Shakespeare creó otro personaje tan atractivo como Hamlet para el drama histórico Enrique IV: Hal (el príncipe Enrique), aunque quede oscurecido por el esplendor de Falstaff, mucho más popular por su carácter ingenioso, vitalista y pendenciero. De hecho, la cultura popular inglesa le ha ofrecido figuritas con las que juegan los niños y ha dado su nombre a numerosas tabernas. Por donde pasa Falstaff, reina la fiesta, se come y se bebe sin medida, se fornica y se cuentan historias con la única condición de que sean atractivas, no importan que sean o no verídicas. En el mundo de Falstaff la vida es, o intenta ser, un fiesta sin fin, un juego permanente, una transgresión de la "normalidad".
Hal, el futuro Enrique V, es su aprendiz. Del borrachín Falstaff (fall:caída / staff:bastón) aprende cuanto hay que saber para poder reinar. Las tabernas son el mejor lugar para que un príncipe conozca a su pueblo. Del cálculo y la táctica nos habló Maquiavelo en su famosa obra. Y Hal aprende bien la lección. Cuando al final de la segunda parte se convierta en el nuevo rey, su compañero de correrías será apartado de su lado. El poder no se puede permitir una imagen de borracho ni de sentimental.
Enrique IV forma parte de la tetralogía que Shakespeare escribió sobre la Historia de Inglaterra: Eduardo III, Ricardo II, Enrique IV (primera y segunda parte) y Enrique V. Todas ellas transcurren durante el convulso período de la Guerra de los Cien Años entre Francia e Inglaterra (1337-1453). Un período con suficientes elementos reales como para inspirar una profunda reflexión sobre el poder y la ambición. El fabuloso ingenio del dramaturgo no perdió la ocasión.
Acto V, final de la primera escena. La batalla está próxima. Falstaff no le oculta a Hal ni su miedo ni su deseo:
—Quisiera que fuese la hora de ir a la cama y que todo marchase bien.
Hal replica desabrido:
—¡Diablo! ¡Debes a Dios una muerte! (en inglés: Why, thou owest God a death —en la traducción se pierde el juego de palabras entre "deuda" y "muerte" que en la época isabelina estaba muy presente al pronunciar la última palabra death-debt).
Falstaff queda solo y responde así al endiablado juego de palabras:
—No está debida aún, y me repugnaría pagarla antes de su fecha. ¿Qué necesidad tengo de meterme donde no me llaman? Bah, esto no es nada. El honor me aguijonea hacia adelante. Sí; pero ¿qué, si el honor me aguijonea hacia atrás cuando avance? ¿Es que el honor puede reponer una pierna? No ¿O un brazo? No. El honor ¿no tiene, pues, ninguna habilidad en cirugía? No. ¿qué es el honor? Una palabra. ¿Qué es esa palabra de honor? Aire. ¡Un adorno costoso! ¿Quién lo posee? El que murió el miércoles. ¿Lo siente? No. ¿Lo oye? No. ¿Es, pues, una cosa insensible? Sí, para los muertos. Pero, ¿no podría vivir con los vivos? No ¿Por qué? La denigración no lo sufriría; por tanto, no lo quiero. El honor es un simple escudo de armas..., y así acaba mi catecismo.
Traducción de Luis Astrana Marín.
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