Quienes me conocen bien saben que no participo de los rituales navideños, sean estos de origen cristiano, pagano o directamente de raíz comercial contemporánea. Tampoco soy dado a la fascinación del espíritu navideño del que el amigo Dickens es culpable en buena parte gracias a su Cuento de navidad, y que comercios de todo tipo, religiones y personas biempensantes en general se han encargado de alimentar.
Llevo francamente muy mal que algunas de las organizaciones no gubernamentales a las que pertenezco, todas ellas muy alejadas en principio del complot regala para ser feliz, se impregnen del discurso sensiblero consumista para conseguir audiencia, dinero, empatía, mayor eficacia en sus acciones, adeptos... Cuando me llegan, siempre me entran ganas de darme de baja y ejercer de Scrooge. Afortunadamente olvido pronto.
Sin embargo, y esto entra en contradicción con mi racionalismo antinavideño, me gusta el colorido callejero, la ambientación alegre y animada, el toque imprevisto y original. Y además el rojo es mi color favorito. A pesar de todo, si de mí dependiera, reduciría muy mucho el ornato luminoso de las calles, pero reconozco que cuando veo adornos distintos, elementos que intentan representar aspectos diferenciales de una comunidad, arreglos que se escapan de lo siempre visto, no puedo evitar que salga mi lado más sentimentaloide y me rinda durante unos momentos.
Luminoso donostiarra con el motivo de la barandilla de la Concha. |
El Peine del viento (Chillida) y la Paloma de la paz (Basterretxea). |
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