domingo, 8 de abril de 2018

MONTAIGNE, SU CASTILLO, SU BIBLIOTECA Y ALGUNA COSA MÁS

Castillo de Montaigne. Tapada por el árbol, la famosa torre.
Fue en este castillo donde nació y murió Montaigne (1533-1592). En él escribió sus famosos Ensayos. En él pasó la mayor parte de su vida leyendo, escribiendo y meditando. Tenía la costumbre de escribir en las vigas de la biblioteca aquellos pensamientos que más le gustaban y que todavía hoy se pueden leer con facilidad. La mayoría de ellos tomados de la Antología de Estobeo y de la Biblia, sobre todo del Eclesiastés.
 
Homo sum; nihil humani a me alienum puto
Seguramente el más célebre de sus ensayos sea la Apología de Raimundo Sabunde (II, XII). Lo escribió hacia 1576 —antes de su viaje por Suiza, Alemania e Italia, y antes de ocuparse de la Alcaldía de Burdeos—. En aquel año andaba leyendo al escéptico Sexto Empírico, quien por toda afirmación de conocimiento se contentaba con la pregunta "¿qué sé yo?" y que Montaigne, fascinado, convertirá en divisa de su escudo.




Raimundo Sabunde era un teólogo que pretendía demostrar que dios puede ser conocido sin ayuda de la fe, solamente con el uso natural de la inteligencia. Lo curioso del caso es que en la defensa del catalán el escéptico Montaigne va en contra de la tesis que defiende, pues declara que la razón humana es incapaz de llegar al conocimiento de las esencias e incluso los animales superan a menudo la capacidad humana.

Sin embargo, creo que es ahí donde más acierta y consigue sus mejores párrafos. Denuncia nuestra vanidad e inconsistencia, y pone en evidencia la relatividad de nuestras costumbres. De esta manera, es imposible encontrar una ley universalmente válida, porque en nuestro engreimiento estimamos siempre mejores nuestras costumbres y maneras a las de los otros grupos (notad la crítica del etnocentrismo 300 años antes de que la palabreja naciera). Pero mejor dejo sus palabras:

Por otra parte, si sacamos de nuestra propia cosecha la ordenación de nuestras costumbres, ¡en qué confusión caeremos! Pues lo que os aconseja en esto la razón como más lógica, es generalmente que cada cual obedezca las leyes de su país, como opinaba Sócrates, inspirado según él por un consejo divino. ¿Y qué quiere decir con esto sino que nuestro deber sólo tiene unas reglas fortuitas? Ha de tener la verdad un rostro igual y universal. Si el hombre conociera el cuerpo y la esencia verdadera de la rectitud y de la justicia, no las haría depender de la condición de las costumbres de esta o aquella región; no tomaría su forma la virtud de las fantasías de los persas o de los indios. Nada hay tan permanentemente sujeto a agitación como las leyes. 

¿Qué nos dirá pues la filosofía en esta necesidad? ¿Que sigamos las leyes de nuestro país? Es decir, ¿ese mar fluctuante de las opiniones de un pueblo o de un príncipe, que me pintarán la justicia de tantos colores y la reformarán con tantos rostros como cambios de sentimiento haya en ellos? No puedo tener tan flexible el juicio. ¿Qué bondad es ésa que ayer veía vigente y hoy ya no, y que la línea de un río convierte en crimen? 

¿Qué verdad aquélla que esas montañas delimitan y que es mentira en el mundo que está al otro lado?         Ensayos, II, 12. Cátedra, 1993. Trad. Dolores Picazo y Almudena Montojo.

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