Voy de una consulta a otra y termino en el apartado dedicado a la bibliografía de La tradición clásica, libro que nadie interesado en la cultura clásica debería dejar de leer.
Allí, en el apartado bibliográfico, tropiezo con un par de párrafos absolutamente magistrales, modelo de escritura y de divulgación. Pertenecen a T. Zieliński y traducidos, supongo, por Antonio Alatorre, que es quien tradujo el libro de Highet.
De Zieliński leí con enorme placer el único libro suyo que hay en castellano, Historia de la civilización antigua. Gracias a él descubrí —esto es anecdótico— cómo multiplicaban y dividían los antiguos egipcios. Una joya de libro.
Pero vayamos con los párrafos, que son un modelo de cómo hay que escribir divulgación para hacer atractivo lo que se explica sin perder ni un ápice de todo el conocimiento que hay detrás de ese trabajo:
Quien tenga la dicha de caminar por alguna de esas grandes calzadas que desde tiempos antiquísimos han sido para la humanidad arterias vitales de intercambio —las que conducen de la planicie lombarda hacia el norte y el oeste pasando por los Alpes—, experimentará una sensación inolvidable: le parecerá haber tocado con sus dedos el pulso mismo de la historia universal. Todos los tiempos han dejado su recuerdo en esas calzadas: aquí nos encontramos con una atalaya romana que nos habla de las campañas de Marco Aurelio; allá con un castillo señorial que nos evoca la visita de algún Hohenstaufen a tierras extranjeras; este barranco recuerda a Haníbal; ese pantano, a Napoleón; aquel puente, a Suvarof; un epigrama de Catulo inmortalizó ese lago; un terceto de Dante aquel valle; una página de diario de Goethe, este panorama; en el peñasco de más allá se alberga, como pájaro extraviado, el recuerdo de los amores infelices de Tristán e Isolda.
Pero no, no nos está hablando de las calzadas romanas; el libro va de Cicerón y de su influencia a través de los siglos —Cicero im Wandel der Jahrhunderte—. Sigamos leyendo:
Una sensación análoga experimenta quien lee a Cicerón [está hablando de leerlo en latín], si es alguien que conoce la historia; y esa experiencia bastará por sí sola para revestir a Cicerón de un valor afectivo incomparable —aun admitiendo que sus caricaturistas tengan razón en cuanto dicen sobre su valor efectivo—. Esta idea la tenía San Jerónimo encerrada en su corazón, a pesar de su juramento; con aquella se esforzó Diderot por combatir la "superstición" de la posteridad. Ese pensamiento cautivaba a Petrarca; aquel conmovió "mucho y hondamente" a Lutero en medio de sus atormentadas dudas. Esta es la perla que Bossuet engastó en el oro de su estilo; ese es el brillante acero con que fraguó su daga un jacobino. Esta frase ganó para el patriarca de Ferney una sonrisa mundana de labios de sus lindas admiradoras; aquella hizo llorar a los espantados jueces de Luis XVI. Es, ciertamente, un placer único e imborrable; pero es preciso no retroceder ante el esfuerzo que requiere, pues no se puede negar que existen senderos por los cuales se camina con más facilidad que por una vieja calzada romana.
Si es que entran ganas de aprender latín de verdad para poder sucumbir en la prosa de Cicerón, y alemán para poder leer el libro de Zieliński entero. Esta es la diferencia entre quien llena de conocimientos sus libros y quien coge todos esos conocimientos y los llena de vida.
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