Flores de ciruelo en el parque Hama-rikyu. |
Vista parcial de Shinjuku desde el observatorio del Ayuntamiento |
Cuando se llega desde una pequeña ciudad tranquila y provinciana a la megalópolis más poblada con mucha diferencia del planeta, uno espera verse arrastrado por la vorágine y el frenesí. Nada más lejos de la realidad. Tokio fluye sin agobios si se evitan los medios de transporte en hora punta. E incluso en esos momentos los empujones por entrar o salir del medio en que se viaja son menos furiosos que en otras ciudades europeas. No van más allá de una suave presión indicadora de que quien está detrás necesita moverse. Los transportes fluyen, las personas fluyen, las máquinas fluyen y hacen que los tiempos de espera sean mínimos y que las masas no se noten.
El famoso cruce de Shibuya. |
Es más, en cualquier barrio de esta mastodóntica urbe, en cualquier zona por muy moderna y poblada de rascacielos que se encuentre, hay siempre un lugar de reposo, un jardín zen donde descansar, un santuario sintoista, un templo budista, un espacio que nos permite olvidar que nos hallamos en la mayor concentración urbana del planeta y donde podemos retirarnos del ruido, si es que lo necesitáramos.
Parque Yasuda. |
Esto no quiere decir que la sociedad japonesa viva en una bucólica situación sin conflictos. Pero sí parece que ha sabido encontrar un punto de equilibrio entre modernidad y tradición, entre tecnología punta y costumbres ancestrales, entre sobrepoblación y espacio personal. Y a facilitar ese equilibrio contribuyen unas normas de cortesía que sirven para dulcificar las relaciones entre cada uno de sus miembros. Serán fórmulas, pero lo mismo que las señales de tráfico facilitan la circulación, las formas corteses hacen más sencillas las relaciones. Si es que hasta para indicar las obras, las señales que utilizan son amables e infantiles, como si se buscara compensar la molestia con una sonrisa.
Ese Japón rabiosamente moderno y encantadoramente delicado se hace visible a cualquier extraño que acabe de llegar al país. No serán sus habitantes ni mejores ni peores que los de otro país, pero sus sonrisas y su amabilidad intentan —y lo consiguen— hacer que nos sintamos acogidos, que nos encontremos a gusto paseando por sus calles, intentando conocer su historia, su cultura, sus peculiaridades, recogiendo la imagen invernal de sus ciruelos en flor, como si fuéramos un lugareño más, mientras una geisha nos sorprende tomando el té en el jardín.
Geisha durante la ceremonia del té en el santuario Kitano Tenman-gu. |
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Este blog es personal. Si quieres dejar algún comentario, yo te lo agradezco, pero no hago públicos los que no se atienen a las normas de respeto y cortesía que deben regir una sociedad civilizada, lo que incluye el hecho de que los firmes. De esa forma podré contestarte.