El año pasado Vaso Roto se atrevía con toda la poesía de R. Lowell. Casi dos mil páginas repartidas en un par de tomos pueden asustar a mucha gente. En cualquier caso, es de agradecer el esfuerzo de la casa editora por presentarnos bien recogida y bien editada la obra de uno de los más importantes poetas en lengua inglesa del pasado siglo. Las notas del traductor, Andrés Catalán, son una fuente de claridad imprescindible. Los prólogos, también.
R. Lowell es algo así como el autor más destacado de la corriente que ha dado en llamarse poesía confesional, aunque tal vez sería más exacto decir que fue el poeta de su propia biografía; de ahí la importancia de las notas que acompañan la publicación para poder situar en el contexto preciso las palabras del poeta. Aquí la anécdota biográfica sí es importante, lo que no quiere decir que no se pueda disfrutar de su poesía sin el conocimiento de cada una de las anécdotas, nombres y referencias que la pueblan, pero se pierde una parte importante.
El poema preferido de Seamus Heany era el larguísimo Ulises y Circe. Por razones de comodidad y manejabilidad os lo dejo en la traducción Luis Javier Moreno —Día a día, Losada, 2003—.
I
Diez
años antes de Troya y diez antes de Circe,
suplantaron
los nombres de las cosas,
los
nombres que él, Ulises, les pusiera,
perdidos,
por entonces, nombres suyos:
mirmidones,
espartanos, un soldado de Ulises el temido…
¿Por
qué he de renovar su infame sufrimiento?
Él
ya ha obtenido su porción de gloria,
cuando
se le ocurrió hacer un caballo
de
madera, a tamaño mayor que el de una casa,
poniendo
fin así a diez años de guerra,
“A
causa del engaño”, él asegura:
“Yo
llevé a cabo lo que ni Diomedes,
ni
Aquiles, hijo de Tetis él,
ni
nadie entre los griegos,
con
su innúmera flota lograr pudo:
Destruir
Troya tal y como lo hice”.
II
¿Acaso
hay aún quién dude
que
lo mejor para una esposa sea
despertarse
a las cinco, con el sol, y para ella
disponer
de tres horas al día, suyas,
propias?
Él
ve cómo transcurre, entre azul y marrón,
su
río cotidiano, deslizándose
por
su antebrazo joven, estirado
y
entrecruzarse luego…
Como
una hoguera roja el sol se eleva,
débil
chisporrotea por las ramas más bajas,
devorando
las hojas (como hace la langosta)
dejando
intacto y sin quemar el árbol.
En
quizá diez minutos,
o
en el mismo intervalo al de su despertar,
el
sol se pondrá blanco, como suele,
cambista
indiferente que trueca noche y día,
el
inmutable, él mismo, tanto en paz como en guerra…
Alternando
producen las persianas líneas de sol y sombra,
aunque
las d ella sombra prevalezcan
sobre
la honestidad de su cómodo lecho regalado.
A
su lado acostada yace Circe,
como
tibia madera soñolienta y gustosa…
Ella
dice: “Me están contando tantas maravillas
y
soy tan dormilona,
que
siento incapaz de dar respuesta”.
III
¡Ojalá
que sin día llegase la mañana!
Él
continúa acostado y teme a los sirvientes,
sus
conductas al uso, sus palabras
insistentes,
salvajes. Se le va d ellas manos…
Su
exótico palacio, de travesía imposible,
ha
sido concebido de tal modo
que
ningún griego sobrio pueda bien navegarlo.
Tiene
miedo al chillido de los cerdos
que
bajo su ventana entierran carne,
el
que estos animales
grasientos
sean humanos y que exijan
su
lugar referente en el banquete.
Su
propio corazón se le atraganta,
pero
sólo es un mal imaginario,
luz
del alba que llega con la aurora…
“¿Por
qué he llegado a ser mi propio fugitivo,
por
qué me ha trastornado la belleza de Circe
hasta
hacerme sentir distinto de otros hombres?”
IV
Ella
abandona el lecho y su cabello
está
lo mismo que su corazón: intrincado y revuelto.
Hablan
como dos huéspedes
que
espera que sea el otro el que abandona la casa…
Esa
armonía bastarda de lo irreconciliable.
Su
decisión de abandonar a Circe
se
hace necesidad.
Compasión
es terror y ningún cisma
puede
ya quebrantar, de su débil carácter,
las
inmisericordes decisiones.
Sus
ojos se convierten en un pozo de llanto,
en
el que, hipnotizados,
caen
sus seguidores, idiotas animales.
Imposible
les es la vigilancia;
como
degenerados,
siguen
al ritmo de ella en sus impulsos,
consumiendo
sus días y dudando después
con
sumisión histérica.
De
joven tomó Ulises decisiones
sobre
comprometidas estrategias;
mas en su edad madura ha decidido
asumir
un futuro lleno de incertidumbre;
él
morirá, como otros, por designio de los dioses,
haciendo
que naufrague su tripulación última
en
un ignoto océano, a la busca
de
un mundo despoblado aun más allá del sol,
perdido
en los clamores más groseros
de
un vendaval ruidoso.
En
la isla de Circe diminuta,
se
le amplió la forma de contemplar el mundo
(tras
leves mezquindades, se ennobleció a sí mismo
hasta
dar con el modo de regresar a casa).
Todo
le disgustaba
en
su mítica vida empobrecida.
Nostalgia
le da el loto por su irremediable
dolor
que él ya detesta… Ella está donde está.
Su
discurso salpica
con
los coloquialismos ya caducos
de
una generación más joven que la suya
(dialecto
de moda en esta isla).
Ella
lleva consigo su magnífico tiempo…
Las
bellísimas chicas que la siguen
son
aún para Circe sus mejores amigas,
pese
a que su reputación esté dañada
más
que lo estuvo nunca la de Helena,
pero
a Helena le salvaba su graciosa apostura.
Circe
apenas si llega
a
cortadora de retales míseros
(los
desperdicios de sus cortes yacen
desperdigados
todos por los suelos:
no
usados, mal usados, chaquetones e insignias,
la
bestia degollada).
A
ella le va el desorden de su casa
(llaves
ocultas para cerraduras
ya
inencontrables,
anónimos
retratos, cosas muertas
envueltas
en papel color de polvo…),
la
oleada del vino anterior a la lucha.
Leves
placeres dejan quemaduras eternas
(el
aire se calienta por altas galerías
y
miles de termitas acaban con las vigas);
éste
es un pensamiento de mediados de otoño:
el
momento en que mueren los insectos
de
una forma instantánea,
como
quisiera uno que lo hiciese un amigo.
De
camino hacia el barco, a un árbol solitario
se
le caen de repente la mitad de sus hojas,
teñidas
por la duda,
mustias
antes de tiempo.
V
“Durante
mucho tiempo yo empapado
y
a menudo también tocando fondo
por
el verde, gran mar, de los semáforos
que
autorizaban nuestra navegación,
hallé
que mi fatiga era la luz del mundo.
La
tierra no es la tierra si yo tengo
mis
ojos en la luna, en su imagen captada
en
un único instante vacío
(duplicidad
infiel ofrecida a los hombres).
¿Tras
de tantos milenios,
no
estás cansada, Circe,
de
transformar cochinos en cochinos’
¿Cómo
podré agradarte, si yo no soy un hombre?
Por
mi supervivencia conseguí que mis huesos
perdieran
su color
(yo,
que era el que esperaba abandonar la tierra
mucho
más joven que cuando llegué a ella).
Nuestra
edad se ha tornado en porquería
inarrancable
ya de su sucia bayeta.
La
edad que cruza nuestros rostros
hacia
el final del túnel
(si
es posible la fe en las creencias)
tornará
más ligera nuestra carne.
VI
Penélope
Ulises
anda siempre dando vueltas,
ni la fragilidad de su hijo
ni
la pasión por su mujer
(¡cuánto la hubiese eso
confortado!)
le detuvieron nunca. Ella no encuentra hazañas
ni
en su marcha a la guerra ni en su regreso de ella.
(¡Diez años
para ir y diez para volver!)
Desde el muelle a su casa,
a
pie y ante la vista de todos él camina.
No ha podido ninguno
reconocerle en Ítaca,
aunque todos conozcan las hazañas de
Ulises.
Corren más sus rodillas que sus pies
y su boca
apretada se hincha de aire,
su vista se ha habituado a
bienvenidas.
Él busca alguna cosa que le oriente...
Cuanto
le fue una vez intensamente blanco,
una señal y referencia
antes,
solamente es ahora un estacionamiento de navíos.
Qué
pálida y sin suerte parecía cu cara
veinte años atrás, hasta
incluso la víspera
de su embarque triunfal y carnaval de
gloria,
cuando dejó a Penélope hechizada
hasta
desvanecerse ella en sus brazos
a causa de la danza. El riesgo
fue su oficio.
Su polvorienta ruta a mediodía es ahora su
casa;
él imagina
que ella sale en su busca
velozmente,
vistiendo una amplia túnica de tubo
impregnada
de todos los deseos,
la que ya se había puesto
en el
último mes de su embarazo.
Entonces, sin todavía necesitar
gafas,
los ojos de ella estrellas parecían,
conejo
acorralado... Es hoy su casa
más tolerante y más
condescendiente;
ella sigue en su hogar, confortable en su
entorno
con su hijo, los amigos de su hijo,
todos sus
pretendientes
(el caos habitual de quienes viven bien),
con
salud y riqueza contrapuestas
en sus indumentarias...
(Sólo
el dolor podría justificar la fealdad).
Él ha visto ya el
mundo conocido,
lo mejor y peor de los humanos;
el enorme
entusiasmo de su peregrinaje
asume el peso y la gravitación
del
estar vivo. Ulises entra en casa,
los ojos muy cerrados y la
boca muy suelta...
El lecho conyugal le queda a un paso,
pero
confunde a la hija con la madre.
No es de extrañar. Los varones
le expulsan
(un animal idiota, mas perverso).
Ya está
afuera;
sus no deseadas manos están ásperas,
dicen te
quiero desde la otra parte
del ventanal cerrado.
A sus
cuarenta años, todavía,
ella es el mejor busto de todas las
presentes.
Él la mira y ella ve que la mira idiotizado;
ella
se vuelve entonces
hacia sus pretendientes conociendo
que
el arte mentiroso de la diosa Minerva
no devolverá a Ulises
la
invencibilidad que tuvo ni tampoco
la juventud que entonces
poseyera...
¡Media vuelta -Volte face-!
(Él gira
al modo de los tiburones,
haciéndose visible detrás de la
ventana).
Orgulloso de su cuerpo, doloridos los ojos
y
satisfecho por sus cicatrices,
Ulises, instintivo asesino
en
el machismo de su senilidad,
saborea de antemano el apogeo de la
lucha
quebrantando las aguas por destruir su huella.
Él ha
sobrepasado su tamaño.
Es uno más entre los pretendientes,
sus
agallas están plegadas y en su sitio,
antinaturales rejillas de
ventilación,
que con un botoncillo podrían ser cerradas,
como
lo son las celdas de una cárcel...
Diez años de pasado y otros
diez de futuro.