Aprendí a conducir un coche porque no estaba dispuesto a atravesar un desierto, con mis hijos en brazos, cada vez que queríamos disfrutar de la playa en verano.
A decir verdad, hasta entonces, siempre me había manifestado en contra del automóvil y de lo que éste supone de barbarie civilizada: ruidos, ansiedad, contaminación, gasto energético desmesurado y prepotencia del conductor sobre el peatón. Sin embargo, aquel verano en que, en plena calorina, nos pusimos en marcha hacia la playa y, a mitad camino, nos rendimos en un parque, me dije a mí mismo y a la familia que el verano siguiente iríamos en coche. Y así fue.
Desde entonces, no sólo hemos atravesado los seis kilómetros que nos separan de la playa en automóvil, sino que hemos recorrido casi toda la península y buena parte de Europa. Hemos descubierto juntos lugares maravillosos y hemos disfrutado de viajes inolvidables. Hemos cantado a voz en grito al son de la música que salía del radiocasete por carreteras alejadas de toda circulación, y hemos vivido momentos divertidos, como aquella vez en que avanzando por la autopista a la velocidad que el código permite, cuando se tiene una “L” puesta en el cristal trasero, mi hija mayor, cansada seguramente de que todos nos adelantaran, dijo:
-Mirad, mirad, un caracol nos está adelantando por la derecha.
¡Cómo reímos todos la ocurrencia! Pero lo más entrañable, lo más emotivo, lo que me hizo olvidar casi definitivamente todas mis opiniones negativas sobre el coche, fue cuando, hace casi ya dos años, la pequeña, que estudia fuera de casa, y a la que le costó unos meses adaptarse a esa nueva situación, dijo a la vista del coche, cuando fuimos a recogerla un viernes por la tarde:
-¡Qué bien, por fin ambiente familiar!
Sorprende, a veces, lo que puede hacer un coche.
A decir verdad, hasta entonces, siempre me había manifestado en contra del automóvil y de lo que éste supone de barbarie civilizada: ruidos, ansiedad, contaminación, gasto energético desmesurado y prepotencia del conductor sobre el peatón. Sin embargo, aquel verano en que, en plena calorina, nos pusimos en marcha hacia la playa y, a mitad camino, nos rendimos en un parque, me dije a mí mismo y a la familia que el verano siguiente iríamos en coche. Y así fue.
Desde entonces, no sólo hemos atravesado los seis kilómetros que nos separan de la playa en automóvil, sino que hemos recorrido casi toda la península y buena parte de Europa. Hemos descubierto juntos lugares maravillosos y hemos disfrutado de viajes inolvidables. Hemos cantado a voz en grito al son de la música que salía del radiocasete por carreteras alejadas de toda circulación, y hemos vivido momentos divertidos, como aquella vez en que avanzando por la autopista a la velocidad que el código permite, cuando se tiene una “L” puesta en el cristal trasero, mi hija mayor, cansada seguramente de que todos nos adelantaran, dijo:
-Mirad, mirad, un caracol nos está adelantando por la derecha.
¡Cómo reímos todos la ocurrencia! Pero lo más entrañable, lo más emotivo, lo que me hizo olvidar casi definitivamente todas mis opiniones negativas sobre el coche, fue cuando, hace casi ya dos años, la pequeña, que estudia fuera de casa, y a la que le costó unos meses adaptarse a esa nueva situación, dijo a la vista del coche, cuando fuimos a recogerla un viernes por la tarde:
-¡Qué bien, por fin ambiente familiar!
Sorprende, a veces, lo que puede hacer un coche.
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