Cojo un tren de cercanías camino del trabajo. Abro un libro y me sumerjo en la lectura.
Pocos minutos después, tengo que realizar un esfuerzo numantino de concentración para poder seguir lo que el autor me dice. Una conversación a voz en grito sobre cualquier cotidianidad pelea a brazo partido por imponerse sobre el texto y sus circunstancias.
Por fortuna, la conversación radiada para todo el vagón decae al poco tiempo, y yo vuelvo a entender la línea en la que mis ojos se posan. Progreso en la lectura cual navío en mar favorable.
Un teléfono transmite la señal de llamada. Mi gozo, en un pozo. El propietario del inalámbrico, generosamente, nos hace partícipes a todos sus compañeros de viaje del problema doméstico que le ocupa. Nos enteramos de que esa noche ha dormido de pena y de que el fontanero no podrá pasar por su casa hasta mañana. Mala suerte.
Antes de que termine la conversación, otro usuario del transporte público rivaliza en volumen dentro del vagón:
—¡Cariño, qué alegría!
A mí la ilusión me ha dejado casi sordo. Será que estoy un poco sensible.
Instantes después de que la información sentimental acabe, unos bárbaros juegan al ratón y al gato con el revisor. Portazos, carreras, risas, exabruptos. Lo más fino, un tío, vamos al váter y nos echamos un canuto.
Cuando llego a mi destino, no he conseguido leer más de cuatro líneas. En estas condiciones, defender el transporte público es un ejercicio romántico difícil de argumentar racionalmente.
¡Por favor, no griten, estoy leyendo!
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