Mi paso por Rodez se vio gratamente sorprendido por este edificio. Lo tenía en frente del apartamento en el que me alojé. Es una capilla construida en el XIX, concretamente en 1842, durante aquella época en que se puso de moda imitar estilos ya pasados. Salvando las distancias casi infinitas, recuerda vagamente al templo de Sta. Mª de la Consolación, uno de los manifiestos arquitectónico del renacimiento, atribuída durante algún tiempo al maestro Bramante. Me agradó mucho esta vista desde el balcón de la cocina que daba a poniente, menos agradecida que la de oriente, que era espectacular, con la catedral al fondo (la otra torre de la derecha es la de Saint-Amans):
La segunda noche, una hermosa tormenta de verano, me permitió grabar estos segundos de resplandor entre las tinieblas.
Sí, aquí estuvo recogido en sus últimos años el creador del teatro de la crueldad, exactamente desde 1943 hasta 1946. En aquella época lo que hoy es un espacio dedicado a la memoria del escritor y a impulsar la creación era un hospital para enfermos mentales.
Pero quedaban más sorpresas. Hace pocos días, al ponerme a leer la antología de Mª Mercedes Carranza de la que dejé una muestra, al abrir el libro al azar, se abrió por la página 31, página en la que se recoge este poema en el que la poeta habla de Artaud y su paso por esta capilla que fue sanatorio mental:
ARTAUD ENTRE PALABRAS
Haré con la concha sin la
madre un alma oscura, total,
obtusa y absoluta
Antonin Artaud está sentado
frente a su peor enemigo: Antonin Artaud
a quien observa como un espectáculo inútil.
Tiene los nervios drogados con opio
y trata de escribir un poema
que ha de ser la vida misma. Por ello
sólo escribe sollozos, blasfemias, gritos.
Pero nadie oye a Antonin Artaud:
todos están muertos, se sabe,
y él trata de herirlos,
para que despierten,
con su desafiante solidaridad.
Lucha a dentelladas contra los invisibles
demonios que envenenan el aire.
En el asilo para locos de Rodez,
cabizbajo, desdentado y baboso
Antonin Artaud ha perdido.
Como un niño de cuatro años, dócil,
aprende de nuevo las primeras palabras.
El feroz resplandor del naufragio
lo ilumina repentinamente y ahora
es Artaud el Resucitado. Ahora
vuelve a la vida, pero parido por él mismo:
«soy mi hijo, mi padre, mi madre y yo».
Un último gesto solitario lo cura por fin
—hospital de Ivry, un 4 de marzo de 1948—
de la desdicha de estar en el mundo.
Antonin Artaud olvida para siempre a Antonin Artaud.
La sensación fue un tanto curiosa. No sé si era como cerrar el ciclo Rodez o, por el contrario, una invitación a volver y averiguar más sobre la vida y la obra del que fuera en algún momento director de de la oficina de investigaciones surrealista.
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