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El siglo XIX en Francia, como prácticamente en toda Europa, es un siglo convulso: fin del imperio napoleónico, procesos revolucionarios de 1830, 1848 y 1871; puesta en marcha de la revolución industrial (primera y segunda); profundos cambios sociales que van a alterar las costumbres de la población; agitada vida intelectual y artística, que ahondará la división entre quienes se inclinan por una concepción espiritualista y metafísica y quienes lo hacen a favor de una interpretación más racional y positiva. En este contexto surgen las ideologías revolucionarias (anarquismos, socialismos utópicos y socialismo científico).
En el terreno del pensamiento filosófico aparece el positivismo, opuesto al idealismo, si bien buena parte de los fundamentos de su pensamiento ya se habían hecho presentes desde la antigüedad. Y va a ser Auguste Comte (1798-1857) quien dé nombre y sistema a lo que hoy conocemos como filosofía positivista.
El positivismo rechaza la metafísica y se asienta sobre el conocimiento de los fenómenos; confina, pues, la filosofía al ámbito de los hechos, a cuanto nos es dado conocer de forma positiva, para intentar ordenarlos según leyes, a partir de las cuales podamos prever futuros fenómenos (Savoir pour prévoir - saber para prever). Para el positivismo (como para la ciencia en general) no tiene sentido preguntarse por la esencia de un hecho ni por su causa. No le interesan los porqués sino los cómos.
Tal vez la mayor aportación de Comte al pensamiento filosófico, histórico y sociológico (y, por eso mismo, la idea más citada de su obra) sea la ley de los tres estadios, el metafísico, el teológico y el positivo, que me permito citar aquí. Está recogida en el Curso de filosofía positiva, comenzado a redactar en 1830:
Estudiando el desarrollo total de la inteligencia humana en sus diversas esferas de actividad, desde su primer vuelo más simple hasta nuestros días, creo haber descubierto una gran ley fundamental, a la cual se ha sujetado por una necesidad invariable y que me parece poder estar sólidamente establecida, bien sea por las pruebas racionales que suministra el conocimiento de nuestra organización, bien sea por las verificaciones históricas resultante de un examen atento del pasado. Esta ley consiste en que cada una de nuestras principales concepciones, cada rama de nuestros conocimientos, pasa sucesivamente por tres estados teóricos diferentes: el estado teológico, o ficticio; el estado metafísico, o abstracto; el estado científico, o positivo (...).
En el estado teológico, el espíritu humano, que dirige esencialmente sus investigaciones hacia la naturaleza íntima de los seres, hacia las causas primeras y finales de todos los efectos que le impresionan, en una palabra, hacia los conocimientos absolutos, se representa a los fenómenos como resultados de la acción directa y continua de agentes sobrenaturales más o menos numerosos cuya intervención arbitraria explica todas las aparentes anomalías del universo.
En el estado metafísico, que en el fondo no es más que una simple modificación general del primero, los agentes sobrenaturales son reemplazados por fuerzas abstractas, verdaderas entidades (abstracciones personificadas) inherentes a los diversos seres del mundo, y concebidas como capaces de engendrar por ellas mismas todos los fenómenos observados, cuya explicación consiste entonces en asignar para cada uno de ellos la entidad correspondiente.
Finalmente, en el estado positivo, el espíritu humano, reconociendo la imposibilidad de obtener nociones absolutas, renuncia a buscar el origen y el destino del universo y a conocer las causas íntimas de los fenómenos, para aplicarse únicamente a descubrir, por el uso bien combinado del razonamiento y la observación, sus leyes efectivas, es decir, sus relaciones invariables de sucesión y de similitud. La explicación de los hechos, reducida ahora a sus términos reales, no es ya más que la relación establecida entre los diversos fenómenos particulares y algunos hechos generales cuyo número tiende a reducir día a día el progreso de la ciencia.
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