Sin un verdadero gobierno mundial para controlar la reproducción y el uso de los recursos disponibles, la ética compartida de la nave espacial es imposible. Para el futuro previsible, nuestra supervivencia exige que gobernemos nuestras acciones por la ética de un bote salvavidas, aunque sean duras. La posteridad quedará satisfecha con nada menos.
Lógicamente, el artículo provocó un largo debate en el que intervinieron todo tipo de especialistas: filósofos, ingenieros, ecologistas, políticos, economistas, biólogos, antropólogos... Cuarenta años después el problema al que se refería Hardin se ha agravado; en cambio, seguramente podemos convenir en que se equivocaba al realizar el planteamiento. Hay una larga y procelosa literatura sobre el tema en la que no voy a entrar.
Sí me interesa, y mucho, llamar la atención sobre el último párrafo, porque estoy convencido de que en ese verdadero gobierno mundial reside alguna parte de nuestra salvación. No seré tan ingenuo como para decir que es la solución, pero sí tan atrevido como para afirmar que este planeta estaría mejor regentado y administrado de lo que está si la ONU fuera una auténtica asamblea de naciones, si el Secretario General fuese un verdadero jefe de gobierno y si desapareciera de una vez ese club de privilegiados llamado Consejo de Seguridad.
La ONU nacíó como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial. Cumplió su papel con esa configuración durante los tensos años de posguerra y guerra fría en la que, para garantizar el equlibrio de los bloques, los miembros permanentes —China, Francia, EEUU, Reino Unido y URSS— tenían la exclusiva capacidad de veto. Fue una solución históricamente razonable. Hoy es una rémora que condiciona cualquier actuación de la Asamblea.
Disponer de propuestas eficaces y de medios de actuación válidos pasa por que cada miembro de la organización disponga de un voto igual de válido, que las decisiones importantes se tomen por mayoría y que la Asamblea General disponga de las funciones propias de un parlamento nacional cualquiera. Solo así podremos llegar a tomar decisiones auténticamente consensuadas y empezar a sentir que hay un patrón que vela por la buena travesía.
La ONU nacíó como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial. Cumplió su papel con esa configuración durante los tensos años de posguerra y guerra fría en la que, para garantizar el equlibrio de los bloques, los miembros permanentes —China, Francia, EEUU, Reino Unido y URSS— tenían la exclusiva capacidad de veto. Fue una solución históricamente razonable. Hoy es una rémora que condiciona cualquier actuación de la Asamblea.
Disponer de propuestas eficaces y de medios de actuación válidos pasa por que cada miembro de la organización disponga de un voto igual de válido, que las decisiones importantes se tomen por mayoría y que la Asamblea General disponga de las funciones propias de un parlamento nacional cualquiera. Solo así podremos llegar a tomar decisiones auténticamente consensuadas y empezar a sentir que hay un patrón que vela por la buena travesía.
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