viernes, 20 de enero de 2023

ARDE DONOSTI

Para Irene.


Tratar de captar el cielo y sus colores es una de las actividades fotográficas que más me atrae. También es una de las que más dificultades me da, porque cuando veo la imagen en una pantalla grande me doy cuenta de que el resultado suele estar bastante lejos de la realidad —la realidad siempre es mucho más bonita—. Dicho esto con toda la prudencia y humildad del mundo pues no soy nada más que un mero aficionado a recoger apuntes de lo que ocasionalmente me llama la atención y, además, no suelo llevar nunca una cámara fotográfica conmigo. 

El caso es que andaba buscando una imagen para acompañar un poema de Byron y me he encontrado con esta foto que hice en 2020, en un hermosísimo crepúsculo de primeros de julio, el archivo de la captura me dice exactamente que fue un 4 de julio, a las 22:16. Volvía a casa, era más de noche que de día y, al atravesar el Puente María Cristina, me sorprendieron los intensos tonos rojizos que aún coloreaban buena parte del cielo sobre el mar. En cambio, el cielo que veía de frente —el del oeste— estaba ya bastante oscurecido, como si fueran dos cielos totalmente independientes.

Casualmente, llevaba una cámara colgada al hombro. Tiré de zoom —entre el puente en que yo estaba y el edificio que asoma arriba a la derecha hay tres cuartos de kilómetro— y los tonos rosados aparecieron en toda su intensidad en la pequeña pantalla de la cámara —no he retocado absolutamente nada la fotografía, tal cual—. En la pantalla del ordenador mantenían su esplendor crepuscular. Hoy la he visto y me ha parecido que hacerla pública era algo así como hacer un pequeño homenaje a esta ciudad hermosa como pocas y cara como un pequeño lujo. Y a su cielo y a su mar y a su río.

Y no, no es París la que arde, ni el mar de Gimferrer, ni el Mississippi. Es la ciudad en la que ahora vivo y que hoy celebra su fiesta. Las llamaradas musicales están por toda la ciudad.

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