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lunes, 3 de noviembre de 2025

NIETZSCHE DESCOMPLICADO, 16

Editorial

#nietzschedescomplicado

 Gracias a Jaime Aspiunza, que nos hace fácil lo difícil, volvemos a Nietzsche, en esta ocasión a través de sus luminosos comentarios sobre Aurora. Este es el primero.


Lecciones de Aurora

            JAIME ASPIUNZA

Entiéndase «lecciones» en el sentido, también, de enseñanzas pero, sobre todo, de lecturas o interpretaciones. Y si las voy haciendo, o dando, es porque Aurora es la obra menos conocida de Nietzsche, a pesar de que el propio autor la considerara fundamental: con ella comenzó su «campaña contra la moral».

No es que Nietzsche sea un inmoral, o un amoral; simplemente se ha propuesto la tarea, el cometido de luchar contra la moral, una moral concreta que es la de las postrimerías del cristianismo, la moral de «la renuncia a sí mismo».

Quizá sea chocante que una obra de título tan luminoso, y esperanzador –el subtítulo es «Son tantas las auroras que aún no han lucido»–, se dedique a la demolición de lo que en nuestra tradición parece lo más sagrado; hoy mismo, en pleno proceso de disolución, se echa en falta justamente esa buena moral antañona.

Quizá sea el título una de las causas de la escasa atención prestada a esa obra germinal: demasiado dulce para lo que de Nietzsche se espera. Aurora es ‘la hora áurea’, tiempo en que el aire parece de color de oro, el principio precioso del día, dorado o sonrosado –como más claramente trasluce el original, Morgenröthe, ‘arrebol de la mañana’–, canto religioso que abre una celebración festiva.

Los tonos, el momento, la connotación poco parecen tener que ver con el que se considera «el Nietzsche auténtico», ese Nietzsche energúmeno que –dicen– ha matado a Dios, pone de vuelta y media a los sacerdotes, el cristianismo, y es sospechoso, con su encomio de la fuerza, de haber inspirado a los nazis y…, probablemente también a los «Ángeles del Infierno». Y es que –también se oye– él quería ser el Fundador de una Nueva Religión.

Aurora propone un nuevo comienzo llevando a cabo la crítica de la moral cristiana o postcristiana, para hacernos ver que dicha moral responde a un «instinto de negación, de decadencia», a «la voluntad de no dejar que aflore la verdad» de que «la humanidad no marcha por el camino correcto» por dar un valor incondicional a lo no-egoísta… Él planteará un egoísmo bien entendido, entre otras cosas porque el susodicho no-egoísmo es bastante egoísta.

Pero esto es lo que, pausadamente, iremos viendo en los siguientes capítulos.

Aurora fue escrito en 1880 y en los primeros meses de 1881; se publicó en julio de 1881. Tres años antes había salido la primera parte de Humano, demasiado humano; en diciembre de 1879, la última, El caminante y su sombra. En 1882 Nietzsche publicaría La gaya ciencia, pensada en principio como continuación de Aurora. Estas tres, cuatro o cinco obras conforman lo que se suele denominar –artificiosamente– el periodo medio de su producción. Mas ajustada es la calificación de obras del «espíritu libre», pues en ellas trata de poner por obra la figura humana así bautizada.

Humano, demasiado humano, Más allá del bien y del mal, De la genealogía de la moral, Crepúsculo de los ídolos, El Anticristo son los títulos propiamente nietzscheanos, los «duros»; El nacimiento de la tragedia, Así habló Zaratustra, una manera de escapar de tales títulos: escapar, sin llegar a ningún sitio. Aurora y, quizás, La gaya ciencia son las obras más alegres, la recuperación del «interés» tras la condena y el sufrimiento de una vida enferma.

La gaya ciencia es frecuentemente visitada o, al menos, citada. De Aurora se oye poco, chirría como título nietzscheano, se diría más bien un nombre cursi de promesas imposibles. Y, sin embargo, es el comienzo del Nietzsche definitivo, el laboratorio de las ideas, donde Nietzsche practica «la exploración genuina», en un tono mucho menos dogmático y esencialista que en sus últimas obras. Como él dirá, exagerando un poco, solo un poco: «Este libro afirmativo no derrama su luz, su amor, su ternura más que sobre las cosas malvadas, les restituye “el alma”, la buena conciencia, el alto derecho y privilegio de existir». «No se ataca a la moral, sencillamente no entra ya en consideración…»

Él vio en esta pareja de obras el comentario –¡comentario escrito antes que el texto!– al Zaratustra, que publicaría entre 1883 y 1885. ¡No son, por lo tanto, escritos de una fase anterior, siquiera sea un preludio; son obras extrañamente posteriores, siempre que supongamos que el comentario algo tiene de subsiguiente! — Hay aquí una lógica enrevesada –la que Nietzsche apunta– que deberíamos respetar.

Podemos decir, entonces, que Aurora, La gaya ciencia y Así habló Zaratustra provienen de una matriz común. ¡Veamos cuál!

***
Si quieres la paz, no hables con tus amigos; habla con tus enemigos.  

Moshe Dayan  



Fuente: Wikipedia
Mapa de los conflictos armados en curso (número de muertes violentas en el año actual o anterior):      Guerras mayores (10 000 o más). Palestina, Ucrania, Sudán, Etiopía, Myanmar (Birmania).      Guerras menores (1 000–9 999).      Conflictos (100–999).     Escaramuzas y enfrentamientos (1–99).

viernes, 17 de enero de 2025

MATERIAL GIRLS, Kathleen Stock

Editorial
Traducción: Irene Jové
La generosidad de Jaime Aspiunza, doctor en filosofía y traductor de Nietzsche, me ha permitido publicar aquí este trabajo que, por actualidad e importancia, merece ser leído con detenimiento. Espero que os resulte tan interesante como a mí.

Curioseando en la doctrina woke, me encontré el libro de Kathleen Stock, Material Girls, o de la importancia de la realidad para el feminismo. El libro, magnífico, es un esmerado análisis y desmontaje del supuesto feminismo de la teoría de la identidad de género, la defensa a ultranza de lo transgénero aun en detrimento de la consideración y respeto del sexo, es decir, la ideología que está detrás de la llamada Ley Trans (Ley 4/2023, 28 de febrero, publicada en el BOE del 1 de marzo de 2023).

Lo que sigue es un extracto pergeñado para una charla pronunciada ante jóvenes de entre 16 y 18 años. Como todos los ciudadanos, los jóvenes de esa edad se ven sometidos a una propaganda maniquea, con la diferencia, no obstante, de que a veces está incluida en los propios programas de algunas asignaturas, con lo que se les quiere hacer creer que es cuestión de conocimiento, cuando –como espero se vea– no pasa de ser filosofía de baratillo.

Kathleen Stock ha sido Profesora de Filosofía en la Universidad de Sussex hasta octubre de 2021, cuando ella misma abandonó el puesto tras una furiosa campaña de persecución por parte de un grupo organizado de estudiantes, un sindicato universitario y una buena parte de sus colegas que, por supuesto –no disponen de más argumentario–, la acusaban de tránsfoba.

Creo que ella permite distinguir muy bien lo que sería el rechazo de las personas trans, que para nada defiende, y el rechazo de un discurso disparatado que se arroga –falsamente– la exclusiva defensa de los intereses de la comunidad trans.


Voy a hablar de género, en particular de la llamada identidad de género.

La tesis, el argumento que defiendo: Las personas trans merecen vivir sin miedo, merecen leyes y políticas que las protejan adecuadamente de la discriminación y la violencia. Pero las leyes y las políticas basadas en la identidad de género no son el camino correcto.


Cuatro axiomas del activismo trans:

«1. Tú y yo, y todo el mundo, tenemos un estado interior de gran importancia llamado identidad de género.

«2. Para algunas personas, la identidad de género interior no coincide con el sexo biológico –masculino o femenino– que los médicos les asignaron al nacer. Son las personas trans.

«3. La identidad de género, y no el sexo biológico, es lo que te hace ser hombre o mujer (o ninguno de los dos).

«4. La existencia de personas trans nos genera una obligación moral a todos: la de reconocer y proteger legalmente la identidad de género y no el sexo biológico.»


Estos axiomas o principios no son fruto de la observación o la investigación, son creencias, ocurrencias y hasta disparates.

Muchas personas trans asumen que la existencia y el reconocimiento de sus derechos políticos y legales dependen de que la teoría de la identidad de género se dé por buena, y eso es lo que voy a demostrar que es una equivocación, que es falso y perjudicial.

La imposición de la teoría de la identidad de género en nuestras leyes está causando un daño material a muchas personas, incluidas personas trans.

La teoría de la identidad de género no solo afirma que la identidad de género existe, es fundamental y debe ser protegida legal y políticamente. También dice que el sexo biológico es irrelevante y no necesita esa protección legal. Que la identidad de género –en una supuesta lucha– debe imponerse al sexo biológico.


¿Por qué habría que elegir entre sexo e identidad de género?


Veamos primero qué es el sexo, los sexos:

¿Cómo distinguimos los sexos?: más allá de algunos criterios médicos o biológicos (cromosomas, gametos), la manera como entendemos en general los conceptos de «macho» y «hembra» se puede explicitar del siguiente modo.

«Macho» y «hembra» remiten a un conjunto relativamente estable de características morfológicas a las que se suman los mecanismos subyacentes que producen esas características. — Ahora bien, para dejar lugar a la innegable diversidad genética y morfológica existentes, lo fundamental es que ninguna característica concreta del conjunto, ni ningún mecanismo subyacente, se considera esencial para la pertenencia de un individuo a la especie. Basta con que haya suficientes.

La mayoría de la gente tendrá todas las características…, pero ¡no todos, sin que por eso sea nadie menos macho o menos hembra!

No es que los rasgos observables constituyan el sexo, pero sí es cierto que se suele hacer hincapié en ellos.


J. Butler –se le suele atribuir– postula la «construcción social del sexo»: lo que significa que
1) no hay una división natural del sexo
2) «macho» y «hembra» no son más que una codificación social contingente y arbitraria.

La proposición 1 es antiintuitiva, es decir, miramos y vemos diferencias sexuales; dicha proposición no proviene, por tanto, de la observación. (Los defensores del constructivismo suelen responder que nuestra mirada no es inocente, que está ya pervertida del insoslayable y constrictivo discurso social: la nuestra. La suya…, la suya ¡no logra desengancharse!... del insoslayable y constrictivo discurso social.)

La proposición 1 proviene de un par de ideas «filosóficas» sacadas de quicio, exageradas, pero insostenibles:
a) que el lenguaje no refleja lo existente, no se refiere a una realidad previa, sino que “produce” o “construye” la realidad. — Es cierto que la realidad simbólica –lo social, lo político– está en buena medida elaborada mediante el lenguaje, pero si algo es referente ineludible del lenguaje lo es el cuerpo, y los cuerpos humanos son sexuados. Si no fuera así, no existiría, por ej., la medicina;
b) que cualquier teoría binaria de los sexos ha de ser inevitablemente “normativa” y, por lo tanto, “excluyente”. — Los conceptos de «macho» y «hembra» que he propuesto arriba no contienen normas; que haya habido, y siga habiéndola, exclusión no tiene que ver con los conceptos que dan cuenta de la diversidad hallada en la naturaleza, sino con el mal uso, prejuicioso que de ellos se haga.

Así, dicha «construcción social del sexo» es un poco simplista y conspiranoica, adolescente. — Por el éxito que tiene, sin embargo, debe de ser también muy seductora, como si nos trajera a la luz una «verdad profunda».


El modelo binario no implica determinismo biológico, como tantas veces se le atribuye; así pues, para no caer en el determinismo biológico, no hace falta prescindir del modelo binario.


En definitiva, hay una división natural de sexos en machos y hembras: más del 99% son lo uno o lo otro. De ahí que sea erróneo –y tramposo– decir que el sexo se «asigna» — el sexo se percibe, se reconoce en el recién nacido.

Solo 1,8 de cada 10.000 son intersexuales; solo 1,2 de cada 100.000 son hermafroditas.


Y es que el sexo tiene importancia, una importancia fundamental: en primer lugar, porque sin sexo el ser humano habría desaparecido, ni siquiera existiría; en segundo –no me puedo extender aquí–, por su relevancia en la medicina, en el deporte, en la orientación sexual y en los efectos sociales de la heterosexualidad.




Veamos ahora qué es la identidad de género.1

La noción apareció en los años sesenta (J. Money, R. Stoller). Hoy en día se entiende que es lo que nos hace ser hombre o mujer; si coincide con el sexo, cis-; si no, trans-género. En la legislación ha llegado a sustituir al sexo, por medio de la simple declaración de dicha identidad.

Tener una identidad de género que no se corresponde con el sexo, es algo que la sociedad –se dice– debería respetar. Y estamos de acuerdo. — Cosa distinta son algunas de las consecuencias que de dicho respeto se deducen.

La identidad de género –se nos dice– es la vivencia interna, psicológica de una identidad masculina o femenina. Como apuntaba al principio, se supone que todos tenemos esa identidad.

La forma más elemental de entenderlo suele ser considerar que es algo innato, una parte estable y persistente del yo, que determina quién soy “realmente”; una especie de núcleo, de esencia. Vendría temprano a la conciencia (para los dos, tres o cuatro años), del mismo modo que descubrimos de niños si tenemos pito o rajita.

Tomado al pie de la letra, este modelo parece justificar la creciente importancia jurídica y política de la identidad de género. Y, como además es algo que solo uno mismo puede conocer, requeriría un enfoque “afirmativo” por parte de los profesionales, es decir, que se preste atención a quienes dicen tener una identidad de género desajustada.



¿Es verdaderamente innata? ¿Está la identidad de género en el cerebro, como se sugiere? ¿Es un hecho innato, permanente y estructural del cerebro? — Parece bastante dudoso.

Por de pronto, las personas que no son trans no tienen ni idea de lo que sea identidad de género: saben cuál es su sexo, y no porque tengan una conciencia especial dedicada al sexo, sino porque llevan viéndolo y viviéndolo desde niños.

Solo cuando hay discrepancia, cuando uno sufre a causa de ella, parece que tenemos necesidad de hablar de la identidad de género. — Ni siquiera siempre: hay muchas personas no trans que están descontentas con su sexo, y no por eso se convierten en trans, es decir, sienten ser de otro sexo.

Tal vez solo pueda haber identidades de género desajustadas en relación con el sexo, y no ajustadas. De donde se deduce que la identidad de género no puede ser algo estructural, algo dado en el cerebro, o en el cuerpo humano. — Del mismo modo que no tiene sentido pensar que hay una conciencia específica de nuestra tendencia política, o de nuestros gustos, etc.



Que la identidad de género esté influida por la biología –hay diferencias entre los cerebros masculinos y los femeninos–, no significa que sea innata, es decir, que esté «programada» en una parte del cerebro. Y, desde luego, que haya un acceso directo de la conciencia a dicho programa, es aún más impensable.



Otro modelo de la identidad de género es el de la teoría queer, muy citada y muy afamada. Se suele remitir a Butler, lo que es muy poco plausible: ¡que Butler hable de desajuste entre sexo y género!

La teoría queer es más una propuesta política que otra cosa, de donde se deriva su problema principal: en su intención de rarificar la situación, de hacer saltar por lo aires las estructuras sociales — olvida la importancia de lo psicológico, de lo personal. Como dice Jay Prosser, un profesor trans inglés: «y si hay transexuales que lo único que buscan no es ser “performativos” [es decir, actores o activistas políticos], sino simple y llanamente ser».

Otro de su motivos es la difuminación y multiplicación de identidades –desde no binario hasta las 58 que propone Facebook, pasando por «semifluido» y «pangénero»–; la cosa es curiosa, si se quiere, pero tiene límites muy serios. No porque nos inventemos una palabra sabemos cuál es su referente real. Al alejarnos de lo que conocemos de verdad –macho o hembra, hombre o mujer– se pierde el sentido.



La teoría de la identidad de género, al prescindir de la biología y de la psicología, postulando una mítica identidad prescrita antes del nacimiento, es incapaz de explicar cómo se llega a estar en discrepancia con el propio sexo hasta el punto de desear cambiarlo o de sentirse más cercano al otro.

No puedo extenderme. Baste con señalar algo obvio: no hay identidad dada sino un proceso activo de identificación con el propio sexo o con el otro. Y esa identificación se da tanto de manera consciente como inconsciente. Por eso, vamos con el tiempo descubriendo cómo nos sentimos en relación al propio cuerpo.

El psiquiatra Az Hakeem describe en su libro Trans, p. 52, cómo observa en los clientes que desarrollan identidades de género desajustadas una trayectoria característica que va desde
[1] “un primer signo o síntoma de que algo no va bien” y un “cambio de humor” hasta un
[2] “periodo de búsqueda de significado tras la experiencia de cambio en el yo” y, finalmente, un
[3] “cambio experimentado en el yo atribuido a la identidad de género”. A esto le sigue una
[4a] “creciente preocupación por la identidad de género”, una
[b] “atribución retrospectiva del género como causa de los problemas en la vida” y una
[c] “mayor conciencia del género en la vida cotidiana en relación con uno mismo y con los demás”.


La identificación puede ser disfuncional, pero también puede ser una gran fuente de valor y significado.

Esta manera de entender la identidad de género permite atender la infinidad de casos diferentes que se encuentran. Una identidad de género desajustada no es necesariamente algo contra lo que haya que luchar. Son muchos los aspectos negativos de nuestra vida que, asumidos, le dan su riqueza y particularidad.

Por eso, frente a la propaganda del activismo, que desea ver disforia de género por todas partes, una de las críticas principales que se debe hacer es la absoluta irresponsabilidad, perniciosa y aun perversa, de quienes en los niños que juegan con juguetes asociados al otro sexo o llevan su ropa ven un síntoma indiscutible de identidad trans. — En los niños, más aún en el caso de los infantes, que están formando sus conceptos básicos, no hay conciencia de lo que es ropa de niño o de niña, y menos de lo que es ser niño o niña.

Lo mismo se puede decir de los problemas de la pubertad o la adolescencia: las dudas, los conflictos con la propia sexualidad no necesariamente implican disforia de género. Y también de otros problemas de salud mental.

Más razonable parece esperar: Si un niño se siente atraído por el mismo sexo, en la adolescencia la confusión puede crecer y es probable que su imagen de sí mismo se tambalee ante la presión de la familia, los amigos y la sociedad en general. Cuando hay tanto en juego, lo mejor es “estar a la espera” para ver si las cosas siguen igual o cambian. La intensa identificación inicial con un ideal de sexo opuesto o andrógino puede transformarse en muchos casos en otra cosa.



¿Qué es ser mujer?

La cuestión de si las mujeres trans se pueden considerar mujeres en sentido estricto se ha vuelto muy tóxica. — La respuesta negativa se toma «como un intento de “borrar” a las personas trans», ignorando que lo único que se pregunta es cómo clasificarlas.

Eso por un lado. Por el otro, resulta que si vence el activismo trans, es la mujer la que resulta borrada.

De ahí la importancia de saber qué es ser mujer. Dicho de otro modo, cuáles son los conceptos públicos de mujer y de hombre.


Un concepto no es el fruto de una decisión arbitraria tomada por un comité de poderosos, pero tampoco depende de la opinión de uno. No nos preguntamos por lo que deberían ser la feminidad y la masculinidad, sino por lo que son. — ¿Qué se entiende por ser mujer?

Lo que voy a hacer es analizar un concepto. — Los conceptos son herramientas cognitivas que, cuando funcionan bien, nos ayudan a gestionar el mundo en el que vivimos de manera más efectiva, a percibir diferentes tipos de cosas y hacer distinciones entre ellas, en relación con los intereses que podamos tener.

Hay conceptos de cosas en sentido estricto, y decimos que poseemos el concepto cuando somos capaces de identificar esa cosa de manera fiable: setas comestibles y venenosas, hambre o ansiedad, etc. También hay conceptos de cosas no perceptibles –bondad, democracia, amistad, la propia identidad de género, etc.–; en este caso, una prueba de que se manejan dichos conceptos es hablar con coherencia de ellas en diversos contextos, empleando palabras específicas referidas a dicha cosa que los demás puedan reconocer. — Lo que se intenta hacer en una clase de filosofía.

Los conceptos los creamos en respuesta a los intereses humanos, eso es cierto; por eso no tenemos conceptos para referirnos, por ej., a las cosas que duran más de tres años: ¿para qué? Pero el que respondan a intereses humanos no significa que los conceptos no seleccionen también divisiones reales ya existentes en el mundo. Los conceptos, cuando funcionan bien, seleccionan lo que ya existe.

Insisto, los conceptos seleccionan, no crean las cosas, como pretende el constructivismo.

A veces resulta que un concepto no funciona bien. En los casos más extremos, se descubre que un concepto no se refiere a nada real. Por ej., la supuesta noción biológica de Raza: ¡eso no existe!, luego no deberían sacarse conclusiones a partir de ella.

Así pues, el análisis conceptual –característico del pensamiento filosófico– implica prestar atención tanto a los conceptos y el lenguaje como a la naturaleza de las cosas.



El concepto de «mujer»

La teoría de la identidad de género nos dice que lo que nos define como hombre o mujer no es el sexo, sino la identidad de género. Se están proponiendo ahí interpretaciones radicalmente modificadas de los conceptos ya existentes de mujer y de hombre.

Desde siempre, estos conceptos se han entendido de la siguiente manera:
‘mujer: hembra humana adulta’; ‘hombre: macho humano adulto’;
ahora, ‘mujer: ser humano adulto con identidad de género femenina (le hayan “asignado” el sexo hombre o mujer)’; ‘hombre: ser humano adulto con identidad de género masculina (le hayan “asignado” el sexo hombre o mujer)’».
Y se pretende dejar de lado, olvidar los conceptos tradicionales.

Aun cuando tengamos en cuenta el interés de la identidad de género, no se pueden definir mujer y hombre en términos de la identidad de género. — ¿Por qué?

Hay una mitad de la población, la de sexo femenino, a la que le suceden cosas particulares justamente por su sexo –desde tener hijos a ser discriminadas en el trabajo–, y hace falta un concepto con que referirnos a ese grupo, que es el tradicional de mujer. Y esto es especialmente cierto cuando los objetivos son feministas. — De ahí el que el feminismo de la identidad de género no se ocupe ya de la mujer.

Hay otros conceptos que se basan en el de mujer, como son los relativos a las diversas edades de la mujer: niña, abuela, etc.

Aún más importante es que dichos conceptos se refieren a seres que, la mayoría de las veces, pueden identificarse como tales por medio de la percepción. — Los conceptos basados en la identidad de género niegan la validez de la percepción, borran la realidad en uno de sus aspectos esenciales y primarios.

Está demostrado que hay una estrecha relación entre la percepción y la adquisición de algunos conceptos. mujer y hombre se adquieren normalmente en parte a través de la vista y el oído. La mayoría de los niños adquieren una idea de cómo usar estos conceptos cuando se les señalan mujeres y hombres por la calle, en casa o en libros ilustrados. — Es imposible extirpar ese conocimiento y esa experiencia del alma humana. Negarlos solo provoca confusión.

De hecho, aunque la identidad de género quiera ser un estado psicológico interno que no tiene correlación directa con la apariencia externa, lo cierto es que si hay identidad de género femenina o masculina es porque previamente ya sabemos lo que es ser hombre o mujer. — En realidad, hace trampa la teoría ya que la identidad de género remite inevitablemente al sexo, por más que pretenda negarlo.


Suelen decir los activistas trans que las personas cis deben ser “más amables”, y “renunciar” a los conceptos de mujer y hombre (como si los demás nos aferráramos a estas palabras por rencor, para hacerles daño). — No hay nada de eso: es que ¡son necesarias!

K. Stock propone añadir a nuestro vocabulario colectivo otros conceptos que representen al “humano adulto con identidad de género femenina” y al “humano adulto con identidad de género masculina”; esos conceptos no serían excluyentes, sino que clasificarían a las personas en categorías cruzadas. Las mujeres podrían ser humanos adultos con identidades de género masculino, y los hombres podrían ser humanos adultos con identidades de género femenino. Cada uno de nosotros puede clasificarse en varias categorías a la vez.

De lo que no se puede prescindir es de los conceptos tradicionales de mujer y hombre. — Además, la propuesta trans implica un fuerte desprecio de las mujeres, ya que en ella ¡resultan ser más importantes unos machos con identidad de género femenina que las mujeres!



En resumen: pretender que existe en nuestros cuerpos o en nuestras mentes algo así como la identidad de género y que por obra y gracia de tal elemento básico el sexo dejaría de tener relevancia es un sinsentido, puesto que la dichosa identidad de género –fruto de un proceso conflictivo de identificación, esto es, de formación de dicha identidad– solo surge en discrepancia con el sexo. Así pues, identidad de género o identidad sexual y sexo están por definición vinculados.

Se encuadra, eso sí, dentro de esa delirante tendencia de la época a despreciar el cuerpo en cuanto sustrato imprescindible de nuestro ser humanos, versión informacional o digital del antiguo gnosticismo: ese creer que somos fundamentalmente mente y que por ello podríamos en cualquier momento prescindir de ese soporte material tan imperfecto que son nuestros cuerpos.

Les guste o no, una cosa está clara: somos –los humanos– cuerpo, cuerpo animado, espirituoso o psicofísico, pero siempre cuerpo. Y si algún día dejamos de serlo, dejaremos de ser humanos. En cualquier caso, las fantasías al respecto, por mucho que vendan, no pasan de ser fantasías, fantasmagorías, falsas ilusiones, embustes. Y no hay que confundir el rigor intelectual con el marketing y la propaganda.

Las peligrosas consecuencias de todo este juego de poder: como mínimo, bajo la pretensión de proteger a personas, muy poquitas, terriblemente perseguidas, provocar confusión en muchas, en particular entre los más jóvenes. Más graves, ciertamente, la ignorancia e irresponsabilidad con que se ha estado invitando a que se resuelva cualquier conflicto aparente o real supuestamente ligado a la identidad sexual por medio de la transición al otro sexo; en última instancia, la contaminación o, mejor, perversión del ideario feminista al derivar el sujeto de sus reivindicaciones de la mujer en sentido estricto a la persona trans con identidad de mujer, esto es, al hombre con identidad de mujer.



Kathleen Stock, Material Girls. Por qué la realidad es importante para el feminismo, trad. de Irene Jové, Shackleton Books, 2022

1 Ley trans: «identidad sexual»: ‘Vivencia interna e individual del sexo tal y como cada persona la siente y autodefine’ (art. 3).

***


Me congratulo del anuncio de tregua en Palestina.

martes, 18 de junio de 2024

NIETZSCHE DESCOMPLICADO, 15

#Nietzschedescomplicado (conversaciones con Jaime Aspiunza).


Existe entre algunos grupos, —ciertamente minoritarios, pero peligrosos— la convicción de que Nietzsche es algo así como el padre de la ideología nazi. Desde luego, no encontraremos nunca en un manual medianamente serio ninguna alusión al tema, pero explícanos, por favor, para que quede claro el asunto, por qué Nietzsche no es un nazi ni nada que se le parezca.

En primer lugar, aunque esto parecerá a algunos una fruslería, porque –muy repetidas veces– echa pestes del nacionalismo y del socialismo, y «nazi», recuerdo, es abreviatura de «nacionalsocialista».

Yendo al meollo, si Nietzsche abomina de algo es justamente de esos colectivismos o gregarismos que encarnan el instinto de rebaño. Es ese instinto el que nos ha llevado al nihilismo reactivo en que habitamos, el que ha enfermado al ser humano, poniéndolo al borde del abismo, asqueado y aburrido de sí mismo.

Ayer escuché dos respuestas distintas al padecimiento del cáncer: «no me ha enseñado nada», «me ha llevado a no creer en nada»; la primera es la conclusión sana de quien está vivo; la segunda, muy de la época, es, sin embargo, la insana interpretación de un nihilista, de quien, antes creyente en no se sabe qué, descubre por fin que la vida (humana) era esto. No olvidemos que uno de los tópicos supuestamente sabios de nuestro tiempo –y tópico implica gregario– relativos al cáncer, aparte del de «luchar contra él», es el de aprender algo. No dudo de que se pueda, aunque tampoco es obligado hacerlo. Ahora bien, aprender a descreer, significa conservar una fe incólume en la nada, más que en la vida (humana). Haber luchado tanto para esto…



Es, no obstante, innegable que el nacionalsocialismo utilizó a Nietzsche como pensador y profeta suyo. No sucedió esto por casualidad sino por causa de que Nietzsche, más o menos desde que perdió la razón, en 1889, se había convertido en una figura de referencia excepcional, en una figura de culto, imposible hoy de imaginar en el caso de alguien a quien consideramos filósofo. La historia es larga y complicada. Intentaré esquematizarla.

Entre 1890 y 1945, en que, con la derrota del nazismo, que había usufructuado su fama, Nietzsche pasa a ser persona non grata, el filósofo fue tenido por profeta, fundador de una religión, héroe y hereje, revolucionario, etc., figura, en cualquier caso, ante la que había que tomar posición.

El culto a su persona y a su pensamiento, o a algunas de las ideas más conocidas de este, provenía de lados muy diversos y hasta antagónicos. El carácter aforístico de su obra, en apariencia abierta a interpretaciones multiformes y heterogéneas, propició ese interés tan variopinto. La juventud culta de clase media, las vanguardias de los años noventa eran en principio las más afines, pero también tuvo seguidores en el psicoanálisis, y en el nuevo siglo, en el expresionismo, entre músicos (R. Strauss, G. Mahler), escritores (H. von Hofmannsthal, los hermanos Mann, A. Döblin o R.Musil) y hasta en el feminismo (L. Braun o H. StöckerH. Stöcker), los judíos en general y el sionismo (C. Seligman, M. Buber, F. Rosenzweig; Th.Herzl, M. Nordau).

Ya en los años ochenta –Nietzsche da cuenta de ello en sus escritos– ciertos círculos racistas y nacionalistas se declaraban seguidores de él. La noción nietzscheana del «superhombre», del que nada sabían, junto con el extracto darwiniano de la supervivencia de los mejor adaptados, de los más fuertes, los combinaban en el delirio de la crianza de una raza superior. Que Nietzsche maldijera una y otra vez, y aún otra más el racismo, el nacionalismo, el antisemitismo, toda clase de colectivismo o gregarismo, que modificara la lectura que Darwin hacía del evolucionismo justamente con su concepción del Übermensch, que no tiene por qué entenderse en alemán como superhombre, ni, en consecuencia, traducirse así, todo eso, a los adictos a un culto les trae sin cuidado.

Fueron E. Bertram y L. Klages quienes proporcionaron ideas más elaboradas, discursos mucho más trabados que configuraron los orígenes místicos del nacionalsocialismo. El primero hizo de Nietzsche un mito, profeta germánico, leyenda nacional de la nueva derecha alemana; el segundo le endilgó un vitalismo antirracionalista que era el suyo.

Eso, en los años diez y veinte. Luego, A. Bäumler, filósofo nazi, en su libro sobre Nietzsche, a quien considera en esencia un pensador político, acentuó la importancia de la voluntad de poder, entendida en el sentido más trivial, que no es el adecuado, mientras rechazaba el eterno retorno, expediente de decisión práctica, que le resultaba demasiado meditativo y suave, demasiado estoico para lo que pretendía justificar.

Para A. Rosenberg, otro de los pensadores nazis, Nietzsche era un revolucionario cuyas ideas solo podrían ser comprendidas en el mundo nazi. Coincidían, el filósofo y los nazis, en rechazar la sociedad burguesa, el liberalismo, el socialismo, la democracia, el igualitarismo, la moral cristiana y el racionalismo, pensaban ellos. Coincidían en lo que rechazaban; deducían de ahí que también sería nietzscheano lo que ellos afirmaban. — Así sigue habiendo grupos neonazis que se reclaman seguidores de Nietzsche. Hace no muchos años se presentaron un grupo de radicales de extrema derecha en un congreso de la Sociedad Española de Estudios sobre Nietzsche, esperando encontrar entre los estudiosos sus almas gemelas.

Entre los nazis, sin embargo, hubo gente suficientemente informada que sabía muy bien que Nietzsche no tenía nada que ver con ellos. E.Krieck, importante ideólogo del régimen «observó sarcásticamente que si se pasaba por alto que Nietzsche no era ni socialista ni nacionalista, y que además era enemigo de todas las teorías racistas, en ese caso, sí, el filósofo podría haber sido un teórico
eminente del nacionalsocialismo.» (Véase K. Gauger, «El culto a Nietzsche en Alemania», Estudios Nietzsche, nº 7.)


Nietzsche no mata a Dios, Nietzsche no desmonta la moral cristiana, Nietzsche no desacredita el conocimiento; él simplemente expone lo que está sucediendo, y hace una crítica de la metafísica –de los discursos dados por válidos– que está impidiendo que todo eso se vea. Por ello repiensa lo que sea el lenguaje, la naturaleza del ser humano y el sentido de la cultura, fundamentalmente a través de la rectificación y la reintegración de las polaridades que el lenguaje falsamente ha introducido en el mundo: cuerpo / alma, naturaleza / cultura, sujeto / acción, hecho / interpretación, literal / metafórico, verdad / error, bueno / malo, moral / inmoral, etc., etc. — Qué tenga eso que ver con la barbarie programada del nazismo es algo que a uno difícilmente se le alcanza.


Aquí dejamos, de momento, la descomplicación de Nietzsche. 

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martes, 11 de junio de 2024

NIETZSCHE DESCOMPLICADO, 14

#Nietzschedescomplicado#Nietzschedescomplicado (conversaciones con Jaime Aspiunza).


Querido Jesús, me preguntabas el otro día qué leer de Nietzsche, por dónde comenzar, si es que había alguna vía adecuada de acceso al «complicado –por no decir maldito– Nietzsche».

Libros de una pieza son El nacimiento de la tragedia y Así habló Zaratustra, y eso lleva a que –junto con otras razones– se piense que han de ser lo primero que leer. Así habló Zaratustra sería una buena lectura desde un punto de vista literario, es lo más poético que Nietzsche haya escrito; ahora que leérselo a los niños antes de dormir, tampoco sé si es una buena opción… Eso sí, entender el pensamiento de Nietzsche con el Zaratustra es difícil, muy difícil. Nietzsche no es el fundador de una religión.

El nacimiento de la tragedia es la primera obra que Nietzsche publicó, y por ello, desde un punto de vista cronológico, hay quien la elige para comenzar. Sin embargo, es una obra compleja, densa, con muchas referencias ocultas…, que en la edición de Alianza, la más famosa, se enrarece aún más por el sesgo de las notas que la acompañan, que de Nietzsche hacen un epígono de Schopenhauer. En cualquier caso, no me parece demasiado recomendable para iniciarse en la lectura de Nietzsche.

Es curioso, pero los demás libros, no de una pieza, sino de muchos aforismos, pensamientos sueltos o breves ensayos (dejando de lado De la genealogía de la moral) no parecen considerarse puertas francas al conocimiento del filósofo. Seguimos necesitando cierta unidad. ¿Cómo voy a ser yo, lego en la materia, capaz de dotar de unidad a un conjunto dizque disjunto de ocurrencias a veces estrambóticas, otras chocantes, siempre paradójicas o insustanciales…? Así que nos vamos al libro «de verdad».

Hay un texto de 1873, un texto breve y sencillo, muy pedagógico y a la vez personal en que Nietzsche nos ofrece su visión de los comienzos de la filosofía en la Grecia antigua, la de los filósofos preplatónicos; con Platón la cosa cambia. Se trata de La filosofía en la época trágica de los griegos, proyecto inacabado del que nos han quedado las secciones dedicadas a Tales, Anaximandro, Heráclito, Parménides y Anaxágoras, unas 75 páginas en la edición alemana de bolsillo. (Hay traducción de L. E. deSantiago Guervós en Tecnos.) Es un texto claro en que Nietzsche presenta el pensamiento «como captación intuitiva de lo sensible previa a su elaboración racional y discursiva», nos explica D.Sánchez Meca en la introducción del vol. I de las Obras Completas. Dicho de otra manera, Nietzsche intenta vincular vida y pensamiento, vida personal particular y pensamiento de quien tiene o lleva esa vida.


Todo ello de manera breve, no exhaustiva, limitándose a algunas ideas centrales y a algunos episodios vitales: «han sido seleccionadas las enseñanzas en las que resuenan todavía con gran fuerza los rasgos personales de un filósofo […] Se puede ofrecer la imagen de un hombre con la ayuda de tres anécdotas; de cada sistema trato de extraer tres anécdotas, y dejo de lado el resto», que solo servirían para aburrir, explica Nietzsche en su introducción.

La personalidad el filósofo es «el aspecto eternamente irrefutable»: tal es la premisa de esta breve historia de algunos pensadores preplatónicos. Como es de imaginar, dados estos presupuestos, el autor de la historia –Nietzsche– se inmiscuye en ella –nos la cuenta personalmente–, y descubrimos que Heráclito es su principal inspiración, su mentor cimero. — Pero no voy a destripar la película, digo: el delicioso librito sobre los comienzos de la filosofía, que resuenan aún en nuestros cuerpos.

Otro texto inacabado del mismo año, Sobre verdad y mentira en sentidoextramoral, poco más de veinte páginas, nos dan una buena idea de cómo entiende Nietzsche ya en esos años jóvenes –no tenía aún treinta– el ser humano, el conocimiento, el lenguaje y la verdad, por citar algunos de los asuntos centrales de su pensamiento. Exige una lectura cuidadosa, liberada de prejuicios, consciente de la carga retórica del texto, pero es un comprimido ideal del núcleo de su filosofía. 

Para contribuir a su mejor lectura, advierto que Nietzsche no dice que no exista la verdad, sino solo cierta concepción de la verdad, de la que ya hablábamos en entregas anteriores de esta serie, la que podría llamarse «verdad metafísica». Queda una verdad más humana, que va variando, que no es absoluta, y que, en cualquier caso, no vence a la negativa a aceptarla, porque más allá –o más acá– de la verdad está el poder, y es este en última instancia el que sanciona qué verdad vale y cuál no.

Tampoco dice que haya de volver el ser humano a la intuición y a la animalidad, que el lenguaje sobre y la ciencia sea inútil… No lo dice, aunque nos veamos tentados a deslizarnos por esa pendiente. No, no es Nietzsche un irracionalista. Intenta, frente a un racionalismo excluyente, triunfante en el ámbito del pensamiento, reintegrar nuestra animalidad, nuestra corporalidad a nuestra espiritualidad, enriqueciendo así la racionalidad.


Por último, puede ser interesante leer las páginas (unas sesenta) que el propio Nietzsche dedica a comentar sus obras en su «autobiografía» intelectual, Ecce Homo o cómo llega uno a ser lo que es (edición de M. Barrios Casares en Tecnos).




He de agradecer a Iñaki Marieta, buen conocedor de Nietzsche, a más de nietzscheano de siempre, las ideas de que aquí me he valido para ofrecer un camino real al pensamiento del filósofo sajón.

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martes, 4 de junio de 2024

NIETZSCHE DESCOMPLICADO, 13

#Nietzschedescomplicado (conversaciones con Jaime Aspiunza).

Con esta entrega llegamos al final del recorrido que hemos realizado de la mano del profesor Aspiunza por De la genealogía de la moral. Por cierto, si queréis disfrutar de sus explicaciones en vivo y en directo, o preguntarle cualquier cosa que consideréis pertinente sobre el tema, mañana, miércoles 5, a las 19:00, tendréis oportunidad de hacerlo en el local de la librería Zubieta

Hecho este inciso, vamos con Nietzsche.


Por último se plantea Nietzsche qué significan los ideales ascéticos para la ciencia. Podríamos presumir que al ocuparse –la ciencia– de la realidad, y no necesitar de virtudes negativas, ni de Dios ni más allá, nada tendrá que ver con el ideal ascético, sino que representará en cierto modo una fuerza contraria. Mas no, «allí donde sigue siendo pasión, amor, ardor, sufrimiento, no es lo contrario del ideal ascético sino, más bien, la forma más reciente y noble de este.» Esto, en el caso de los «honestos trabajadores» de la ciencia, cuyo trabajo Nietzsche celebra…, solo que eso «no demuestra en modo alguno que la ciencia en su conjunto tenga la meta, la voluntad, el ideal, la pasión de una gran fe». Por lo demás, «es [también] un escondrijo para toda clase de mal humor, […] mala conciencia, — es el desasosiego propio de la carencia de un ideal, el sufrimiento por la falta del gran amor, lo insatisfactorio de una sobriedad involuntaria

¿Qué pasa con los héroes, llamémoslos así, del conocimiento: «esos espíritus duros, severos, austeros, […] que constituyen la honra de nuestra época, todos esos ateos, anticristianos, inmoralistas, nihilistas, esos escépticos, efécticos, hécticos [inquietos, impacientes] de espíritu […], esos últimos idealistas del conocimiento, los únicos en que hoy en día habita y se ha encarnado la conciencia intelectual»? Por más que crean haberlo superado, también el ideal ascético es el suyo…, pues todavía creen en la verdad. La voluntad de verdad, dirá en la conclusión, es el núcleo del ideal ascético.

«Creer en la verdad»: ¿cuál es el problema: el creer o la verdad?

Creer es irrenunciable: cada uno es el que es y hace lo que hace sobre la base de creencias difícilmente explicitables, creencias que constituyen nuestra posición, nuestro estar siendo en el mundo, nuestro punto de vista, o perspectiva, que dirá Nietzsche. Por eso critica el cinismo –la incredulidad– de los comediantes del ideal: «¡Todo mi respeto más profundo para el ideal ascético siempre que sea honesto, mientras crea en sí mismo y no esté haciéndonos una farsa! Lo que no me gustan son esas chinches coquetas, cuya ambición de oler a infinito es insaciable hasta tal punto que el infinito acaba oliendo a chinches; no me gustan los sepulcros blanqueados que hacen la comedia de vivir; no me gustan los cansados y los agotados que se envuelven en sabiduría y miran “objetivamente”; […] tampoco me gustan esos novísimos especuladores del idealismo, los antisemitas, que ponen ahora los ojos en blanco a la manera del hombre de bien‑cristiano‑ario e intentan excitar todos los elementos de animal cornudo que haya en el pueblo abusando del medio más barato de agitación, que es la afectación moral…»

La creencia, y la pasión que desata –sea honesta, sea fingida– son, pues, ingredientes insoslayables de la vida. Otra cosa va a ser «la» verdad. Tradicionalmente se ha entendido la verdad de manera absoluta: la verdad es una en cada cuestión, única, puntual, o «clara y distinta», como poetizaba Descartes la determinación del punto geométrico.

Eso, que puede seguir valiendo para cuestiones cuantitativas simples –¿cuánto mido, cuánto peso, etc.?–, ciertamente ya no es un acercamiento adecuado a la noción de verdad que Nietzsche propone. Aun cuando muchas veces se oiga o se lea por ahí lo contrario, Nietzsche no niega la noción de verdad: ¡la transforma, la amplifica…! ¡La explosiona y relativiza!

La verdad deja de ser una cuestión absoluta, puntual, única, para entenderse de manera relativa o, como a él le gusta decir, perspectiva o perspectivística. La verdad, que sigue refiriéndose a la realidad, es algo que se ve siempre desde un punto de vista particular, dicho sea en sentido fisiológico y en sentido psicológico o intelectual. La posición de mi cuerpo, de mi mirada, su sensibilidad, etc., influyen en lo que yo capto de lo que se me da; también, las nociones de que me valgo para describirlo y entenderlo, el marco conceptual, mi estado anímico…, mis creencias basales.

Por eso puede haber varias verdades acerca de algo, ¡siendo verdaderas! No es que no haya verdad en absoluto ni que cualquier cosa que se diga –a capricho– tenga derecho a ser considerada verdad, como tantas veces se oye por ahí. Esto sería no ya relativismo o perspectivismo sino un engendro muy retorcido al que, sí, aunque lo llamen «relativismo», habría que llamar relativismo absoluto (o absolutista), y que tiene más de absoluto (y de absolutista) que de relativismo, puesto que tanto en la tesis como en su pragmática efectiva pretenden ser sin parangón.

Nietzsche viene a caracterizar la verdad como plausibilidad, como verosimilitud; de ahí el que no cualquier cosa pueda ser verdad. La verdad ha dejado de ser puntual para abarcar toda una trama que se tiende entre quien mira y dice y lo que se está mirando e intentando decir; es una red de relaciones que se sustentan en conjunto.

«Mirado en estas circunstancias, fijándome en estos aspectos, creo que las cosas son así…» «Si cambian las circunstancias, si me atengo a otros aspectos igualmente relevantes o, dadas mis creencias, aun más significativos, entonces…» Obviamente, ha de darse un equilibrio trazable y reconocible entre los distintos elementos en consideración; mi(s) paranoia(s), es decir, mi fijación en una idea o en un orden de ideas no coadyuvan a la verdad, la desvirtúan, la imposibilitan; se cae ahí en la subjetividad de la pretendida verdad. Algo de subjetividad va a haber siempre; lo decisivo es cuánto. Cuantos más ojos, cuantos más afectos intervengan en la asimilación de un acontecer, tanto más rico será el concepto que podamos hacernos de él, tanto mayor será la objetividad. Por supuesto, una objetividad asimismo de grado. La tenida vulgarmente por «objetividad», la meramente cuantitativa, puede servir a otros efectos; no, desde luego, para decir –ella sola– la vida, que es de lo que –recordemos– está Nietzsche hablando.

La noción tradicional de verdad, la «clara y distinta», la única y absoluta responde al ansia humana de certezas, un «atavismo religioso», del que, a decir verdad, para vivir una vida plena y valiosa, no tenemos necesidad. Insisto: no tenemos necesidad de certezas acerca de las cuestiones últimas…, ni de las primeras. Se puede hallar un reposo, un hogar, habitar un lugar que sea el de las cosas cercanas, el de «la vida pequeña», en palabras de JÁ González Sainz. Tendrá cada uno que descubrirlo, que levantarlo, acomodarlo y aviarlo, pero es una opción que conviene con lo que Nietzsche apunta.

No se trata, por tanto, de que Nietzsche arremeta contra la ciencia, no. Señala tan solo que no basta con buscar la «objetividad» si esa objetividad comporta el absoluto que la verdad entendida en sentido tradicional (o metafísico) quería ser, un remedo profano del Dios cristiano. De hecho, en la ciencia de su época hay ya voces que advierten de algo semejante; valga de ejemplo la famosa –en su momento– amonestación del fisiólogo berlinés Emil Du Bois-Reymond ante médicos y naturalistas en la Asamblea correspondiente de 1972 en Leipzig: ignoramus et ignorabimus!, ¡no sabemos ni vamos [nunca] a saber!



En resumen, el ideal ascético le ha dado sentido al sufrimiento humano, lo que siempre es una ayuda, pero al mismo tiempo le ha traído un nuevo sufrimiento, «más hondo, más íntimo y venenoso, más corrosivo para la vida: poniendo todo sufrimiento en la perspectiva de la culpa…». Tenía un sentido, tenía culpa… Envenenaba su vida –odiándose su humanidad, sintiendo repugnancia por los sentidos, por la razón, miedo ante la felicidad y la belleza, ansioso por apartarse de todo lo aparente, lo cambiante, el devenir, el deseo, la propia ansia…– pero salvaba la voluntad, aunque fuera voluntad contraria a la vida, voluntad de nada: «el hombre prefiere querer la nada a no querer…».

Así acaba De la genealogía de la moral. Con ese funesto toque de atención.



Si bien harán falta décadas o siglos o…, múltiples experimentos, catástrofes: «Tenemos que volver a convertirnos en buenos vecinos de las cosas más cercanas y dejar de apartar la mirada de ellas tan despectivamente como hasta ahora, hacia las nubes y los monstruos nocturnos. En bosques y cavernas, en zonas pantanosas y bajo cielos cubiertos — allí el hombre ha habitado durante mucho tiempo como sobre grados de cultura de milenios enteros y ha vivido míseramente. Allí ha aprendido a despreciar el presente, la vecindad, la vida y a sí mismo — y nosotros, habitantes de tierras más luminosas de la naturaleza y del espíritu, recibimos aún en nuestra sangre, por herencia, algo de este veneno del desprecio hacia lo más cercano.»

¡Tenemos que volver a convertirnos en buenos vecinos de las cosas más cercanas…! 

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