Esta escritora estadounidense sitúa en una biblioteca los inicios de su pasión por la literatura. Las normas de la biblioteca eran un tanto rígidas según cuenta ella misma: No podías devolver un libro el mismo día en que lo habías sacado; no importaba que hubieras leído hasta la última palabra y que necesitaras empezar otro. Podías sacar dos libros y sólo dos, y esta regla funcionaba cuando eras niña y durante el resto de tu vida.
A pesar de la insensatez de la norma, esto no le impidió seguir acudiendo a la biblioteca y disfrutando de esa inmensa fuente de palabras e historias que suponía aquel recinto mágico que siempre tenía a su disposición un libro nuevo. Su preocupación era otra totalmente distinta: Supe que aquello era una bendición, lo supe en aquel momento. El gusto no es tan importante, llega con el tiempo. Y yo quería leer inmediatamente. Mi único temor era que los libros se acabaran (la negrita es mía).
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La anécdota está sacada del excelente libro de Manguel, libro que he leído gracias a una biblioteca y que cualquier día de estos comentaré.
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