sábado, 7 de marzo de 2020

JAPÓN (impresiones de un turista ocasional, 1)

Flores de ciruelo en el parque Hama-rikyu.
En La vuelta al mundo de un novelista Blasco Ibánez escribe lo siguiente para hablar del origen mitológico de este extraordinario país: Los principios de su mitología resultan oscuros y complicados. Vagan en su limbo muchos dioses de historia y atribuciones inciertas. Los primeros conocidos son Izanagui y su esposa Izanami. Este matrimonio de dioses era tan inocente que ignoraba el amor, y fueron dos pájaros los que se lo enseñaron. Por esto los representa la imaginería japonesa contemplando atentos la lección de la pareja alada (capítulo XV, 2º párrafo). Y algo debe de haber en el pueblo japonés de esa delicada inocencia de lzanami e Izanagi que subsiste en sus normas de cortesía y sus costumbres. 


Vista parcial de Shinjuku desde
el observatorio del Ayuntamiento
Lo primero que sorprende cuando se llega al país es la elegante deferencia con que te acogen. No hay abrazos ni estrechamiento de manos ni contactos de ningún tipo, tampoco cabía esperarlos en un control aduanero, en una estación de tren o en una recepción de hotelera. Sin embargo, los gestos suaves con que te envuelven, la cariñosa sonrisa con que te acogen y la sutileza con que se expresan hace que nos sintamos cómodos desde el primer momento e incluso que se les entienda sin saber una sola palabra de japonés. Ese mismo esfuerzo por hacerse comprensibles resulta admirable y gratificante, siendo que ellos son los que están en su casa. 

Cuando se llega desde una pequeña ciudad tranquila y provinciana a la megalópolis más poblada con mucha diferencia del planeta, uno espera verse arrastrado por la vorágine y el frenesí. Nada más lejos de la realidad. Tokio fluye sin agobios si se evitan los medios de transporte en hora punta. E incluso en esos momentos los empujones por entrar o salir del medio en que se viaja son menos furiosos que en otras ciudades europeas. No van más allá de una suave presión indicadora de que quien está detrás necesita moverse. Los transportes fluyen, las personas fluyen, las máquinas fluyen y hacen que los tiempos de espera sean mínimos y que las masas no se noten.

El famoso cruce de Shibuya.

Es más, en cualquier barrio de esta mastodóntica urbe, en cualquier zona por muy moderna y poblada de rascacielos que se encuentre, hay siempre un lugar de reposo, un jardín zen donde descansar, un santuario sintoista, un templo budista, un espacio que nos permite olvidar que nos hallamos en la mayor concentración urbana del planeta y donde podemos retirarnos del ruido, si es que lo necesitáramos.

Parque Yasuda.


Esto no quiere decir que la sociedad japonesa viva en una bucólica situación sin conflictos. Pero sí parece que ha sabido encontrar un punto de equilibrio entre modernidad y tradición, entre tecnología punta y costumbres ancestrales, entre sobrepoblación y espacio personal. Y a facilitar ese equilibrio contribuyen unas normas de cortesía que sirven para dulcificar las relaciones entre cada uno de sus miembros. Serán fórmulas, pero lo mismo que las señales de tráfico facilitan la circulación, las formas corteses hacen más sencillas las relaciones. Si es que hasta para indicar las obras, las señales que utilizan son amables e infantiles, como si se buscara compensar la molestia con una sonrisa.

Ese Japón rabiosamente moderno y encantadoramente delicado se hace visible a cualquier extraño que acabe de llegar al país. No serán sus habitantes ni mejores ni peores que los de otro país, pero sus sonrisas y su amabilidad intentan —y lo consiguen— hacer que nos sintamos acogidos, que nos encontremos a gusto paseando por sus calles, intentando conocer su historia, su cultura, sus peculiaridades, recogiendo la imagen invernal de sus ciruelos en flor, como si fuéramos un lugareño más, mientras una geisha nos sorprende tomando el té en el jardín.


Geisha durante la ceremonia del té en el santuario Kitano Tenman-gu.

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