Es cierto que no llegué a tocar sus botas,
que ninguna gota de sudor suyo
cayó sobre mi rostro.
Tampoco salté al ritmo de sus canciones.
Ni tan siquiera di palmas
cuando la multitud lo hacía.
Pero yo estuve allí, sí,
yo estuve el día que Bruce Springsteen colapsaba San Sebastián
y lo que vi no me gustó.
Y, sin embargo, sus canciones me gustan
y el tipo me cae bien.
Pero hace mucho tiempo que dejé de creer en Dios
y soy demasiado racionalista
-o quizá demasiado mío-
como para que la fuerza contagiosa de la masa
me haga saltar
cuando no tengo ganas de hacerlo,
o tomar parte en el ritual de la autocomplacencia
cuando estoy en contra de las ceremonias.
Yo estuve allí
y vi
y oí
cómo Bruce Springsteen cantó y predicó y se dejó adorar.
Otros lo contarán de otra manera.