CANTO DE MÍ MISMO
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Walt Whitman, un cosmos, el hijo de Manhattan, turbulento, carnal, sensual, comedor, bebedor y procreador,
ni sentimental, ni superior a hombres y mujeres, ni alejado de ellos,
tan modesto como inmodesto.
¡Arrancad los cerrojos de las puertas!
¡Arrancad las puertas de los quicios!
Quien degrada a otro, me degrada a mí;
y cuanto se hace o dice, revierte en mí.
La inspiración divina me desborda, y me recorren el torrente y el índice.
Pronuncio el santo y seña primigenio; hago el signo de la democracia.
¡Por Dios! No aceptaré nada que no puedan recibir los demás, en las mismas condiciones.
Brotan de mí muchas voces largamente acalladas:
voces de las interminables generaciones de prisioneros y esclavos;
voces de los enfermos y desesperados, de los ladrones y enanos;
voces de ciclos de gestación y crecimiento;
y de los hilos que hilvanan las estrellas, y de los vientres, y de la sustancia paterna,
y de los derechos de aquéllos a los que otros oprimen,
y de los deformes, los triviales, los simples, los necios y los despreciados,
de la niebla en el aire y los escarabajos peloteros, con sus bolas de mierda.
Brotan de mí voces prohibidas:
voces de sexo y lujuria; voces veladas, a las que retiro el velo;
voces indecentes, que yo clarifico y transfiguro.
Yo no me tapo la boca con la mano.
Me mantengo tan puro en las tripas como en la cabeza y en el corazón.
La cópula no es para mí más vergonzosa que la muerte.
Creo en la carne y en los apetitos.
Ver, oír, tocar, son milagros, y cada parte, cada ápice de mí, es un milagro.
Divino soy por dentro y por fuera, y santifico cuanto toco y me toca:
el aroma de estas axilas es más exquisito que todas las plegarias;
y esta cabeza es más que las Iglesias, las biblias y todos los credos.
Si algo venero más que otra cosa, es la extensión de mi cuerpo, o de cualquiera de sus partes:
¡translúcida arcilla mía, eres tú!, ¡bordes y basas en sombra, sois vosotros!, ¡firme reja masculina, eres tú!,
¡cuanto contribuye a mi cultivo, eres tú!,
¡tú, poderosa sangre mía, y tu lácteo fluir, pálida desolladura de mi vida!,
¡pecho que se abraza a otros pechos, eres tú!,
¡ocultas circunvoluciones de mi cerebro, sois vosotras!,
¡lavada raíz de cálamo, becada asustadiza, nido resguardado, con dos huevos iguales, sois vosotros!,
¡heno enmarañado de la cabeza, la barba y los músculos, eres tú!,
¡savia que goteas del arce, fibra del trigo viril, sois vosotras!,
¡sol generoso, eres tú!,
¡vapores que ilumináis u oscurecéis mi rostro, sois vosotros!,
¡arroyos y rocíos de sudor, sois vosotros!,
¡vientos que me cosquilleáis, restregando vuestros genitales contra mí, sois vosotros!,
¡amplios campos musculares, ramas de encina del sur, amoroso haragán de mis tortuosas sendas, sois vosotros!,
¡manos que he cogido, caras que he besado, mortales a quienes he llegado a tocar, sois vosotros!
Me adoro a mí mismo: hay tantas cosas en mí, y todas tan deliciosas.
Cada momento y cada hecho me estremecen de alegría.
No sabría decir por qué se me doblan los tobillos, ni el origen del más leve de mis deseos,
ni la causa de la amistad que dispenso, ni de la amistad que recibo.
Al subir las escaleras de mi veranda, me paro a considerar si todo esto existe, en verdad.
Un dondiego en la ventana me satisface más que toda la metafísica de los libros. ¡Contemplar el amanecer!
La escasa luz disipa las sombras, diáfanas e inmensas.
El sabor del aire es grato a mi paladar.
Fragmentos del mundo cambiante se elevan en silencio —escarceos inocentes, que exudan frescura—
y se precipitan, oblicuos, por todas partes.
Algo que no alcanzo a ver endereza sus púas libidinosas.
Mares de zumo brillante inundan el cielo.
La tierra invadida por el cielo,
la consumación diaria de su unión,
el desafío lanzado por oriente, en ese instante, sobre mi cabeza,
la burla mordaz: ¡veremos quién es el amo!