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martes, 7 de mayo de 2024

NIETZSCHE DESCOMPLICADO, 10

#Nietzschedescomplicado (conversaciones con Jaime Aspiunza).

Nos has explicado el contenido del primer tratado y del segundo. Sigamos avanzando. Explícanos, por favor, qué es lo más esencial del tercer tratado.

El tercer tratado de De la genealogía de la moral se plantea la pregunta por el significado de los ideales ascéticos, en el buen entendido de que son estos los que caracterizan la moral cristiana. 

«¿Qué significan los ideales ascéticos? — Para los artistas, nada o muchas cosas diferentes; para los filósofos y los hombres de letras, una suerte de olfato o de instinto para descubrir las condiciones propicias para una espiritualidad elevada; […] para los sacerdotes, la auténtica fe sacerdotal, su mejor instrumento de poder, y también la autorización “altísima” para ejercerlo; por último, para los santos, […] Ahora bien, en el propio hecho de que el ideal ascético haya significado tantas cosas diferentes para el hombre se manifiesta la realidad fundamental de la voluntad humana, su horror vacui: esa voluntad necesita una meta, — y prefiere querer la nada a no querer.» 

Así comienza el más largo de los tres tratados o ensayos que componen De la genealogía de la moral. A lo largo de 28 parágrafos, unas 70 páginas en la edición que estoy examinando, Nietzsche considerará lo que significan –los ideales ascéticos– para los artistas, los filósofos, los sacerdotes y, por último, para la ciencia, y cómo será justamente en la conciencia científica donde se venga a superar dicho ideal ascético (entendido ahora de manera colectiva), al igual que ha sido la pujanza de la veracidad en el cristianismo la que ha llevado a que la moral cristiana se supere a sí misma. 


La expresión «ideal ascético» (o «ideales», como figura en el título) parece ser de forja propia, y para Nietzsche viene a representar el extremo, el ápice de la pretensión moral cristiana. De manera paradigmática, u ostensiva, los encontramos en los votos de las órdenes religiosas: humildad, pobreza y castidad; la manera europea –anotará en apuntes de la época– de aspirar al faquirismo.

Es decir, el ascetismo no es específico del cristianismo, aunque haya llegado a convertirse en uno de sus rasgos esenciales. Tampoco provendría del judaísmo, que no renuncia a la vida por mor de la religiosidad. Del propio Jesús dirán: «Es un glotón y un borracho, amigo de publicanos y de pecadores» (Mateo, 11:19).

Max Weber, que tomará el término de Nietzsche, señala en La ética protestante… cómo es la Reforma protestante la que da al ideal ascético el sentido moderno, activo pero mundano, a diferencia del monacal, que era también activo pero apartado del mundo.

No hay, pues, una definición unívoca del ideal ascético, puesto que es una noción histórica, esto es, que va variando a lo largo del tiempo y en los distintos lugares en que aparece. Por eso Nietzsche revisará algunos de los diferentes sentidos que en diferentes figuras posee. Comienza con el artista –podríamos decir–, el caso más básico, menos serio de ideal ascético.

Nietzsche se centra en Wagner, a quien toma como caso ejemplar, o típico. Ciertamente, no de las tres «virtudes» monacales, por supuesto, sino solo de la tercera, de la castidad, que habría llevado en sus últimas obras al escenario.

Es conocida la admirativa amistad del joven Nietzsche con el músico de Leipzig, a quien tanto en El nacimiento de la tragedia como en la cuarta intempestiva, Richard Wagner en Bayreuth, había reputado de músico dionisíaco. En El caso Wagner, por el contrario, representativo del vuelco que la opinión de Nietzsche habría sufrido, lo considera más un retórico, un representante de ideas, que un músico. Pero volvamos a GM III.

«¿Qué significa que Richard Wagner en su vejez rinda homenaje a la castidad?», concretamente en su obra Parsifal. Hubo otra época, «la más fuerte y gozosa, la más animosa», cuando Wagner pensaba en Las bodas de Lutero, donde castidad y sensualidad no exhibían una oposición trágica. Al fin y al cabo, en los seres humanos «mejor hechos y mejor humorados», esa sana contradicción –espritualización y sensualización juntas– es uno de los alicientes de la vida; Nietzsche piensa en Hafiz, en Goethe y en Feuerbach, a quien Wagner se había acercado en los años treinta y cuarenta.

«¿Acabó Wagner cambiando de ideas al respecto?», cuando recomienda la castidad contra la sensualidad. Nietzsche no se pronuncia. Lo que sí le parece claro es que acabó queriendo enseñar la castidad, «que obra milagros», como asegurará en Religión y arte, escrito wagneriano de 1880.

Aun cuando pueda haber sido una «veleidad de artista», que no necesariamente se identifica personalmente con el contenido de sus indagaciones artísticas (en las leyendas de la Edad Media), lo cierto –apunta Nietzsche– es que sí halla «un deseo y una voluntad secretos de predicar la marcha atrás, la conversión, la negación, el cristianismo»…

En El caso Wagner da cuenta, sin embargo, más detallada del carácter no dionisíaco de su música, lo que la alejaría de la vida, asociándolo así con el ideal ascético. Wagner habría defendido roda la vida –dice Nietzsche– que su 
«música no suponía solamente música», que su música ¡era más!, «significaba lo infinito».

De ahí que lo considere «el comentarista de la “idea”», dicho sea en sentido hegeliano: «algo que es oscuro, incierto, misterioso; entre los alemanes la claridad es una objeción y la lógica, una refutación». Wagner se inventó así «un estilo que “significa lo infinito”»: «La música como “idea”».

A esa música de enigmas, de símbolos, a esa policromía del ideal; de lo infinito y la significación; de Wotan y el mal tiempo contrapone Nietzsche «la gaya scienza: los pies ligeros; humor, fuego, encanto; la gran lógica; la danza de las estrellas […] el mar en calma — la perfección».

¿Qué significa, pues, el ideal ascético en el artista? «¡Nada en absoluto!»: nada concreto, tantas cosas. No son los artistas lo suficientemente independientes como para que sus valoraciones tengan interés. Así, el cambio en Wagner lo achaca Nietzsche a su embeleso con Schopenhauer, al hecho de que lo tomara por guía. Por razón –esto último– de la soberanía que Schopenhauer adjudicaba a la música: la música sería el arte independiente, que habla el lenguaje de la propia voluntad, «esencia» originaria y primigenia del mundo y de la vida. No nos habla de las cosas concretas de la vida, sino de Lo Profundo, de Lo Infinito.

Y eso hace que el músico se convierta en «oráculo, en sacerdote, […] en una suerte de bocina del “ensí” de las cosas, en un teléfono del más allá, — en lo sucesivo hablaba no sólo de música, este ventrílocuo de Dios, — hablaba de metafísica: ¿qué tiene de extraño el que un día acabase hablando de ideales 
ascéticos?
…»

***


martes, 30 de abril de 2024

NIETZSCHE DESCOMPLICADO, 9

#Nietzschedescomplicado (conversaciones con Jaime Aspiunza).



El segundo tratado de De la genealogía de la moral se ocupa de la procedencia –u origen múltiple– de la mala conciencia, de la culpa, que es también la de la responsabilidad.

Parte Nietzsche de la animalidad del ser humano, de los tiempos prehistóricos en que el animal humano poderoso, al igual que las rapaces fuertes se alimentan de corderitos, sometía a los débiles sin el menor asomo de remordimiento –estaba en su naturaleza–, y se pregunta cómo se ha podido pasar de esa animalidad brutal al humano actual, cargado de una mala conciencia –llamémosla– preventiva.

La moral nos ha inculcado la conciencia de que someter al otro, esclavizarlo, robarle lo suyo, violarlo, matarlo son cosas que no se deben hacer, por más que en las guerras sigan practicándose. La pregunta que Nietzsche se plantea es cómo ha logrado la naturaleza que ese animal violento deje –al menos en parte– de serlo y se atenga a esa serie de normas que sostienen nuestra civilización.

Más en concreto, se pregunta cómo ha llegado la naturaleza a criar un animal que pueda permitirse prometer.

El animal violento, esa banda de salteadores, de animales de rapiña –«la espléndida bestia rubia que merodea codiciosa de presas y de victoria»– viviría en el presente, dejándose llevar por los más primitivos instintos, con escasa memoria y, ciertamente, sin necesidad alguna de tener en cuenta al otro.

Para que llegue a ser responsable de sus actos y de las consecuencias de sus actos se ha tenido que dar una larga crianza, cuyo principal medio o instrumento –descubrirá Nietzsche– es la crueldad. Un cuerpo caracterizado fundamentalmente por la desmemoria –una desmemoria que es activa, no simple olvido– solo a través del dolor llega a recordar, a conservar grabadas en sí mismo las nuevas costumbres o normas que lo van civilizando: «se acaba por retener en la memoria cinco o seis “no quiero” que se prometen respetar a fin de disfrutar de las ventajas de vivir en sociedad, — ¡y efectivamente!, ¡gracias a una memoria de ese tipo se acaba llegando “a la razón”!».

Inciso: estas son las conclusiones a las que llega Nietzsche basándose en lecturas de antropología, historia del derecho, biología, psicología y demás. Para el mundo biempensante de su época (y de la nuestra) ese referir la razón a la sinrazón, la civilización a una historia de la crueldad es algo inasumible, insoportable, por lo que suele deshacerse del espanto que la idea le provoca tachando a Nietzsche de «irracionalista», que es una manera como más filosófica de llamarle –hoy en día– fascista. El exabrupto suele provenir esencialmente de gente que se considera de orden, como cristianos y marxistas, afortunados conocedores de la Verdad.

Nietzsche nos recuerda cómo hasta muy recientemente toda celebración que se precie de tal incluye elementos de crueldad: «Ver sufrir produce bienestar, hacer sufrir, más bienestar aún — es una tesis dura, pero es un axioma antiguo,  poderoso, humano, demasiado humano, que, dicho sea de paso, acaso suscribieran también ya los monos». 

Esta sería la primera tesis relativa a la procedencia de la culpa y la responsabilidad. Esta se logra grabando en el animal humano por medio del dolor la conciencia de culpa ante determinadas acciones posibles.

Hay una segunda tesis especialmente original. Y es que –aprovechando que en alemán el mismo término dice deuda y dice culpa, Schuld– la culpa y la responsabilidad en cuanto relación entre individuo y sociedad se modela según la anterior relación, de tipo económico, entre deudor y acreedor. Es en esta relación, naturalmente de las más antiguas, puesto que el intercambio ha existido siempre, donde se va fraguando la promesa de cumplimiento de las 
normas sociales:

«El deudor, para inspirar confianza ante la promesa de reembolso, para dar una garantía de que su promesa es seria y sagrada, para inculcarse a sí mismo, en su propia conciencia, que el reembolso es un deber y una obligación, a través de un contrato y para el caso de que no pagara su deuda, empeña a favor del acreedor algo que todavía “posee”, sobre lo que aún tiene poder, por ejemplo, su cuerpo o su mujer o su libertad o incluso su vida (o, según ciertos presupuestos religiosos, hasta la bienaventuranza, la salvación de su alma, y, en última instancia, aun la paz del sepulcro: esto sucedía en Egipto, donde ni siquiera en el sepulcro encontraba el cadáver del deudor reposo frente al acreedor)
».

Al acreedor se le concede una suerte de sentimiento de bienestar, el derivado de descargar su poder sin el menor escrúpulo sobre alguien impotente, «el regodeo de hacer violencia», participando así de un derecho de señores. Recordemos: «Ver sufrir produce bienestar, hacer sufrir, más bienestar aún».

Con la sociedad existe un contrato, implícito pero férreo, por el cual el individuo debe a la sociedad, a cambio de los bienes y comodidades que la vida en común le procura –hoy solemos olvidarnos de esto: la protección, el cuidado, la confianza frente a ciertos daños y hostilidades– una manera de ser y de actuar que no contravenga sus normas, sus costumbres. El castigo al transgresor es una manera de recordárselo, así como de recobrar la deuda en que este ha incurrido.

Nietzsche reconoce –«la forma es fluida, el “sentido” lo es aún más…»– la multiplicidad de sentidos que hoy en día posee el castigo, y la imposibilidad de 
decidir entre ellos. Lo que sí le resulta asaz discutible es que el castigo sea una
manera de despertar en el culpable el sentimiento de culpa: los remordimientos de verdad rara vez se dan entre delincuentes y presidiarios, confirma.

Con estos elementos –el axioma de la crueldad constituyente del ser humano, el inicio de la relación individuo-sociedad en la relación deudor-acreedor– lanza Nietzsche su hipótesis particular acerca del origen de la mala conciencia. Esta sería la grave enfermedad a que se ve conducido el ser humano por causa de la presión terrible que para él supone el verse «encerrado de manera definitiva en la esfera de poder de la sociedad y de la paz». De ser un semianimal felizmente adaptado a la selva, la guerra y la aventura, de golpe ve sus instintos devaluados, y deja de poder contar con sus pulsiones reguladoras, guías inconscientes pero infalibles, y se ve reducido «a pensar, deducir, calcular, combinar causas y efectos, ¡a su “conciencia”, de sus órganos el más pobre y el más dado al error!».

Así, «los instintos que no se descargan hacia fuera se vuelven hacia dentro», comienza de esa manera a crecer lo que se llamará «alma». Los instintos salvajes se vuelven contra el propio hombre. «La enemistad, la crueldad, el goce en la persecución, el asalto, el cambio, la destrucción — todo eso se vuelve contra el poseedor de tales instintos: tal es el origen de la “mala conciencia”.»

Se reprimen aquellos instintos que serían destructores de la vida social, y dicha represión conlleva la mala conciencia respecto de la parte del ser humano que está constituida por dichos instintos. A través de la creación de la mala conciencia es como aprende aquel animal humano a mantener interiorizados tales instintos destructivos, permitiéndose conservar la paz y la vida social. Eso sí, a cambio, la mala conciencia supone una enfermedad del instinto de libertad, coartación que el propio individuo, en cuanto ser social, se inflige a sí mismo.

Al final del tratado se plantea Nietzsche si será posible deshacerse de la mala conciencia, recuperar una nueva inocencia: «Durante demasiado tiempo ha contemplado el hombre con “malos ojos” sus inclinaciones naturales, de modo que éstas han acabado por hermanarse en él con la “mala conciencia”. En sí sería posible hacer un intento en sentido contrario — pero ¿quién es lo bastante fuerte para ello? — a saber, el intento de hermanar con la mala conciencia las inclinaciones no naturales, todo ese aspirar al más allá, y a todo lo que es contrario a los sentidos, los instintos, la naturaleza, lo animal, en una palabra, los ideales habidos hasta ahora, todos ellos hostiles a la vida, denigratorios del mundo.»

«Para lograr [este] fin harían falta espíritus distintos».

***


martes, 23 de abril de 2024

NIETZSCHE DESCOMPLICADO, 8

#Nietzschedescomplicado (conversaciones con Jaime Aspiunza).

En esta entrega nos adentramos con cierto detalle en los conceptos fundamentales del que posiblemente sea su título más leído.

Vamos a revisar aquí, en sendos capítulos, los tres ensayos que componen De la genealogía de la moral. GM I es la manera como suele citarse en el mundo «Nietzsche» el primero de los ensayos, que trata de dos parejas de nociones semejantes mas en el fondo diferentes que usamos de continuo y constituyen la base o el fundamento de nuestra moral cristiana; me refiero a «bueno» y «malo», y a lo que consecuentemente sea el bien y el mal. 

Lo que Nietzsche, rastreando la historia, va a sacar a la luz es que ese «bueno» y «malo» pueden decirse de dos maneras distintas que, analizadas, resultan ser muy diferentes: serían el «bueno» y «malo (vulgar)» y el «bueno» y «malo malvado)». 

En principio se llamaban buenos (a sí mismos) los nobles, los aristócratas, el estamento superior: eran los poderosos, los que mandaban, los que estaban por encima de los demás, de los más. Esa supremacía política se entiende también como superioridad anímica, espiritual. (Hay aquí que dejar de lado el maniqueo prejuicio actual, según el cual los poderosos son –por definición– malos, los malos.) Por el otro lado, lo vulgar, lo plebeyo, lo bajo acaba recibiendo el calificativo de malo. Se trata del hombre simple, común, de los más, sin que haya en ello ningún desprecio, simplemente por contraposición al noble: lo malo que así se nombra es –repito– sencillamente lo vulgar, lo común. 

Esa distinción primera, que Nietzsche rastrea en los conceptos que las diferentes lenguas fueron dedicando a nombrar los estamentos, no es, como se intuirá, de orden moral. Por eso, porque nosotros hablamos, se quiera que no, un lenguaje hipermoralizado, sería conveniente pararse un momento a pensar esa distinción, digamos, de calidad. 

Lo mismo que hay un buen cuero, recio y flexible, bien curado, con un olor y un color propios, y cueros baratos, uniformes por el exceso de químicos en la curación, acartonados y quebradizos, de los que diríamos que son corrientes o malos — así mismo puede considerarse que hay personas «de calidad» y personas –digamos– vulgares.

Punto. No pase, querido lector, a calificar de inmediato a Nietzsche de nazi o de facha, porque así, si no atiende, no va a entender nada. 

En primer lugar, Nietzsche está hablando de lo que en origen significaba la distinción «bueno» / «malo»: era una distinción relativa, en principio, al poder, luego a la calidad anímica o espiritual de la persona. Nadie ha dicho todavía que esos buenos y malos fueran buenos y malos en el sentido en que hoy empleamos las palabras. 

En segundo lugar, aunque en la plaza pública se presuma mucho de igualdad o igualitarismo, todos seguimos teniendo un criterio de calidad para las personas, siquiera sea el propio de considerar buenos a quienes exhiben su igualitarismo; aunque en este caso el «bueno» moral se impone como «bueno» de calidad. El criterio más tradicional, no obstante, es el que llama «de calidad» a la persona autónoma, independiente, cultivada, que piensa por sí misma y que en general no ha dado muestras de desprecio a sus congéneres; más bien, por el contrario, en ocasiones, aunque sean contadas, se ha mostrado atento y generoso con ellos; una persona con una rica experiencia de la vida que ha ido encontrando su camino.

A los nobles poderosos acompañan y suceden en el poder los sacerdotes, la casta sacerdotal, cuya principal diferencia con aquellos es su falta de fortaleza física y de salud, condiciones ineludibles para toda la actividad que los primeros desplegaban y que constituía su vida y su fuente de poder: la guerra, la aventura, la caza, la danza, las peleas, etc.

Y van a ser los sacerdotes los que a partir de su impotencia desplegarán «un odio formidable, inquietante, de lo más espiritual y venenoso». «Frente al espíritu de venganza sacerdotal –añade Nietzsche– no hay espíritu que valga.»

Pueblo de sacerdotes por antonomasia es el judío, y los judíos serán los que inviertan la ecuación de valor aristocrática: bueno = noble = poderoso = bello = feliz = amado de los dioses. Con los judíos se inicia la rebelión de los esclavos en la moral, la rebelión del hombre común, rebelión en la que estamos inmersos, puesto que ha triunfado, sustituyendo el «bueno» y «malo» de calidad por el «bueno» y «malo» moral.

¿En qué consiste la inversión a que aludíamos? En esta respuesta de los sacerdotes judíos: «¡sólo los miserables son los buenos, sólo los pobres, los 
impotentes, los inferiores son los buenos, únicamente los que sufren, los desposeídos, los enfermos, los deformes son los piadosos, los benditos de Dios, sólo para ellos es la bienaventuranza, — mientras que vosotros, los nobles y violentos, vosotros seréis por toda la eternidad los malvados, los crueles, los lascivos, los insaciables, los impíos, y también por toda la eternidad los desventurados, los malditos y los condenados!»…

Ha vencido la moral del hombre común, los señores están acabados, ahora son ellos los malos, pero los malos en el sentido de los malvados. No solo ha cambiado la referencia de «bueno», sino, y sobre todo, ha cambiado el contenido, el afecto de «malo». Si antes los que estaban satisfechos con su vida se consideraban buenos, dejando para los demás el calificativo complementario de corriente y vulgar, ahora sucede que los más, los insatisfechos con su vida, los miserables tratan de malvados a los satisfechos y de rechazo a sí mismos se toman por buenos. En el calificativo de malos- malvados hay, sin embargo, rechazo, hay, sin embargo, odio, resentimiento.

«La rebelión de los esclavos en la moral comienza cuando el resentimiento mismo se vuelve creativo y engendra valores», nos dice Nietzsche. ¿Qué valores? Apuntaré un par de ellos.

La moral noble (llamémosla así) «surge de un triunfante decirse-sí a sí mismo»; «la moral de los esclavos dice de antemano “no” a un “otro”, y este “no” es un acto creativo»: su acción es de hecho una reacción a los estímulos del mundo exterior. Este mundo exterior pasa a tener una importancia muy superior a la que tenía en el mundo del noble, acostumbrado a actuar de primeras y a considerar lo otro solo de manera accidental, accesoria.

Por otro lado, «mientras el hombre noble vive con confianza y franqueza ante sí mismo», «el hombre del resentimiento no es ni franco ni ingenuo, ni sincero ni directo consigo mismo. Su alma bizquea; su espíritu ama los escondrijos, los caminos tortuosos y las puertas traseras, todo lo oculto le da la impresión de ser su mundo, su seguridad, su solaz; sabe de callar, de no olvidar, de esperar, de empequeñecerse y humillarse por el momento. Una raza de tales hombres del resentimiento acabará por fuerza siendo más inteligente que cualquier raza noble, y ensalzará la inteligencia en una medida por completo distinta: a saber, en cuanto condición de existencia de primer orden».

Está claro que nuestra civilización es el fruto de dos mil años de moral del resentimiento, de moral de los esclavos. Hoy vuelve a oírse bien alto: «¡nosotros, las víctimas, somos los buenos; vosotros, si no estáis con nosotros, sois unos malvados!» Podemos preferir esto al predominio de los bárbaros, de la «bestia rubia» o de los arios, pero ¿significa eso que debamos hundirnos en las arenas movedizas de la nivelación, del igualitarismo más ramplón, en la negación del individuo soberano, y de la inteligencia y la realidad, la imaginación y la creatividad, como parece exigir la nueva esclavatura del Ideal Purísimo de los Enterados?

Ante todo ello, Nietzsche propone reevaluar los valores morales heredados, por si hubiera que subvertirlos para poder vivir como seres humanos íntegros, más allá –o más acá– de las identidades de sexo, género, clase, raza, nación y demás, que no es –demás– ninguna identidad.

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martes, 16 de abril de 2024

NIETZSCHE DESCOMPLICADO, 7

#Nietzschedescomplicado (conversaciones con Jaime Aspiunza).

Y seguimos charlando...

Decíamos el otro día que hablaríamos de la genealogía de la moral. Y De la genealogía de la moral es el título de la nueva edición de la habitual aunque erróneamente llamada La genealogía de la moral. No gustan aquí los partitivos, preferimos invocar los absolutos, que de seguro son también infinitos.

El famoso libro de Nietzsche, en esta edición un poco más fiel al original que las hasta ahora habidas –y no solo por la corrección del título–, trata algunas cuestiones que a Nietzsche le parecen pertinentes para ir desplegando una crítica de la moral (cristiana). Habría más, lo explica en sus cartas, pero por el momento son tres las que va a considerar o examinar: los dos diferentes significados de «bueno» y «malo»; el origen de la «mala conciencia» característica de la moral cristiana, la culpa; y el significado de los ideales ascéticos, presentes hasta en la ciencia más atea.

Por eso, porque trata de algunos hilos de nuestra gruesa moral es por lo que se denomina De la genealogía…, y no es para nada, ni por asomo, lo que en las habituales versiones de La genealogía de la moral arteramente se nos quiere vender, la genealogía, toda ella, completa y única; dejando al lector ingenuo –todos lo hemos sido– el extraño sabor de boca, mejor, el desamparo intelectual, y físico, del «¿esto era todo?».


Se llama genealogía al conjunto de los antepasados de una persona. La imagen de esa articulación le va a servir a Nietzsche para realizar una indagación histórica. No va a entender la historia como una sucesión de aconteceres regida por alguna ley de causalidad o de concatenación lógicas sino en función de unos principios mucho más complejos pero también mucho más realistas.

1. Una institución procede de múltiples padres y madres, no tiene un origen único.

2. Cuanto más se retrocede tanto más oscura resulta la historia, con lo que las conclusiones cada vez son más hipotéticas.

3. La mirada indagadora arrastra su propia moral; de hecho tiene una relación familiar con esa procedencia que indaga, por lo que son inevitables algunos puntos ciegos.

4. Por ello es fundamental no confundir lo que actualmente es una «cosa» –una forma, un órgano, una institución– con lo que pudo ser y fue en el momento de su aparición. Principio primero, inexcusable, de la investigación histórica es: «que la causa de la aparición de una cosa y la utilidad final de ésta, su verdadero empleo y su lugar efectivo en un sistema de fines son cosas toto caelo [diametralmente] distintas; que algo que ha llegado a existir del modo que sea y está disponible viene a ser interpretado una y otra vez por un poder que es superior y tiene un modo nuevo de ver las cosas, apropiándose de ello de manera nueva, y transformándolo y adaptándolo a un nuevo uso».

Por bien que se conozca la utilidad actual de un órgano fisiológico, de una institución jurídica, una costumbre social, un uso político, una forma determinada en el mundo de las artes o en el culto religioso, con todo y con eso, no se sabe nada de lo que hace a su aparición.

Y es que el desarrollo histórico de algo no es el progreso hacia una meta, como corrientemente nos suele asomar en el magín, aplicando a la historia la simple causalidad de los golpes y los empujones, dicho más claro, de la bola de billar.

«El “desarrollo” de una cosa… es la serie de procesos de enseñoramiento más o menos profundos, más o menos independientes los unos de los otros, que tienen lugar en la cosa, el uso o el órgano, a lo que hay que añadir las resistencias invertidas en cada caso, las transformaciones intentadas a fin de defenderse y de responder, así como los resultados de las acciones a la contra logradas.»

Es decir, también «la inutilización, la atrofia y la degeneración, la pérdida de sentido y de conveniencia, en una palabra, la muerte, forman parte» de ese desarrollo.

En definitiva, la forma es fluida, pero el «sentido» lo es aún más…


Y si estáis interesados, pasado mañana, jueves, 18 de abril, se pone a la venta esta nueva edición, publicada por Tecnos en formato de bolsillo, que para beneficio del lector ha traducido y anotado Jaime Aspiunza.

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martes, 9 de abril de 2024

NIETZSCHE DESCOMPLICADO, 6

#Nietzschedescomplicado (conversaciones con Jaime Aspiunza). 

En este caminar por el pensamiento de Nietzsche hoy nos adentramos por los vericuetos del tan manido como a menudo mal entendido nihilismo del filósofo germano.

Me preguntabas, querido Jesús, si es conveniente conocer la vida de Nietzsche para entender su pensamiento.

No y sí.

No, en el sentido de que conocer sus andanzas, amores y aficiones nos permita comprender mejor sus ideas, que es como habitualmente ligamos vida y pensamiento, dándole cuerda a una especie de psicoanálisis de feria como el que W. Allen solía parodiar y a la vez exhibir en sus primeras películas.

, porque, si recordamos que el pensamiento es producto de un cuerpo,lo que ese cuerpo haga, por lo que pase tiene que influir en su pensamiento. Nietzsche reitera innumerables veces que el pensamiento de un filósofo es fruto de su vida, y respuesta, réplica a su vida. En un fragmento de finales de 1887-principios de 1888 dice:

«Quien toma aquí la palabra hasta ahora no ha hecho otra cosa más que volver sobre sí: como un filósofo y eremita por instinto que ha encontrado su ventaja en el margen, en las afueras, en la paciencia, en la dilación, en el retraso; como un espíritu que se arriesga y ensaya, que ya se extravió una vez en cada laberinto del futuro; … como el primer nihilista perfecto de Europa el cual, sin embargo, en él ha vivido ya el nihilismo mismo hasta el final — el cual lo tiene tras él, bajo él, fuera de él…»

Nietzsche ha vivido ya el nihilismo en sus carnes y de alguna manera lo ha elaborado, superado. Por eso puede dar cuenta de él.

Lo que se nos viene encima en los dos próximos siglos –dice– es el «ascenso del nihilismo»: «hay signos por todas partes, solo faltan los ojos que lo perciban».

«El ser humano moderno cree a modo de ensayo ora en este valor, ora en ese, y luego deja que esos valores vayan cayéndose… El vacío y la pobreza de valores alcanzan a sentirse cada vez más; el movimiento es imparable.» Valga esta como primera aproximación a ese diagnóstico de época –y también de la cultura europea– a que va a llamar nihilismo.

Dicho en términos elementales, el nihilismo sería la negación de la vida por razón del sufrimiento y el dolor que esta conlleva. Si hay que sufrir tanto, diríamos, esta vida no merece la pena. Pero no nos suicidamos. Añoramos un mundo que no cambie, que no engañe, que no nos haga sufrir: un mundo verdadero, permanente
Y en contraste con ese mundo consideramos que este nuestro y la vida que en él es posible no deberían existir. En ese sentido se niega la vida, la vida tal cual es, soñando con sustituirla por otra vida ideal. 

Así comienza la historia del nihilismo: cuando se propone la distinción entre el mundo verdadero y el mundo en que vivimos. Sea el mundo de las ideas de Platón, sea la otra vida del cristianismo. 

En el momento en que Nietzsche vive no se cree ya en la verdad, ha desaparecido la convicción de que haya una constitución real de las cosas más allá del valor que el ser humano les confiere; y Dios ha muerto. El proceso del nihilismo está ya maduro. Por eso entiende él que es el «nihilista perfecto».
 
Pero veamos mejor la procedencia del nihilismo: «¿de dónde nos llega este, el más inquietante de todos los huéspedes?», anota el año anterior, entre otoño de 1885 y otoño de 1886. Y su respuesta es categórica: el nihilismo está en la interpretación moral cristiana de lo que son la degeneración fisiológica, las situaciones de miseria social o incluso la corrupción. No basta la penuria (anímica, corporal o intelectual) para rechazar radicalmente el valor, el sentido, la deseabilidad. Entre la penuria y el rechazo hay una interpretación, y es la de la moral cristiana.

El cristianismo (lo veíamos el otro día) se vuelve contra el Dios cristiano: «el sentido de veracidad siente náusea ante la falsedad y mendacidad de la interpretación cristiana del mundo y de la historia
». Si antes Dios era la Verdad, ahora «todo es falso»… Nos suena, ¿no?

Pero lo decisivo está en el escepticismo, no ya epistémico, sino moral: su punto final sería «nada tiene sentido». Las fronteras entre el bien y el mal, que parecían claramente trazadas, comienzan a emborronarse, a transgredirse, y a desvirtuarse. Lo único que queda sin superarse en la moral cristiana son las ideas de la existencia entendida en cuanto castigo, la existencia entendida en cuanto error, combinadas ambas en cuanto juicio supremo acerca de esta nuestra vida humana.

Y esa losa –el error, el castigo de la vida– no la levanta nadie, ni la ciencia ni la tecnología –en esas están– ni cualesquiera de las nuevas religiones que van apareciendo al son de las modas. El nihilista activo es el que acepta de manera positiva esta falta de sentido, el que tiene fuerza para darle sentido a su existencia; el pasivo, carente de fuerza suficiente, se acomoda en la decadencia de nuestra cultura.

Por eso –para erradicar ese nihilismo profundo– hace falta una crítica de la moral cristiana, para ver cómo, si acaso, se le puede dar una vuelta a todo esto. La crítica, ya lo avanzo, va a ser una genealogía de la moral. De eso hablaremos otro día.
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martes, 2 de abril de 2024

NIETZSCHE DESCOMPLICADO, 5

#Nietzschedescomplicado (conversaciones con Jaime Aspiunza).

Seguimos avanzando en esta entrevista por entregas con la que queremos realizar una aproximación al pensamiento de Nietzsche. Dado lo popular del tema, no podíamos dejar de lado la cuestión y, sin abandonar el humor, la pregunta apareció inmediatamente.


¿Mató Nietzsche a Dios?

¡No! ¡Para nada! Nietzsche atestigua que Dios ha muerto. Y se pregunta «pero ¿quién lo ha matado?». En otoño de 1881 el tremendo acontecimiento es algo que «todavía no ha calado en los oídos y en los corazones de los hombres». Han sido los hombres, sí, quienes lo han matado, mas todavía no lo saben.

No es Nietzsche quien inventa la expresión de la muerte de Dios. Ya a principios del siglo XIX hablaba Hegel de que la religión se vivía –entre los creyentes– como si Dios estuviera muerto. Y un autor a quien suponemos que Nietzsche leyó, Philipp Mainländer, pocos años mayor que él, había hablado también de la muerte de Dios, bien es cierto que en términos en principio muy diferentes, pero que, conociendo a Nietzsche, perfectamente podrían haberle inspirado.

Mainländer había nacido tres años antes que Nietzsche, en octubre de 1841, y murió, ahorcándose, en abril de 1876, justo al recibir los primeros ejemplares de su gran obra, Filosofía de la redención. Esta obra propone una filosofía inmanente, y se divide en epistemología, física, estética, ética y política, completadas con una metafísica cuya primer asunto es Dios, la desaparición de Dios en nuestro mundo.

Mainländer –naturalmente– se abstiene de hablar de Dios. Señala simplemente que en un mundo plural y dinámico, no tiene lugar un Dios que sea una unidad simple y esté en reposo absoluto. De ello deduce que ese Dios ha debido de decidir –es la única manera que tenemos de entender su desaparición– «aniquilarse por completo, cesar de existir». O, mejor, hacerse pedazos en un mundo, de tal modo que este «dispersarse en la pluralidad», ser mundo, viene a ser la manera de dejar de ser… Dios.

Nietzsche también atribuye cierta colaboración reflexiva en la muerte de Dios: es la propia veracidad que el cristianismo ha promovido y cultivado la que lleva al buen cristiano a dejar de creer en Dios. Creer en Dios deja de ser honesto. Su encarnación principal sería el espíritu científico, por definición, descreído.

Mas lo que en Mainländer es como un cuento –metafísico– de hadas en Nietzsche es cosa seria. Por un lado, es verdad, la muerte de Dios implica la liberación del ser humano; por otro, comporta una amenaza, un peligro. Amenaza y peligro que se pueden atisbar sin más que darle la vuelta al elemento positivo: ¿qué hacer con esa libertad ganada con la desaparición de Dios?

Antes de nada conviene recordar que el que ha muerto es el Dios cristiano; pueden llegar otros dioses…

Además, Dios no solo es el vigilante del ser humano, es también y sobre todo el horizonte de sentido que ha estado dotándonos de suelo y perspectiva durante siglos a los europeos, a Occidente.

«¿Dónde está Dios? ¿Qué hemos hecho?, ¿es que nos hemos bebido el mar? ¿Qué esponja era ésa con la que hemos borrado el horizonte entero que había a nuestro alrededor? ¿Cómo hemos logrado que desaparezca esa línea fija y eterna a la que hasta ahora remitían todas las líneas y medidas, con la que hasta ahora operaban todos los arquitectos de la vida, sin la cual parecía no haber ni perspectiva ni orden ni arquitectura alguna? ¿Seguimos sosteniéndonos de pie? ¿No nos caemos de continuo? ¿Y en cierto modo hacia abajo, hacia atrás, hacia los lados, para todas partes? ¿No es el espacio infinito lo que nos hemos puesto encima como si fuera un manto de aire helado? ¿No hemos perdido la fuerza de gravedad, al no haber ya ni arriba ni abajo?, y si seguimos viviendo y bebiendo la luz, en apariencia como siempre hemos vivido, ¿no es en cierto modo gracias a la luminosidad y al brillo de estrellas que están ya apagadas?», anotaba Nietzsche en el ya citado octubre de 1881.

Como se ve, a Nietzsche le preocupan las consecuencias de la muerte de Dios, «esa larga profusión y sucesión de derribo, destrucción, hundimiento, derrumbe que nos espera» (GC 343), y en los que aún –diría yo– andamos inmersos y perdidos o ahogados.

La muerte de Dios es el fin de la moral cristiana, que ahora mismo sigue convulsionando, herida de muerte pero por largo tiempo coleando y dando vida a variantes aberrantes como la moral del victimismo o la más general política de identidades, hijas ambas del resentimiento cristiano. También han aparecido nuevos dioses, sea La Ciencia de que hablábamos ayer, sea La Tecnología, que, como es neutra –dicen– necesita de evangelistas y profetas.

Así pues, seguimos instalados, por más que parezcan ateas las nuevas diosas, en un ambiente de culpa, pecado y vergüenza, como el que pretende imponer la llamada «religión woke», que sería la quintaesencia de lo que nos ha dejado el Dios muerto en herencia, repartido en miles de fragmentos, al retirarse. 

Para Nietzsche en el origen de la moral cristiana está el resentimiento. El resentimiento es la venganza imaginaria de aquellos que no son capaces de actuar, y consiste en primer lugar en decir «no» a otro, a un mundo exterior, 
que sí actúa y sirve de espejo de mi debilidad, de mi impotencia. El cristianismo ha enseñado al débil a culparse a sí mismo, instilando en cada uno de nosotros el azogue de la culpa y la vergüenza, con lo que recondujo –así Nietzsche en De la genealogía de la moral– el resentimiento hacia dentro.

Sea como fuere, hoy día parece que, en forma de victimismo, ha vuelto a encontrar el camino de salida y está determinando el orden social. El impotente ha hallado en el victimismo el rédito a su inacción. Sufría por no saber qué hacer en este mundo y ha descubierto que el sufrimiento cotiza alto en la Bolsa moral de Occidente. Solo tiene que reinvindicar su supuesto carácter de víctima (en la mayoría de los casos, «heredado» de los antepasados) para poder culpar a los demás de su estado, una cuasinaturaleza. Eso supone vindicar la primacía de las emociones o los sentimientos, ya que gracias a ellos se anestesia el tedio vital. La víctima es resentimiento puro, y señala, acusándolo al otro: tal es el gran poder, hoy socialmente sancionado, del impotente. Ocupa una pequeña parcela del mundo que Dios dejó.

Y en esas estamos: tales son algunas de las consecuencias de la ausencia de Dios, que no deben ser para nosotros –termina Nietzsche– tristes ni sombrías: 
«nosotros, los filósofos y los “espíritus libres”, ante la noticia de que el “viejo dios ha muerto” nos sentimos como iluminados por una nueva aurora […] por fin el horizonte nos parece de nuevo libre […] el mar, nuestro mar está de nuevo abierto, quizá no haya habido nunca un “mar tan abierto”…» (GC 343).

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martes, 26 de marzo de 2024

NIETZSCHE DESCOMPLICADO, 4

#Nietzschedescomplicado (conversaciones con Jaime Aspiunza).

En esta cuarta entrega nos adentramos en la cuestión que ya los primeros románticos habían suscitado al oponerse vivamente al conocimiento positivista del mundo como el único posible y verdadero. Polémica que abrió muchos frentes y que llegó incluso a contraponer las dos culturas. Aquella visión mecanicista como un entramado de relaciones causa-efecto alcanzó su máximo apogeo con Newton y su descubrimiento de la ley de gravitación universalLa polémica recorrió todo el siglo XIX y todavía nos trae de vez en cuando ecos más o menos agrios. La pregunta, por tanto, era necesaria: 


¿Era Nietzsche enemigo de la ciencia?

Se llama cientismo o cientifismo a la fe en la ciencia, a una fe o creencia de tipo religioso. A la convicción de que La Ciencia es capaz de descubrir la realidad tal cual es: ella, la realidad, aparte de nosotros, los seres humanos. (Y de esto hay mucho en nuestra época…) Es justo en la época de Nietzsche cuando comienza a reconocerse que ciencia no implica cientismo.

La ciencia, que existe, no puede aspirar a producir fe; no puede pretender ser dogma. La ciencia, a más de la aplicación de instrumentos cada vez más sofisticados para sondear la realidad y de un aparato conceptual de tipo matemático, presupone la cautela y la reserva de una razón que se sabe finita, o, si se prefiere, la honestidad y la imparcialidad del científico, las cuales le inhiben de presentar sus hipótesis, por contrastadas que estén, como verdades definitivas, como artículos de fe. Suelen ser más los divulgadores quienes venden sus productos como eternos. Con qué seguridad se afirmaba hace unas pocas décadas que el universo estaba en su mayor parte vacío; hoy es todo ruido. Con qué displicente arrogancia nos recuerdan algunos que, estando constituida de átomos –incoloros, a lo que se ve–, la realidad carece de color; nuestros ojos y nuestro cerebro nos engañan. ¿Para qué…?, preguntará Nietzsche: «… un sentido formador de colores en un mundo que carece de color es un absurdo del pensamiento.»

Cientismo, entonces, es fe religiosa, fanatismo, no la confianza razonable en que lo que la ciencia va descubriendo rigurosamente aporta algo a la comprensión del universo o del ser humano, algo que, por importante que sea, mañana puede dejar de ser válido o de ser importante.

El conocimiento de la ciencia es más complejo y riguroso, si se quiere, que la mayoría de los conocimientos que tenemos los particulares en nuestra vida cotidiana, pero no es distinto. Y así como nuestros conocimientos particulares están condicionados por nuestros sentidos y nuestro lenguaje, así también el conocimiento que una ciencia particular en un momento concreto de la historia logra está condicionado por los instrumentos y la conceptualidad disponibles en ese momento y lugar.

Instrumentos y conceptualidad configuran un filtro que recoge y reúne una serie de propiedades de la realidad, prescindiendo de todas las demás, muchas de las cuales, muchísimas, quizá infinitas, ni siquiera alcanzamos a imaginar, mas sí tenemos suficiente experiencia como para suponer que existen, bien que sean totalmente desconocidas.

Por eso, el conocimiento de la ciencia tampoco es absoluto, es siempre relativo, sin que eso signifique que no hay conocimiento verdadero. ¡No!: verdad, conocimiento son finitos, perspectivos, pero son, haberlos, haylos. Lo otro: el conocimiento y la verdad absolutos, los que develan las cosas como son, la realidad en sí, no han sido sino sueños de la razón, que, insisto, todavía se dan en demasía.

En la pretensión de La Ciencia de alcanzar una Verdad con mayúsculas detecta Nietzsche la huella de la metafísica dualista de Occidente. Ya sabemos que algunos griegos prefirieron postular un trasmundo para salvar la posibilidad de conocer. Si este mundo se nos presenta cambiante, variable, impredecible, en apariencia falto de sustancia, ha de haber tras él otro mundo más sólido y estable donde more la verdad, el acceso al cual nos permita lograr el conocimiento.

De manera muy esquemática y poco matizada eso es lo que el platonismo nos proponía, y nuestra tradición cristiana ha llevado al summum: no solo contrapone esta vida en la Tierra a la del Cielo, sino de manera equivalente viene contraponiendo los sentidos al intelecto, y los frutos de los unos a los del otro, y considera conocimiento únicamente el de este último, y, por mucho que este prejuicio concreto, en esos términos haya sido dejado de lado en el campo de la ciencia, que inevitablemente ha de partir de los sentidos, de la experiencia, sí se ha seguido manteniendo la idea de que el intelecto (investido de aparato matemático) es capaz, frente al conocimiento más rudimentario de la vida cotidiana, de acceder a ese trasmundo de la Verdad, que ahora sería inmanente pero solo asequible a La Ciencia.

Dicho de otra manera, se sigue distinguiendo lo aparente de la realidad del Ser verdadero de la Realidad, lo que vemos y tocamos de la estructura profunda — físico-matemática— de la realidad. Mas no hay apariencia por un lado y Ser por otro. Todo es apariencia, no en el sentido de falsedad, sino en cuanto aparición, fenómeno, lo que se nos aparece o presenta, y tanto da que se mire con un par de ojos o con un microscopio electrónico: no deja de ser apariencia, fenómeno. Eso sí, muchas apariencias bien vistas, bien tomadas y reiteradas, acumuladas y organizadas llegan a constituir un buen conocimiento. Y, como añadirá Nietzsche, no hay ninguna razón para pensar, por mucho que sepamos de los factores humanos o subjetivos de ese conocimiento, que el mundo no tenga por qué ser parecido a como se nos aparece.

Es decir, la finitud de conocimiento y verdad, su carácter relativo y perspectivo no implica que la realidad no exista ni sea incolora, disparates contrarios al cientismo, mas complementarios de él, con que los desengañados con la falta de absolutez de lo entrevisto suelen desatarse.

Existe la realidad, existen los colores en la realidad. ¡Gracias a Dios! Que, por cierto, ya había muerto.

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martes, 19 de marzo de 2024

NIETZSCHE DESCOMPLICADO, 3

Fuente: Wikipedia
#Nietzschedescomplicado (conversaciones con Jaime Aspiunza).

En esta tercera entrega sobre la obra y el pensamiento de Nietzsche el profesor Aspiunza profundiza sobre el tema de la anterior, la cuestión de la aportación.

¿Qué nos aporta Nietzsche o qué no nos ha aportado Nietzsche?

Decíamos ayer que uno de los dogmas pretendidamente apodícticos de nuestra época es que «la verdad no existe», y que eso lo dijo Nietzsche. Quien dice eso, lo dice –naturalmente– con pretensión de estar diciendo una verdad rotunda e incontrovertible, ignorante de que una afirmación así se desmiente a sí misma.

En cualquier caso, lo que aquí nos interesa es si Nietzsche lo dijo o no; o, mejor: qué dijo Nietzsche.

A Nietzsche hay que leerlo con cuidado, con sumo cuidado, es decir, teniendo muy en cuenta el contexto, porque su estilo prima en buena medida la hipérbole y la imagen plástica y aislada que salta a la vista. Así las cosas, habrá algún lugar en que se pueda aislar la frase «la verdad no existe», como hay un lugar en que se puede amañar la pareja explicativa de nuestro dogma: «todo es interpretación» —. Pero eso no es lo que Nietzsche dijo.

En un texto póstumo llamado Sobre verdad y mentira en sentido extramoral es donde Nietzsche presenta su primera crítica de la noción de «verdad» dominante hasta el momento. Y esa va a ser la verdad que no exista: la verdad, llamémosla, metafísica. Si confiamos en que el lenguaje o la ciencia puedan decirnos todo lo que hay y con todo detalle, nos engañamos: eso no es posible.

El lenguaje apunta algunos aspectos de las cosas, algunos aspectos que de la realidad afectan a nuestros sentidos y para los cuales hemos heredado palabras de la tradición. Hoy día sabemos muy bien que para otros aspectos, que vamos descubriendo, no disponemos de léxico, a veces incluso no disponemos ni de ojos u oídos; son los nuevos instrumentos los que nos permiten saber de su existencia. Aprendemos a sentir, percibir cosas nuevas, y vamos poniéndoles palabras con que significar dichas experiencias. Así pues, podemos imaginar que es infinito el espacio de lo que no sentimos, de lo que no nombramos. Por eso, entender la verdad como representación o reproducción de la realidad es un tanto pretencioso. Sin embargo, esa es la noción de verdad que se tenía en la época de Nietzsche, y se sigue teniendo en buena medida en nuestra época, digamos, en la calle; lo que se entiende por verdad en el lenguaje cotidiano.

Un ejemplo: yo digo que X es simpático; tú dices que es un borde. Solo una de las dos afirmaciones parece que puede ser verdad, como si X fuera de una pieza y se conservara siempre igual. Para un niño es difícil aceptar ambas sentencias: si para él ha sido X simpático, lo otro es una afrenta. Cuando crecemos un poco, empezamos a entender que conmigo X ha podido ser simpático, pero quizá en alguna ocasión (u ocasiones) contigo se ha mostrado borde: las dos cosas son posibles. Sobre todo en lo que hace a los juicios sobre personas, sobre grupos, sobre ideas, etc. —es decir, no en juicios relativos a cosas materiales relativamente sencillas que mantienen un modo de ser homogéneo en el tiempo—, repito, en los juicios relativos a cosas complejas y variables, la perspectiva es fundamental.

Eso es lo que Nietzsche viene a decir: si por «verdad» pretendemos concebir la copia en palabras de la realidad aludida, entonces, esa «verdad» no existe, no ha existido nunca. Hay ejemplos sencillos que parecen, no obstante, confirmar la validez de esa noción de «verdad»; digamos: «esa mesa tiene tres patas», si la mesa tiene efectivamente tres patas, es verdad indiscutible, de la que se podría deducir que «verdad» es la correspondencia entre palabras y situación de la realidad.

Pero si volvemos al ejemplo de X «borde» y X «simpático» nos damos cuenta de que en diversos momentos del tiempo o en relación a diferentes personas ambas pueden ser verdad. Y eso hasta extremos brutales.

Estos días se habla de una película, La zona de interés, sobre Rudolf Höss, comandante de Auschwitz, modernizador de la industria del exterminio: su hija lo recuerda con extraordinario cariño. ¿Significa eso que no era un… criminal despiadado? Sabemos que no. Reconocemos sin ambages la posibilidad de que diferentes perspectivas den lugar a verdades distintas; otra cosa es que en el caso de Höss el cariño de la hija no lo tengamos en cuenta para endulzar la imagen de su padre, sino incluso para lo contrario, agravar su responsabilidad.

Sobre las cosas complejas, por ej., una persona, una relación entre personas, una situación plural, etc., no tiene por qué haber una verdad única; pueden ser ciertas consideraciones diversas. De hecho, en De la genealogía de la moral Nietzsche señalará que «cuanto mayor sea el número de ojos distintos con que sepamos mirar una cosa, cuanto mayor sea el número de afectos a los que dejemos hablar acerca de una cosa, tanto más completo será el “concepto” que nos hagamos de esa cosa, nuestra “objetividad”». La acumulación de perspectivas, de puntos de vista es la que entraña un acercamiento a la verdad de lo real, sin que esto sea por completo alcanzable.

Ya desde la época de Nietzsche, imagino que al ir surgiendo una mayor conciencia del carácter perspectivista de la experiencia, se ha ido dejando de creer en la verdad; añadiríamos ahora: en ¡la verdad única! Como los movimientos humanos suelen ser pendulares, en nuestra época hemos llegado al disparate ese de «la verdad no existe». En la práctica, poco lógica ella, se suele decir que «no hay una verdad única, sino que cada uno tiene su verdad».

Esto, cogido con pinzas, o con una armazón más sólida, podría sostenerse; se parece a lo que he estado explicando hasta aquí. Suele ser, sin embargo, una negación absoluta de la realidad, que se complementa con «todo es interpretación». «¡Ya lo dijo Nietzsche!»

Nietzsche llama «interpretación» a ese filtrar la realidad a través de nuestros sentidos y la armadura del lenguaje, a ese dejar que la realidad se nos asimile en el cuerpo y la mente, revelándosenos. Mas, insisto: la realidad.

Así pues, no es interpretación lo que uno decide interpretar, lo que uno quiere ver, lo que se le pasa por el magín proveniente de sus fantasías, fantasmas o fantasmagorías, o sea, lo que conviene a los prejuicios, ideología, creencias y convicciones; eso no son interpretaciones, son meras opiniones, sin verdadero fundamento.

No hay, pues, verdad única, pero tampoco son infinitas las verdades, ni cada ser humano tiene su verdad absolutamente peculiar, puesto que nuestros cuerpos, con sus pequeñas diferencias, tienen ojos, oídos, tacto, etc., y los conceptos y categorías lingüísticos de que nos valemos son, con sus pequeñas diferencias, comunes y compartidos. Por eso mediante el diálogo es posible llegar a comunicar verdades perspectivas y a participar de una verdad relativamente «objetiva», y no solo en el caso de expresiones cuantitativas, que son las que por principio reconocemos como «objetivas».
 

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martes, 12 de marzo de 2024

NIETZSCHE DESCOMPLICADO, 2

Fuente: Wikipedia
#Nietzschedescomplicado (conversaciones con Jaime Aspiunza)

Continuamos con la serie sobre Nietzsche. En este caso se trata de una cuestión estrechamente relacionada con la anterior. Si la semana pasada el profesor Aspiunza nos ofrecía unas cuantas buenas razones para leer en la actualidad al filosófo alemán, hoy nos explica qué nos puede aportar su pensamiento, su lectura:

Lo avanzábamos el otro día, lo que ha quedado de Nietzsche en el imaginario popular son aquellas sentencias, más bien artículos de fe posmoderna de que «no existe la verdad» o que «todo es interpretación». O, en el caso del más cultivado, expresiones un tanto singulares como «superhombre», «voluntad de poder» y «eterno retorno».

Y, sin embargo, yo diría que lo fundamental, para él mismo y para nosotros ahora, es la centralidad que le confiere al cuerpo: el hilo conductor de su pensamiento, el principio básico del que parte es que «somos cuerpo», los seres humanos somos cuerpo. No «tenemos cuerpo», como se suele decir, sino que «somos cuerpo».

En uno de los primeros sermones de Así habló Zaratustra, el intitulado «De los que desprecian el cuerpo», dice:

«“Soy cuerpo y alma” —así habla el niño.

Pero el despierto, el sabio dice: solo soy cuerpo y nada más; y el alma es solo una palabra para algo que hay en el cuerpo
».

Solo soy cuerpo y nada más: no estamos hechos de otra sustancia que la del cuerpo, es decir, no somos, además, alma o espíritu, como la tradición nos ha transmitido, sea en términos religiosos o laicos, como cuando se entiende que tenemos, a más de cuerpo, una psique, un lado psicológico, y se sigue imaginando este, o esta, al modo de otra sustancia que complementa nuestro ser corporal, fisiológico. Esto es, cuando se sigue imaginando el ser humano como dual.

La del alma/cuerpo será una de las muchas parejas contrapuestas de conceptos que Nietzsche tratará de aclarar.

Nuestro mundo conceptual es marcadamente dualista: alma/cuerpo, pensamiento/sentimiento, razón/pasión, objetivo/subjetivo, verdad/falsedad, etc. Nietzsche se da cuenta de que ese dualismo es una característica del lenguaje, mas no necesariamente de la realidad, y que no ayuda nada el tomarnos de manera literal esas distinciones, esto es, dar por supuesto que esas distinciones corresponden a diferencias excluyentes, a separaciones efectivas en el mundo real. 

Por poner un ejemplo: ¿hay pensamientos que no contengan o impliquen sentimientos?, ¿se puede hablar de sentimientos sin –de alguna manera– pensarlos? Cierto es que conviene distinguir pensamientos de sentimientos, mas sin suponer por ello que exista algo así como el pensamiento puro o el sentimiento puro. No digo que no puedan darse casos de cierta pureza en la identificación, casos extremos; lo que niego –siguiendo a Nietzsche– es que eso sea lo normal. Como resumía, creo que J.L. Pardo, "una cosa es distinguir, otra, bien distinta, separar": distinguir es imprescindible para entendernos, para saber; separar nos ha llevado a un mundo dualista, estático y moralizado (un lado es siempre mejor que el otro) que no nos ayuda para nada a entender y a entendernos.

¿Qué pasaría, entonces, si en vez de suponer que somos cuerpo más psique, la suma de dos sustancias, intentamos entender lo fisiológico y lo psicológico como dos aspectos de una sola cosa que sería el cuerpo? Por de pronto, resolveríamos un problema de otro modo irresoluble, el de la influencia, relación o correlación de lo fisiológico y lo psicológico, en una dirección u otra, tanto da. Si son lo mismo visto de distinta manera, desde dos perspectivas distintas, podemos entender perfectamente que la aceleración del ritmo cardíaco y de la respiración, la sensación de agitación o de peligro la vivamos como ansiedad, por mucho que creamos que el origen de dicha ansiedad es de origen psicológico.

Se puede avanzar así en el conocimiento de la relación entre situaciones psicológicas y síntomas fisiológicos, y dejar de contraponer una de las vías a la otra, como aún hoy es usual. (La medicina ha progresado bastante gracias a ese presupuesto).

«El alma es solo una palabra para algo que hay en el cuerpo […] También lo que llamas “espíritu” es obra del cuerpo». «Dices “yo” y estás orgulloso de esa palabra. Pero más grande es algo en lo que no quieres creer, — tu cuerpo no dice yo pero hace yo».

No distingue aquí Nietzsche entre «alma» y «espíritu»; tampoco hace falta: es lo que estoy denominando «lo psicológico», que ahora, siguiendo una tendencia de colonización anglófona, se llama también «lo mental». — Lo mental es algo que hace el cuerpo: se nos da en cuanto mente, y en ese ámbito (o ambiente) en cuanto yo. 

Aparte de ayudar a entender mejor las relaciones entre lo fisiológico y lo psicológico, estas reivindicaciones nietzscheanas permiten impugnar dos tendencias recientes en el pensamiento que atentan contra el sentido común presentándose como el no va más del progreso cuando de hecho recurren a visiones gnósticas o puritanas del ser humano.

La primera de ellas es la propuesta transhumanista de seguir adelante con la vida humana sin nuestros cuerpos. No entro aquí en grandes consideraciones, sino que me remito a la vulgata. Así, por ej., en clase, ante mi afirmación de que para Nietzsche somos un cuerpo, la respuesta de un alumno escéptico que dice: «Bueno, eso… ahora, en 2050 podremos prescindir del cuerpo».

Tal aseveración, podemos conjeturar, se hace en la confianza de que esencialmente no somos cuerpo, sino mente, y esta, simple información que podrá recogerse en su totalidad en un chip de memoria, de tal manera que esa totalidad de información será la que herede la identidad que ahora, dado nuestro estado de retraso y pobreza técnica, tenemos que reconocerle, mal que nos pese, al cuerpo.

Esta idea de ciencia-ficción que ha pasado en algunos casos y ambientes a considerarse posible, estriba en un dualismo radical que separa mente y cuerpo, y en la superior valoración de lo mental por sobre lo corporal, curiosamente –no digo más– como ha sucedido durante un par de milenios en nuestra tradición occidental, platónico-cristiana.

La segunda es más sutil y controvertida, y tiene diversas ramificaciones, desde la más elemental de creer que soy lo que siento que soy o lo que de mí mismo pienso –la identidad en la autoimagen, que dicen algunos– hasta la consideración socio-política de que uno es lo que afirma ser, como sucede en la llamada Ley Trans española, que sanciona la autodeterminación de género, siendo «género» la percepción personal que una persona tiene de su sexo biológico.

En ambos extremos, de modo flagrante en el último caso (no niego aquí la buena intención de la ley), se da por supuesto que el cuerpo poco importa, que no es lo esencial en la «identidad» de la persona, que no es el cuerpo lo que hace el ser de ese ser humano. Insisto, no pretendo obviar las buenas intenciones de la ley, solo quiero señalar cómo esta se articula sobre unos presupuestos metafísicos –metafísicos, aunque sus pergeñadores no lo sepan– que vienen a sancionar el dualismo alma/cuerpo junto con la moralina espiritualista-psicologista-mentalista de nuestra tradición platónico-cristiana, en este caso en la forma bien concreta del liberalismo puritano que refuerza no solo un atomismo individualista sino también su impronta mentalista.

Resulta así que coinciden –¡qué casualidad!– el supuesto progresismo de izquierdas con el rampante progreso del capitalismo en su labor de zapa del mundo común y el aislamiento de los individuos reducidos a representación mental y, para colmo, virtual.

Contra eso dice Nietzsche: Somos cuerpo y nada más; todo lo demás –psique, mente, conciencia, yo– son cosas que hace el cuerpo.

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martes, 5 de marzo de 2024

NIETZSCHE DESCOMPLICADO, 1

Editorial
Editorial
Quienes frecuentan este espacio saben de mi inclinación por la filosofía, pues de vez en cuando realizo alguna recomendación lectora, siempre dejando las cuestiones técnicas y complicadas, que están más allá de mis posibilidades.

Pero desde hace algún tiempo tengo la enorme suerte de conocer a uno de los especialistas en Nietzsche, Jaime Aspiunza, que es, además, traductor del filósofo germano. No podía perder la oportunidad de aprovechar su conocimiento. Él, muy generosamente, se ha ofrecido al juego de contestar a mis preguntas. 

La propuesta que le hice fue la de ofrecer una visión lo más clara posible del pensamiento de Nietzsche, sin perder la perspectiva de la brevedad. Esto, al fin y al cabo, es un simple blog, no un manual de filosofía. Así, pues, iniciamos hoy algo así como una rápida introducción al pensamiento del filósofo que pueda ser de interés para cualquier persona sin formación propia sobre el tema, ya sea estudiante, curiosa, aficionada o simple lectora de mirada amplia e inquietudes varias.

Antes de publicar la primera aproximación, no me resta nada más que dar efusivamente las gracias al profesor Aspiunza por su desinteresada y amable predisposición.


¿Por qué leer, hoy día, a Nietzsche?

Editorial
Editorial
En primer lugar, porque es un gran prosista, uno de los mejores escritores en lengua alemana, no solo del siglo XIX, sino de todos los tiempos. (Sé que es frase muy manida, y todo especialista en textos se lo atribuye a su patrón —pero es que no lo digo yo, lo decía Thomas Mann, aquel Premio Nobel de Literatura de hace casi 100 años, uno que tenía bigote.)

Ciertamente, Nietzsche no escribe literatura –aparte del Así habló Zaratustra–, cosa que dificulta un poco el disfrute de su escritura, pero si a alguien le gusta leer, esa –la de su magnífica prosa– es ya una buena razón. Además, al haber escrito tanto texto, llamémoslo, aforístico, es decir, relativamente breve pero completo, permite una lectura aislada, ocasional de sus libros.

Es verdad que tiene también algo de poesía, pero relativamente chusca y paródica. Ahí va, en mi mejor versión, no por eso buena, el «Juicio de pájaro»:



Al sentarme en la arboleda

hace poco a descansar,

oí un tictac, tictac suave,

ligero, como en compás.

Enfadado, torcí el gesto,

pero me avine al final;

y acabé, como un poeta,

hablando entre mí en tictac.




Y a saltos haciendo rimas

¡ta-pa-ta!, de verso en verso,

de pronto me sale ¡ja, ja, ja!,

y en un buen rato no cejo.

¿Poeta, tú? ¿Tú, poeta?

¿Tan mal te funciona el seso?

«Sí que es usted un poeta»,

respondió el picamadero.





Así habló Zaratustra puede leerse –y se suele leer– por la belleza y la fuerza de su prosa; otra cosa es que en esa obra vaya a encontrarse, es decir, a entenderse con claridad el pensamiento de Nietzsche.

Una segunda razón es, por supuesto, la actualidad de su pensamiento. Hay una serie de asuntos propios de nuestro presente que Nietzsche ya diagnostica y piensa, hasta tal punto que hoy, bien que retorcidas, algunas de sus conclusiones se han convertido en apotegmas, dogmas de la posmodernidad. Para que se me entienda, por ej., el «no existe la verdad», «todo es interpretación»…

Más allá de esos lemas maltraídos, que quizá haya ocasión más adelante de aclarar, Nietzsche señala y comienza a pensar el nihilismo, una manera de  entender el mundo en que vivimos, o «la muerte de Dios» –son dos maneras de referirse a lo mismo–, descubre también los presupuestos metafísicos y morales de la herencia cristiana en que aún andamos enredados, entre ellos, los del lenguaje y la verdad, que quizá sean hoy los más acuciantes –y no, ciertamente, desde una perspectiva académica, sino– en cuanto problema real y cotidiano, el del sentido de la vida individual, los problemas –atávicos– de la democracia…, y, last but not least, la pérdida de la capacidad de leer y sus consecuencias.

Hace ya 150 años detectaba él un alejamiento de la vida en el gesto del filólogo que leía ¡significados y no palabras! Que se olvidaba de la materialidad del texto –de su sonoridad, su ritmo, de sus connotaciones y referencias– para quedarse aislado en el supuesto pensamiento o ideas que las palabras se supone querían denotar. — Hoy… ¿no estamos hoy en un mundo abarrotado de imágenes y palabras –meras palabras sin cuerpo, hilos flotantes y etéreos, o deletéreos– que se quieren autosuficientes, inaptos para decir verdad, para remitir a la realidad? 

Inmersos, insertos en una burbuja de palabrería –tampoco las imágenes son al efecto otra cosa–, se hace imposible el trato con la realidad, con la realidad en toda su riqueza, quiero decir. Se juzga antes de haber visto, solo por el supuesto consabido sentido de algunas palabras: «arden las redes»; se le da sustancialidad suma a ciertos meros rótulos: toda política de identidades; interesa solo la proliferación veloz y superficial, no la profundización lenta y esforzada; se pretende verter en fórmulas y reglas lo que es el saber de la vida, explicitarlo todo sin entender nada; hablamos de nosotros (y de los otros) como si la base de datos de nuestro léxico fuera el DSM, eso sí, una versión antigua, de libre acceso: «yo, es que, mira, soy un poco entre fluido y bipolar…, vamos, de poco fiar. Tengo también algo de Toc, toc, toc…, como el picamadero.»

Y es que el lenguaje no es un instrumento de comunicación, puede valer para ello, pero no lo es: es parte de nuestra gestualidad, de nuestro cuerpo, de nuestro ser. — Eso es lo que significa que el buscar en las palabras solo ideas –y no gestos, no vida– implique un alejamiento de la realidad (de la vida), una ineptitud que va arraigando y una pérdida de sentido en la vida del individuo, porque, aunque el lenguaje sea parte de nuestro ser, encarna, no obstante, la presencia de lo social, de la tradición y la cultura en cada uno de nosotros. Por lo que estar en comunión con los demás puede ser andar ajeno de sí.

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