Si bien todos sabemos qué es el
tiempo, definirlo es tarea harto difícil, como bien reconocía Agustín de Hipona. Célebre se ha hecho este pasaje de las
Confesiones: ¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé;
pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé. Lo que sí digo sin
vacilación es que sé que si nada pasase no habría tiempo pasado; y si nada
sucediese, no habría tiempo futuro; y si nada existiese, no habría tiempo
presente. Pero aquellos dos tiempos, pretérito y futuro, ¿cómo pueden ser, si
el pretérito ya no es y el futuro todavía no es? Y en cuanto al presente, si
fuese siempre presente y no pasase a ser pretérito, ya no sería tiempo, sino
eternidad. Si, pues, el presente, para ser tiempo es necesario que pase a ser
pretérito, ¿cómo deciros que existe éste, cuya causa o razón de ser está en
dejar de ser, de tal modo que no podemos decir con verdad que existe el tiempo
sino en cuanto tiende a no ser? Al chico no le falta razón y, además, recurrir a la Física para definir el tiempo —la única manera que hoy por hoy tenemos de hacerlo con cierta exactitud— no deja de ser engorroso y poco elegante.
Más poética e inteligible resulta la definición del
DRAE, que en su primera acepción nos dice que es la
duración de las cosas sujetas a mudanza. Como veis tampoco le falta razón al diccionario que, por otra parte y sin quererlo, se hace muy actual al entrar de pleno en la corriente de la obsolescencia, programada o no, y nos recuerda, vía definición, aquello de
nuestras vidas son los ríos...,
y que Seamus Heaney cambiaba por
lentamente / los muertos avanzan / hacia el futuro, que es decir lo mismo, pero en más
cool.
Yo, mientras tanto, miro el tiempo en distintos relojes porque como no puedo hacer nada para impedir su transcurso, me consuelo recordando las personas que me los regalaron o lo que hacía con ellas cuando en un rapto de coleccionismo decidí adquirirlos.