Acabo de ver la película de Tarantino y debo reconocer que me ha impactado. No por sus conocimientos/homenajes/alusiones a otras películas -¿cómo no va a saber de cine un director?-, no por el trabajo de los actores -sin duda cumplen, y de sobra, el papel que Tarantino les ha asignado-, no por las escenas sangrientas -en ésta incluso hay menos que en sus anteriores producciones-. Me ha impresionado por su enorme
simpleza, y por el enaltecimiento de ese tópico que tanto gusta a algunos cineastas estadounidenses, al presentar a sus conciudadanos con una capacidad a toda prueba para defender su independencia y su libertad más allá de cualquier sentido, incluido el sentido común.
Veamos: un teniente americano de EEUU se dedica a realizar todo tipo de salvajadas con los ocupantes nazis en Francia. Por supuesto, esto nos gusta mucho, porque los nazis son malos-malísimos y no merecen vivir. Y como además perdieron, podemos realizar cualquier discurso en contra de ellos, aunque éste sea similar al que ellos realizaban sobre gitanos, judíos y demás. Pero hay más: el teniente americano -de EEUU- está por encima del mal, del bien y de lo regular, lo que le permite tomar cualquier decisión. Lo que no me queda muy claro es si está por encima del bien y del mal porque es él o porque es americano. Y ya se sabe que un americano -de EEUU- sólo desea nuestra libertad.
En fin, la película es algo así como una gamberrada para demostrarnos lo bien que hace el teniente americano -de EEUU- las esvástivas sobre las frentes de los nazis que se ve obligado a dejar en libertad. Todo eso en un primerísimo primer plano, que la sangre mola mucho.
Lástima que Tarantino no hubiera nacido mucho antes para que hubiera podido realizar, entonces sí, un gran ejercicio de valor e imaginación grabando esta película, pongamos por ejemplo, en 1940, cuando reírse del nazismo era un auténtico acto de valor, libertad y dignidad.
Corro a ponerme, aunque sea en una pantalla pequeña,
Ser o no ser, del maestro
Lubitsch.