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Editorial |
Aunque yo no participo de la fe cristiana de Tolstói, eso no me ha impedido disfrutar de la lectura de este manifiesto a favor del amor y contra toda violencia. También creo que en mucha ocasiones mantiene una postura excesivamente ingenua con respecto a la sociedad y a la historia, pero eso tampoco me ha hecho rechazar su lectura. Y es que el encanto que segrega este texto no procede ni de sus creencia ni de su capacidad argumentativa, sino de la convicción con que se expresa el escritor ruso y, lo que es más importante, de lo profundamente coherente que resulta con respecto a sus acciones vitales.
Influido por la lectura de Thoreau, Tolstói empieza por aplicar las ideas recogidas en los textos del norteamericano en Yasnaia Poliana, la finca propiedad de la familia, y allí mismo abre una escuela primero, después libera a toda la servidumbre. Lo que él entiende por ley cristiana del amor será la guía de su vida y la que intenta recoger de la manera más sencilla y expresiva posible en este texto de poco más de cien páginas. Es su última obra, su testamento moral —Esto es lo que quería decir a mis hermanos antes de morir (p 110)—. Su rechazo a cualquier forma de coerción, humillación, abuso o violencia ejercida sobre otro ser humano.
Tolstói estaba convencido de que el amor podía ser la norma de conducta que dirigiese las relaciones sociales, el camino por donde debía transitar toda acción humana, tanto mercantil como política. Siendo así, se desactivaría la violencia y, como consecuencia, se instauraría una sociedad donde reinara la justicia en todas y cada una de sus actuaciones. El mensaje es simple y directo. Solo hay que ponerlo en práctica. Gandhi se inspiró en él. Otro tanto hizo Martin Luther King. Se puede soñar.
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