Posiblemente la poesía de Agustín Fernández Mallo sea la propuesta más novedosa y radical en el panorama poético peninsular desde la aparición de los novísimos en la década de los sesenta del pasado siglo. La editorial que lo ampara apuesta por él y hace que un peso pesado de la poesía española, Antonio Gamoneda, redacte un frontispicio-presentación que juega con la propuesta del autor. Además, Pablo García Casado firma un prólogo para orientar a desorientados y defender el trabajo de Fernández Mallo.
Nadie sabe qué pueda ocurrir dentro de 100 años. Nadie sabe qué pueda pasar con la obra del físico —físico, no profesor de Física— que dejó de serlo para convertirse en escritor. A fin de cuentas, no hay tarea más inútil que la de la crítica y la reseña, pues serán el tiempo y la masa lectora las que dictaminen si una obra se convertirá en referente, en pieza clave de la historia de la literatura o será abandonada y olvidada. Pero Fernández Mallo viaja bien amparado por numerosas adhesiones y empieza a ser también cuantiosa la atención que despierta en la crítica especializada, lo que es buen síntoma para una posterior permanencia.
No diré que la poesía que aquí se nos ofrece es apta para todos los públicos. En sí misma, la poesía es minoritaria y cuando es vanguardista, cuando intenta abrir nuevos caminos, cuando se sale de las fronteras de lo conocido, es aún más minoritaria. Fernández Mallo es ambicioso y explora aspectos no trabajados hasta ahora como la relación entre ciencia y poesía, entre lógica y sentimiento, entre objeto y sujeto, lo cual es mucho explorar.
Todo lo que había en mis ojos por sí solo
se ha ido cayendo —como si el mundo fuera postilla
de una herida que no cicatriza—.
(p 96)
Esta poesía fragmentaria, posmoderna, postpoética —por utilizar el propio término del autor—, alejada de sentimientos, antibiográfica, disonante, antirromántica, poliédrica, conjetural, rizomática y epistemológica, podrá gustar o no —y tal vez sea ese el juicio más humilde y sincero que se pueda hacer—, pero hay que reconocerle el valor de apuesta y revulsivo que comporta.
En un lugar de Bangladesh hay un desguace de trasatlánticos, petroleros, cargueros, verdaderas ciudades flotantes ahora en tierra. Los trabajadores, todos ellos varones, despiezan a mano esos gigantes, de modo que cada trozo debe tener un tamaño tal que pueda ser transportado por un solo hombre. Un barco puede llegar a trocearse hasta en un millón de estas partes. A fin de que el buque no se caiga, el desguace se inicia por la pro y la popa al mismo tiempo, para ir avanzando hacia el punto central donde se ubica el centro de gravedad —es un tante, ese centro de gravedad en todo momento se desconoce—. en ese proceso el barco adquiere muchos aspectos, algunos verdaderamente agradables, otros francamente monstruosos, en función de sus formas y colores. A la última pieza —no más grande que la palma de una mano—, los trabajadores acostumbran a llamarla alma. (Duelo)
Veo un bosque y algo más vivo dentro.
(p 127)
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