De la colección Cuentos de Odesa recojo el que lleva por título Con la emperatriz, básicamente porque es el más corto, y una también breve pero jugosa semblanza realizada por Jaume Crespo, Miguel Ángel Ors y Mikel Martínez para Radio 5.
En el bolsillo caviar y una libra de pan. Sin cobijo. Estoy en el puente Anichkov, arrimado a los caballos de Klodt. Un viento hinchado avanza desde la Morskaya. Por la Nevski, deambulan lucecitas naranja, enredadas en algodón. Necesito un rincón. La ciudad me sierra como el niño inexperto la cuerda del violín. Repaso en la memoria los apartamentos abandonados por la burguesía. El palacio Anichkov penetra en mis ojos en toda su plena enormidad. Ahí está el rincón.
No es difícil cruzar el vestíbulo sin ser visto. El palacio está vacío. Un ratón raspa sin prisa en una habitación lateral. Estoy en la biblioteca de la emperatriz viuda María Fiódorovna. Un viejo alemán, parado en medio de la habitación, coloca algodón en los oídos. Se dispone a salir. La suerte me besa en los labios. El alemán es conocido. En una ocasión inserté gratis su anuncio sobre la pérdida del pasaporte. El alemán me pertenecía con todo su mondongo honrado y fofo. Acordamos: yo esperaré a Lunacharski[1] en la biblioteca porque, verá usted, debo ver a Lunacharski.
El melódico tictac del reloj sacó al alemán de la habitación. Estoy solo. Encima de mí arden bolas de cristal con amarilla luz sedosa. De los tubos de la calefacción sube un calor indescriptible. Profundos divanes rodean de tranquilidad mi cuerpo.
Un registro superficial da resultados. En la chimenea descubro una tarta de patata, una cacerola, una pizca de té y azúcar. Por fin el mechero de alcohol asoma su lengua azul. Esa noche cené como persona. Sobre la mesita china tallada, con destellos de barniz antiguo, extendí una finísima servilleta. Acompañaba cada trozo de este severo pan de racionamiento con sorbos de té dulce, humeante, con estrellas coralinas refulgiendo en las aristas del vaso. El terciopelo de los asientos acariciaba con manos rollizas mis flacos costados. Tras la ventana, sobre el granito petersburguense aterido de frío, caían vaporosos cristales de nieve.
La luz semejante a brillantes columnas color limón, se desparramaba por las paredes cálidas, tocaba el lomo de los libros que en respuesta centelleaban con su oro azul.
Los libros —páginas consumidas y olorosas—me llevaron a la lejana Dinamarca. Hacía más de medio siglo fueron regalados a la joven princesa que se iba de su país breve y casto a la Rusia feroz. En los severos títulos con tinta descolorida, en tres renglones oblicuos, de la princesa se despedían las damas preceptoras y sus amigas de Copenhague —hijas de consejeros de Estado, los maestros-profesores apergaminados del liceo, papá-rey y mamá-reina, una madre que llora. Largas baldas con lomos dorados, lomos ennegrecidos, evangelios infantiles manchados con tinta, con borrones tímidos, con torpes súplicas improvisadas al Señor Jesucristo, tomos en cordobán de Lamartine y Chenier con flores secas, que se reducían a polvo. Voy hojeando las páginas carcomidas que sobrevivieron al olvido, y la imagen de un país ignoto, el hilo de días extraordinarios, surgen ante mí —muros bajos en torno a los jardines reales, rocío en el césped segado, somnolientas esmeraldas de los canales y un rey largo con patillas de color chocolate, el tranquilo tañir de una campana sobre la iglesia palaciega, el primer amor y un breve susurro en las salas pesadas.
Una mujer pequeña, de cara alisada con polvos, una ladina intrigante con pasión insaciable de mandar, una furiosa hembra entre los granaderos de Preobrazhenski, madre implacable, pero atenta, aplastada por la alemana, la emperatriz María Fiódorovna despliega ante mí el rollo de su vida sorda y larga.
Sólo muy entrada la noche abandoné esta crónica triste y conmovedora, estos fantasmas de calaveras sangrantes. Bajo el rebuscado techo marrón se guían ardiendo tranquilas las bolas de cristal, llena de polvo arremolinado. Junto a mis borceguíes rotos, en las alfombras azules pasmáronse regueros de plomo. Agotado por la labor del cerebro y por el calor del silencio, quedé dormido.
De noche, por el parquet opacado de los pasillos tomé el camino de la salida. El despacho de Alejandro III era un cajón alto con las ventanas que daban a la Nevski tapiadas. Las habitaciones de Mijail Alexándrovich —alegre apartamento de un oficial culto que hace gimnasia, paredes forradas de una tela clarita con manchas de rosa pálido, sobre las chimeneas bajas chucherías de porcelana, imitando la ingenuidad y la carnosidad innecesaria del siglo diecisiete.
Esperé un largo rato recostado sobre una columna, hasta que se durmiera el último lacayo del palacio. Este agachó las mejillas arrugadas, afeitadas por vieja costumbre; un farol doraba débilmente su alta frente decaída.
Cerca de la una de la madrugada salí a la calle. La Nevski me recogió en su regazo insomne. Fui a dormir a la estación Nikoláyevski. Sepan los de aquí huidos que en San Petersburgo un poeta sin hogar tiene donde pasar la noche.