sábado, 27 de febrero de 2016

EL GRATO SILENCIO DE LA CIVILIZACIÓN

 27 de febrero. Ha llovido durante toda la noche. Sigue lloviendo por la tarde. Miro por la ventana y no veo a nadie andando por la calle. Las 16:15 de un sábado de invierno lluvioso. Acaso la gente estará en sus casas disfrutando de la siesta, o de la grata placidez de la calefacción, o de la somnolencia que sobreviene con alguna película en la televisión.

Me calzo las botas bien engrasadas, me pongo los pantalones de monte, una chaqueta ligera de plástico y cojo el paraguas. 

La lluvia lo llena todo: las calles, los arroyos, los prados, la atmósfera. Aligero el paso y me dejo llevar por la plenitud de lo húmedo y esa sensación de frescura y vitalidad que todo lo impregna. Solamente me acompañan el alboroto de la lluvia, el ulular del viento y el estruendo de los riachuelos que bajan crecidos y hermosos como seres a los que acabaran de darles la libertad.

Lo empinado de la subida frena mi impulso inicial. Me adentro en el bosque de hayas. Parece que en cualquier momento pudiera surgir de entre las piedras o desde detrás de los troncos algún ser mágico para protestar por la invasión de su territorio. Ningún intxixu, ninguna Mari, ningún elfo, ningún hada me impide seguir caminando.

La cascada se me ofrece al fondo. Un poco más arriba, muy poco, una densa niebla, la nube fértil y liberal que está descargando todo su contenido sobre este campo desierto de seres humanos.

Me paro en medio de esta soledad poblada de miles de seres no humanos. Escucho la lluvia, el viento, el estrépito de la cascada, los tordos, que ajenos a mi presencia continúan con sus vuelos y sus cantos. 

Es grato el silencio de la civilización, aunque solo sea por un par de horas.

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