Había una vez un blog que estaba triste y melancólico porque no encontraba sentido a su vida. Ésta es, si queréis leerla, su terrible y escueta historia.
Cuando vino al mundo, cuando se publicó el primer post, cuando apareció en la sacrosanta y bendita Red de Redes, todo era alegría. Allí estaba él, con su nombre bien limpio y su diseño impoluto, para anunciar a todos las maravillas que iba a exponer a los cuatro puntos cardinales, vía digitalización exprés e hiperenlace hiperactivo.
Pronto llegaron más y más entradas. Enseguida aparecieron los primeros comentarios, no muchos, es verdad, porque a la gente le cuesta —¡y cómo!—expresar por escrito lo que piensa, qué le vamos a hacer. No tardaron en hacerse seguidores algunos familiares y amigos del administrador, pocos, y algún que otro desconocido, que rápidamente pasó a ser conocido.
¡Qué alegría saber que alguien se había detenido durante varios hermosos segundos en un post suyo! ¡Qué emoción descubrir en las estadísticas internas que dos habitantes de la India y uno de Lituania habían posado su cursor sobre la misma página en el último mes! ¡Qué temblor de bits al comprobar que venían a él desde distintos sistemas operativos! ¡Qué bien estaba hecho el mundo digital!
Poco a poco fue aumentando el número de entradas. La organización se hizo más precisa para favorecer el crecimiento de los contenidos. Fueron acrecentándose las visitas y se hicieron cada vez más frecuentes los enlaces. En alguna ocasión, incluso, pasó a ser el espacio web más visitado de su localidad, un pequeño pueblo perdido en la montaña —competir con las páginas de las tres casas rurales que había era muy duro, que ya conocemos la tendencia a la holganza del género humano—.
Y cuando todo era felicidad, de repente, un día, su administrador escribió un post sobre los libros. Sobre los libros de papel. Ese objeto caduco y rencoroso, carne de desaparición. En él pedía, o poco menos, que el personal acudiera a las librerías y los comprara y los leyera. Hablaba de la importancia de mantener con vida la imprenta Gutenberg. Escribía impudicias sobre el tacto y el olor de semejantes artilugios. ¡Impulsaba a los lectores a tener sus propias bibliotecas de papel mohoso y caduco en sus casas!
Su vida ya no tenía sentido. Cómo ser un blog digno, si quien se encargaba de llenar con letras sus entradas quería defender lo indefendible; si su administrador había escrito hace poco tiempo que nada le gustaba —al autor, no al blog—, o que le gustaba a medias, o que le gustaba contradictoriamente que el mundo digital estuviese produciendo una muerte lenta pero segura del texto impreso en papel.
Su vida ya no tenía sentido. Detrás de aquel post vinieron otros que se dedicaban a ensalzar esos horribles entes pesados y acaparadores de espacio físico. ¿Cómo sobrellevar la existencia si quien le llenaba las tripas lo hacía cada vez con mayor frecuencia de elogios extravagantes hacia todo lo que él denostaba?
Su vida ya no tenía sentido. Comenzó a dar continuos errores de memoria, se desconfiguró y desapareció.
"El espacio puede tener un horizonte y el tiempo un final, pero la aventura del aprendizaje es interminable". Timothy Ferris. La aventura del Universo.
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Por favor que a éste blog no le pase lo mismo!
ResponderEliminarManoli
No te preocupes, Manoli, de momento el administrador del blog es capaz de sobrellevar los errores de memoria, aunque no domina el lenguaje html y nada sabe de programación informática. Claro que tampoco el blog que maneja tiene voluntad propia... de momento.
EliminarUn abrazo