Con esta entrega llegamos al final del recorrido que hemos realizado de la mano del profesor Aspiunza por De la genealogía de la moral. Por cierto, si queréis disfrutar de sus explicaciones en vivo y en directo, o preguntarle cualquier cosa que consideréis pertinente sobre el tema, mañana, miércoles 5, a las 19:00, tendréis oportunidad de hacerlo en el local de la librería Zubieta.
Por último se plantea Nietzsche qué significan los ideales ascéticos para la ciencia. Podríamos presumir que al ocuparse –la ciencia– de la realidad, y no necesitar de virtudes negativas, ni de Dios ni más allá, nada tendrá que ver con el ideal ascético, sino que representará en cierto modo una fuerza contraria. Mas no, «allí donde sigue siendo pasión, amor, ardor, sufrimiento, no es lo contrario del ideal ascético sino, más bien, la forma más reciente y noble de este.» Esto, en el caso de los «honestos trabajadores» de la ciencia, cuyo trabajo Nietzsche celebra…, solo que eso «no demuestra en modo alguno que la ciencia en su conjunto tenga la meta, la voluntad, el ideal, la pasión de una gran fe». Por lo demás, «es [también] un escondrijo para toda clase de mal humor, […] mala conciencia, — es el desasosiego propio de la carencia de un ideal, el sufrimiento por la falta del gran amor, lo insatisfactorio de una sobriedad involuntaria.»
¿Qué pasa con los héroes, llamémoslos así, del conocimiento: «esos espíritus duros, severos, austeros, […] que constituyen la honra de nuestra época, todos esos ateos, anticristianos, inmoralistas, nihilistas, esos escépticos, efécticos, hécticos [inquietos, impacientes] de espíritu […], esos últimos idealistas del conocimiento, los únicos en que hoy en día habita y se ha encarnado la conciencia intelectual»? Por más que crean haberlo superado, también el ideal ascético es el suyo…, pues todavía creen en la verdad. La voluntad de verdad, dirá en la conclusión, es el núcleo del ideal ascético.
«Creer en la verdad»: ¿cuál es el problema: el creer o la verdad?
Creer es irrenunciable: cada uno es el que es y hace lo que hace sobre la base de creencias difícilmente explicitables, creencias que constituyen nuestra posición, nuestro estar siendo en el mundo, nuestro punto de vista, o perspectiva, que dirá Nietzsche. Por eso critica el cinismo –la incredulidad– de los comediantes del ideal: «¡Todo mi respeto más profundo para el ideal ascético siempre que sea honesto, mientras crea en sí mismo y no esté haciéndonos una farsa! Lo que no me gustan son esas chinches coquetas, cuya ambición de oler a infinito es insaciable hasta tal punto que el infinito acaba oliendo a chinches; no me gustan los sepulcros blanqueados que hacen la comedia de vivir; no me gustan los cansados y los agotados que se envuelven en sabiduría y miran “objetivamente”; […] tampoco me gustan esos novísimos especuladores del idealismo, los antisemitas, que ponen ahora los ojos en blanco a la manera del hombre de bien‑cristiano‑ario e intentan excitar todos los elementos de animal cornudo que haya en el pueblo abusando del medio más barato de agitación, que es la afectación moral…»
La creencia, y la pasión que desata –sea honesta, sea fingida– son, pues, ingredientes insoslayables de la vida. Otra cosa va a ser «la» verdad. Tradicionalmente se ha entendido la verdad de manera absoluta: la verdad es una en cada cuestión, única, puntual, o «clara y distinta», como poetizaba Descartes la determinación del punto geométrico.
Eso, que puede seguir valiendo para cuestiones cuantitativas simples –¿cuánto mido, cuánto peso, etc.?–, ciertamente ya no es un acercamiento adecuado a la noción de verdad que Nietzsche propone. Aun cuando muchas veces se oiga o se lea por ahí lo contrario, Nietzsche no niega la noción de verdad: ¡la transforma, la amplifica…! ¡La explosiona y relativiza!
La verdad deja de ser una cuestión absoluta, puntual, única, para entenderse de manera relativa o, como a él le gusta decir, perspectiva o perspectivística. La verdad, que sigue refiriéndose a la realidad, es algo que se ve siempre desde un punto de vista particular, dicho sea en sentido fisiológico y en sentido psicológico o intelectual. La posición de mi cuerpo, de mi mirada, su sensibilidad, etc., influyen en lo que yo capto de lo que se me da; también, las nociones de que me valgo para describirlo y entenderlo, el marco conceptual, mi estado anímico…, mis creencias basales.
Por eso puede haber varias verdades acerca de algo, ¡siendo verdaderas! No es que no haya verdad en absoluto ni que cualquier cosa que se diga –a capricho– tenga derecho a ser considerada verdad, como tantas veces se oye por ahí. Esto sería no ya relativismo o perspectivismo sino un engendro muy retorcido al que, sí, aunque lo llamen «relativismo», habría que llamar relativismo absoluto (o absolutista), y que tiene más de absoluto (y de absolutista) que de relativismo, puesto que tanto en la tesis como en su pragmática efectiva pretenden ser sin parangón.
Nietzsche viene a caracterizar la verdad como plausibilidad, como verosimilitud; de ahí el que no cualquier cosa pueda ser verdad. La verdad ha dejado de ser puntual para abarcar toda una trama que se tiende entre quien mira y dice y lo que se está mirando e intentando decir; es una red de relaciones que se sustentan en conjunto.
«Mirado en estas circunstancias, fijándome en estos aspectos, creo que las cosas son así…» «Si cambian las circunstancias, si me atengo a otros aspectos igualmente relevantes o, dadas mis creencias, aun más significativos, entonces…» Obviamente, ha de darse un equilibrio trazable y reconocible entre los distintos elementos en consideración; mi(s) paranoia(s), es decir, mi fijación en una idea o en un orden de ideas no coadyuvan a la verdad, la desvirtúan, la imposibilitan; se cae ahí en la subjetividad de la pretendida verdad. Algo de subjetividad va a haber siempre; lo decisivo es cuánto. Cuantos más ojos, cuantos más afectos intervengan en la asimilación de un acontecer, tanto más rico será el concepto que podamos hacernos de él, tanto mayor será la objetividad. Por supuesto, una objetividad asimismo de grado. La tenida vulgarmente por «objetividad», la meramente cuantitativa, puede servir a otros efectos; no, desde luego, para decir –ella sola– la vida, que es de lo que –recordemos– está Nietzsche hablando.
La noción tradicional de verdad, la «clara y distinta», la única y absoluta responde al ansia humana de certezas, un «atavismo religioso», del que, a decir verdad, para vivir una vida plena y valiosa, no tenemos necesidad. Insisto: no tenemos necesidad de certezas acerca de las cuestiones últimas…, ni de las primeras. Se puede hallar un reposo, un hogar, habitar un lugar que sea el de las cosas cercanas, el de «la vida pequeña», en palabras de JÁ González Sainz. Tendrá cada uno que descubrirlo, que levantarlo, acomodarlo y aviarlo, pero es una opción que conviene con lo que Nietzsche apunta.
No se trata, por tanto, de que Nietzsche arremeta contra la ciencia, no. Señala tan solo que no basta con buscar la «objetividad» si esa objetividad comporta el absoluto que la verdad entendida en sentido tradicional (o metafísico) quería ser, un remedo profano del Dios cristiano. De hecho, en la ciencia de su época hay ya voces que advierten de algo semejante; valga de ejemplo la famosa –en su momento– amonestación del fisiólogo berlinés Emil Du Bois-Reymond ante médicos y naturalistas en la Asamblea correspondiente de 1972 en Leipzig: ignoramus et ignorabimus!, ¡no sabemos ni vamos [nunca] a saber!
En resumen, el ideal ascético le ha dado sentido al sufrimiento humano, lo que siempre es una ayuda, pero al mismo tiempo le ha traído un nuevo sufrimiento, «más hondo, más íntimo y venenoso, más corrosivo para la vida: poniendo todo sufrimiento en la perspectiva de la culpa…». Tenía un sentido, tenía culpa… Envenenaba su vida –odiándose su humanidad, sintiendo repugnancia por los sentidos, por la razón, miedo ante la felicidad y la belleza, ansioso por apartarse de todo lo aparente, lo cambiante, el devenir, el deseo, la propia ansia…– pero salvaba la voluntad, aunque fuera voluntad contraria a la vida, voluntad de nada: «el hombre prefiere querer la nada a no querer…».
Así acaba De la genealogía de la moral. Con ese funesto toque de atención.
Si bien harán falta décadas o siglos o…, múltiples experimentos, catástrofes: «Tenemos que volver a convertirnos en buenos vecinos de las cosas más cercanas y dejar de apartar la mirada de ellas tan despectivamente como hasta ahora, hacia las nubes y los monstruos nocturnos. En bosques y cavernas, en zonas pantanosas y bajo cielos cubiertos — allí el hombre ha habitado durante mucho tiempo como sobre grados de cultura de milenios enteros y ha vivido míseramente. Allí ha aprendido a despreciar el presente, la vecindad, la vida y a sí mismo — y nosotros, habitantes de tierras más luminosas de la naturaleza y del espíritu, recibimos aún en nuestra sangre, por herencia, algo de este veneno del desprecio hacia lo más cercano.»
¡Tenemos que volver a convertirnos en buenos vecinos de las cosas más cercanas…!
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