Sicut cervus desiderat ad fontes aquarum, ita desiderat anima mea ad te, Deus.
Como el ciervo anhela las fuentes de agua, así te anhela mi alma, oh Dios.
Salmos, II, 42, 2.
Decir, lo que se dice dice decir, no dicen mucho; una y otra vez, como un ruego, como la expresión de un deseo, repiten el versículo 2. La belleza está, primero, en las notas que el genio de la polifonía de la época de la Contrarreforma compuso para ese versículo; después, en cómo interpretan la partitura esas magníficas ocho voces.
Giovanni Pierluigi da Palestrina (1525-1594) era hijo de las ideas que sacó adelante el Concilio de Trento. De hecho, su impulso inicial se debió al obispo de la ciudad que compartían y, cuando al obispo, luego cardenal, le nombraron Papa, este le pidió al compositor que fuera con él a Roma. El caso es que cuando andaba por la treintena, Palestrina ya gozaba de una extraordinaria reputación como músico.
Hoy, creyentes practicantes y agnósticos convencidos disfrutamos de sus composiciones, porque, independientemente de las palabras que digan quienes cantan (si es que alguien las llega a entender), la música resulta tan acogedora, tan envolvente, que nos sentimos bien dentro de ella.
Y ya que salen las palabras, el libro de los Salmos es un hermoso libro desde el punto de vista literario. No es necesario practicar ninguna creencia religiosa para disfrutarlo.
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Si quieres la paz, no hables con tus amigos; habla con tus enemigos.


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