Tumba de Hopkins en el cementerio de Glasnevin |
Primero el poeta:
EL ALQUIMISTA EN LA CIUDAD
Mi ventana muestra las nubes viajeras,
Hojas gastadas, nueva estación, cielo alterado,
Multitudes que se forman y se funden:
El mundo entero pasa; yo a la vera.
Sin dispendiar sus horas asignadas,
Los hombres y los amos planean y edifican:
Miro el coronamiento de sus torres
Y felices promesas realizadas.
Y yo –tal vez si mi intención
Contara con edad prediluviana,
Los trabajos que así habría gastado
Pudieran acceder a su heredad.
Pero antes que ahora brille en el caldero
El oro que no está por descubrirse,
A la larga el fuelle no soplará más,
La estufa habrá por fin de enfriarse.
Y con todo es ya muy tarde para sanar
La vergüenza incapaz y estorbosa
Que me hace cuando con hombres trato
Más inerme que el ciego o el lisiado.
No, debería amar la ciudad menos
Aún que ésta mi ciencia ingrata;
Pero yo deseo el desierto
O las lenguas herbosas de la costa.
Camino por mi airoso mirador
Para observar el sol bajo o levante,
Veo virar a las palomas citadinas,
Contemplo a las golondrinas correr
Entre la cima de la torre y el suelo
A mis pies en el aire que sustenta;
Luego hallar en el ruedo de horizonte
Un sitio y el hambre de estar allí.
Y entonces odio como nunca aquella ciencia
Que ninguna promesa otorga de éxito;
Es dulce como nunca la costa despoblada,
Libre y ameno el desierto.
O antiguos túmulos que cubren huesos,
O rocas donde acuden palomas de las rocas,
Y árboles de terebinto y piedras
Y silencio y un golfo de aire.
Allí en una larga altura escuadrada
Tras el crepúsculo me tendería
A penetrar la amarilla luz cerúlea
Con largo y libre mirar antes que muera.
Traducción de Juan Tovar.
Después el músico; por cierto, en una interpretación poco clásica, pero muy atractiva:
Que tengáis un feliz y sereno día.
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