Nos has explicado el contenido del primer tratado y del segundo. Sigamos avanzando. Explícanos, por favor, qué es lo más esencial del tercer tratado.
El tercer tratado de De la genealogía de la moral se plantea la pregunta por el significado de los ideales ascéticos, en el buen entendido de que son estos los que caracterizan la moral cristiana.
«¿Qué significan los ideales ascéticos? — Para los artistas, nada o muchas cosas diferentes; para los filósofos y los hombres de letras, una suerte de olfato o de instinto para descubrir las condiciones propicias para una espiritualidad elevada; […] para los sacerdotes, la auténtica fe sacerdotal, su mejor instrumento de poder, y también la autorización “altísima” para ejercerlo; por último, para los santos, […] Ahora bien, en el propio hecho de que el ideal ascético haya significado tantas cosas diferentes para el hombre se manifiesta la realidad fundamental de la voluntad humana, su horror vacui: esa voluntad necesita una meta, — y prefiere querer la nada a no querer.»
Así comienza el más largo de los tres tratados o ensayos que componen De la genealogía de la moral. A lo largo de 28 parágrafos, unas 70 páginas en la edición que estoy examinando, Nietzsche considerará lo que significan –los ideales ascéticos– para los artistas, los filósofos, los sacerdotes y, por último, para la ciencia, y cómo será justamente en la conciencia científica donde se venga a superar dicho ideal ascético (entendido ahora de manera colectiva), al igual que ha sido la pujanza de la veracidad en el cristianismo la que ha llevado a que la moral cristiana se supere a sí misma.
La expresión «ideal ascético» (o «ideales», como figura en el título) parece ser de forja propia, y para Nietzsche viene a representar el extremo, el ápice de la pretensión moral cristiana. De manera paradigmática, u ostensiva, los encontramos en los votos de las órdenes religiosas: humildad, pobreza y castidad; la manera europea –anotará en apuntes de la época– de aspirar al faquirismo.
Es decir, el ascetismo no es específico del cristianismo, aunque haya llegado a convertirse en uno de sus rasgos esenciales. Tampoco provendría del judaísmo, que no renuncia a la vida por mor de la religiosidad. Del propio Jesús dirán: «Es un glotón y un borracho, amigo de publicanos y de pecadores» (Mateo, 11:19).
Max Weber, que tomará el término de Nietzsche, señala en La ética protestante… cómo es la Reforma protestante la que da al ideal ascético el sentido moderno, activo pero mundano, a diferencia del monacal, que era también activo pero apartado del mundo.
No hay, pues, una definición unívoca del ideal ascético, puesto que es una noción histórica, esto es, que va variando a lo largo del tiempo y en los distintos lugares en que aparece. Por eso Nietzsche revisará algunos de los diferentes sentidos que en diferentes figuras posee. Comienza con el artista –podríamos decir–, el caso más básico, menos serio de ideal ascético.
Nietzsche se centra en Wagner, a quien toma como caso ejemplar, o típico. Ciertamente, no de las tres «virtudes» monacales, por supuesto, sino solo de la tercera, de la castidad, que habría llevado en sus últimas obras al escenario.
Es conocida la admirativa amistad del joven Nietzsche con el músico de Leipzig, a quien tanto en El nacimiento de la tragedia como en la cuarta intempestiva, Richard Wagner en Bayreuth, había reputado de músico dionisíaco. En El caso Wagner, por el contrario, representativo del vuelco que la opinión de Nietzsche habría sufrido, lo considera más un retórico, un representante de ideas, que un músico. Pero volvamos a GM III.
«¿Qué significa que Richard Wagner en su vejez rinda homenaje a la castidad?», concretamente en su obra Parsifal. Hubo otra época, «la más fuerte y gozosa, la más animosa», cuando Wagner pensaba en Las bodas de Lutero, donde castidad y sensualidad no exhibían una oposición trágica. Al fin y al cabo, en los seres humanos «mejor hechos y mejor humorados», esa sana contradicción –espritualización y sensualización juntas– es uno de los alicientes de la vida; Nietzsche piensa en Hafiz, en Goethe y en Feuerbach, a quien Wagner se había acercado en los años treinta y cuarenta.
«¿Acabó Wagner cambiando de ideas al respecto?», cuando recomienda la castidad contra la sensualidad. Nietzsche no se pronuncia. Lo que sí le parece claro es que acabó queriendo enseñar la castidad, «que obra milagros», como asegurará en Religión y arte, escrito wagneriano de 1880.
Aun cuando pueda haber sido una «veleidad de artista», que no necesariamente se identifica personalmente con el contenido de sus indagaciones artísticas (en las leyendas de la Edad Media), lo cierto –apunta Nietzsche– es que sí halla «un deseo y una voluntad secretos de predicar la marcha atrás, la conversión, la negación, el cristianismo»…
En El caso Wagner da cuenta, sin embargo, más detallada del carácter no dionisíaco de su música, lo que la alejaría de la vida, asociándolo así con el ideal ascético. Wagner habría defendido roda la vida –dice Nietzsche– que su
«música no suponía solamente música», que su música ¡era más!, «significaba lo infinito».
De ahí que lo considere «el comentarista de la “idea”», dicho sea en sentido hegeliano: «algo que es oscuro, incierto, misterioso; entre los alemanes la claridad es una objeción y la lógica, una refutación». Wagner se inventó así «un estilo que “significa lo infinito”»: «La música como “idea”».
A esa música de enigmas, de símbolos, a esa policromía del ideal; de lo infinito y la significación; de Wotan y el mal tiempo contrapone Nietzsche «la gaya scienza: los pies ligeros; humor, fuego, encanto; la gran lógica; la danza de las estrellas […] el mar en calma — la perfección».
¿Qué significa, pues, el ideal ascético en el artista? «¡Nada en absoluto!»: nada concreto, tantas cosas. No son los artistas lo suficientemente independientes como para que sus valoraciones tengan interés. Así, el cambio en Wagner lo achaca Nietzsche a su embeleso con Schopenhauer, al hecho de que lo tomara por guía. Por razón –esto último– de la soberanía que Schopenhauer adjudicaba a la música: la música sería el arte independiente, que habla el lenguaje de la propia voluntad, «esencia» originaria y primigenia del mundo y de la vida. No nos habla de las cosas concretas de la vida, sino de Lo Profundo, de Lo Infinito.
Y eso hace que el músico se convierta en «oráculo, en sacerdote, […] en una suerte de bocina del “ensí” de las cosas, en un teléfono del más allá, — en lo sucesivo hablaba no sólo de música, este ventrílocuo de Dios, — hablaba de metafísica: ¿qué tiene de extraño el que un día acabase hablando de ideales
ascéticos?…»