Ahí te
quedas, encantado! —exclamó con la
satisfacción del trabajo bien hecho.
Invitó a Albión
a montar a caballo y galoparon hacia el país de Petronila.
—No sé qué
dirán mis padres y la constitución cuando vean que vuelvo a casa con un mago.
—Vamos a
descubrirlo ¿no? —dijo el mago alegremente—.
Y desde
entonces, desde Petronila y Albión, hay en Monteclaro una nueva constitución.