Hace frío, el propio de un día de enero. Y llueve. Dejo la lectura y salgo a la calle para descansar la mirada. Me acerco a uno de mis paraísos cotidianos, el más próximo y, tal vez, el que más quiero, Cristina Enea. Quiero comprobar si la pequeñita y hermosa campanilla de invierno ha salido ya.
No, aún no ha salido. Pero aunque estamos en lo más duro del invierno y mis pequeñas campanillas se hacen esperar, y a pesar de que buena parte de la naturaleza todavía duerme, ya hay algunas pinceladas de color que no quieren aguardar a que se suavicen las temperaturas, como estos espléndidos narcisos,
la siempre madrugadora prímula,
algunas florecillas de cerezo
y, por supuesto, los frutillos del acebo.
Tanto y tan magnífico regalo me traen a la memoria la luminosa frase de Novalis: Cada cosa que amamos es el centro de un paraíso (esa es la traducción del título de esta entrada). Podéis encontrar muchos otros pensamientos o máximas de este tipo en el libro Fragmentos. Novalis, como buen romántico, se presta muy bien para ser leído una tarde de invierno al abrigo del silencio y del calor de un hogar.
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