viernes, 2 de octubre de 2020

LOS PAPELES PÓSTUMOS DEL CLUB PICWICK


No hay mejor remedio para el desánimo que la buena literatura de humor. O infantil, si se prefiere. Es garantía de entretenimiento y, además, la sonrisa está asegurada. Sigo prácticamente punto por punto el artículo de Jordi Llovet para señalar las virtudes de este clásico. Lo podéis encontrar como introducción a esta edición o en ese admirable libro sobre libros que es La literatura admirable.

Los papeles póstumos del Club Pickwick no es una novela precisamente original. Estas historias de caballeros y correrías había muchas en la literatura inglesa cuando Dickens la escribió. La arquitectura de la obra tampoco es que sea perfecta. Tiene sus agujeros. Las historias intercaladas, a veces, no son demasiado felices. Las escenas góticas, bueno, mejor las dejamos. 

Siendo cierto todo lo anterior, Los papeles se encuentran en un lugar de honor dentro de la literatura occidental. Para el genial Chesterton, incluso, era la obra preferida del autor. Qué tiene, pues, esta historia que tanto gustó en su tiempo y que hoy sigue gustando y se lee con verdadero placer.

En primer lugar, y por encima de todo, la facilidad con que está escrita, la naturalidad con que fluyen frases, escenas, situaciones y personajes. En Los papeles todo fluye. El dominio de la lengua de Dickens es evidente hasta en una traducción. Y la de Valverde es una gran traducción.

Después, el equilibrio entre escenas convencionales, escenas cordiales y corteses tan del gusto inglés, y las escenas más ácidas y críticas con algunos aspectos de la vida cotidiana, como las relativas a los despachos de abogados —hilarantes—. Esa combinación perfecta por la que va transcurriendo la vida londinense de principios del XIX es un estupendo reflejo de los dimes y diretes entre distintos grupos sociales durante el reinado de Guillermo IV.

Pero quizás el mayor logro del autor sea el humor amable, benevolente, blanco, bienintencionado, que envuelve todo el relato, especialmente el de su protagonista, el señor Picwick; y la lealtad y nobleza de su fiel Sam Weller. Y, claro, semejantes personajes, que se hacen querer desde la primera línea, están arropados por una forma exquisitamente cuidadosa de tratar cuantos asuntos salen al paso.

Lo más sorprendente del caso es que Dickens la escribió cuando tenía tan solo veinticuatro años. Fue, además, un encargo para que ambientara unas láminas de Robert Seymour, en aquel momento el dibujante de mayor prestigio en Inglaterra. Él tenía que componer el típico y tópico relato para ilustrar unas láminas, que se iría vendiendo por fascículos. Sin embargo, pronto puso las cosas en su sitio. La historia la escribía él y él decidiría por dónde iría marchando y qué tipo de ilustración requería. Los estereotipos y el encargo saltaron por los aires. Surgió la genialidad de un escritor torrencial que supo manejar como nadie las masas urbanas.

Si algún día necesitáis que la literatura os ayude a levantar el ánimo, ahí tenéis este novelón generosamente dispuesto a socorreros.

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Un complemento: si cuando leas a Dickens te dejas acompañar por la excelente biografía de Ackroyd, el placer será doble, además de descubrir cuánto de autobiografía hay en las novelas del escritor.

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