martes, 17 de noviembre de 2020

LAS TRISTES

Editorial
Era el año 8 de nuestra era y Ovidio estaba felizmente olvidado del mundo y sus problemas en la isla de Capri —ya en aquella época era territorio vacacional—. Recibió la llamada del emperador Augusto. Le convocaba a una reunión. Podemos suponer que no le haría mucha gracia suspender repentinamente su retiro, pero era Augusto quien le llamaba y nadie podía negarse a una convocatoria así. Fue a Roma. Cuanto allí hablaron nadie lo sabe y nunca lo sabremos, porque fue una reunión a puerta cerrada. Conocemos la consecuencia: Ovidio fue enviado al exilio, al extremo oriental del imperio, a Tomis.

Mucho se ha especulado sobre el motivo del destierro. Lo cierto es que como dice uno de los investigadores que con mayor atención se ha dedicado al tema, John C. Thibault, ninguna afirmación sobre la causa del exilio es enteramente satisfactoria. O dicho con lenguaje científico, no hay ninguna evidencia sobre cuál fue exactamente la causa. Podemos suponer a partir de la lectura de Las Tristes (2.103-4; 3.1.51-2, y 3.5.45-52) que el motivo es doble: una composición poética  —seguramente Arte de amar— y una falta que el mismo poeta califica de leve. El caso es que no hay ningún documento que nos permita afirmar nada.

Lo que sí hay es un documento que nos habla de la profunda tristeza en la que quedó sumido Ovidio en un territorio cuya lengua no hablaba —aunque la aprendió con el tiempo—, y que se pasó todo el tiempo escribiendo cartas para conseguir su redención. Las Tristes son la mejor colección de versos para saber de su desolación e incluso de su propia vida, como es la elegía 4. 10: 

Yo soy el cantor de los tiernos amores; posteridad, oye mis palabras si quieres conocer al poeta que lees. Sulmona, abundante de frescos manantiales, es mi patria, que dista noventa millas de Roma. Allí vi la luz, y para que conozcas la época, fue el año en que perecieron los dos cónsules con una muerte igual. Si ello vale algo, heredé el orden ecuestre de mis insignes abuelos, y no debo a la fortuna el título de caballero. No fui el primogénito, sino nacido después de mi hermano mayor, que vino al mundo un año antes. La misma estrella presidió el natalicio de ambos, que festejábamos el mismo día con la ofrenda de dos tortas, y era éste uno de los cinco consagrados a las fiestas de la belicosa Minerva, el primero que se dedica a los combates sangrientos. Nuestra educación comenzó pronto, gracias al celo de mi padre, y asistimos a las lecciones de los maestros insignes de Roma. Mi hermano desde joven se inclinaba a la oratoria, como si hubiese nacido para las tempestuosas luchas del foro; y a mí desde niño me seducían los sagrados misterios, y la Musa en secreto me forzaba a rendirle culto. Muchas veces me dijo mi padre: «¿Por qué pierdes el tiempo en inútiles estudios? El mismo Homero no dejo ninguna riqueza.» Sus consejos me impresionaban, y abandonando todo el Helicón, intentaba coordinar palabras no sujetas a medida, espontáneamente acudían a formar pies cabales, y cuanto intentaba decir lo decía en verso. Entretanto los años resbalaban con pasos silenciosos, y mi hermano y yo tomamos la toga viril; echamos sobre nuestros hombros la púrpura laticlavia, y cada cual siguió su primera vocación. Ya mi hermano mayor había llegado a la edad de veinte años cuando murió, y comencé a carecer de una parte de mí mismo. Entré en el ejercicio de los cargos honoríficos que se conceden a la primera juventud, y fui nombrado triunviro. Me quedaba por conquistar el senado; mas esta carga era muy superior a mis fuerzas, y me contenté con la augusticlavia. De cuerpo poco vigoroso y natural menos apto para trabajos excesivos, y extraño a los impulsos de la turbulenta ambición, las hermanas Aonias, que siempre fueron de mí bien amadas, me convidaban a sus tranquilos ocios. Cultivé y frecuenté la amistad de los poetas de aquel tiempo, y creía ver otros tantos dioses en estos inspirados mortales. Muchas veces el viejo Macer me leyó sus poemas de las Aves y las Serpientes nocivas y las Hierbas saludables; muchas veces Propercio, unido a mí por íntimo afecto, me recitó sus fogosas elegías; Póntico, insigne por sus cantos heroicos, y Baso por sus yambos, se contaban como miembros queridos de mis reuniones, y el armonioso Horacio hechizaba mis oídos al acompañar con la lira de Ausonia sus elegantes odas. A Virgilio apenas le vi, y el avaro destino me arrebató pronto la amistad de Tibulo, que fue, Galo, tu sucesor, como de éste Propercio en la serie de los tiempos. Yo aparecí detrás, el cuarto, y lo mismo que veneré a los mayores, así los más jóvenes me veneraron a mí. No tardó mi Talía en darme a conocer; cuando leí al pueblo las poesías retozonas de mi juventud, sólo me había afeitado dos o tres veces. Exaltó mi numen una mujer celebrada en toda la ciudad, a la que dediqué mis Amores bajo el seudónimo de Corina. Compuse muchas obras, pero las que juzgué defectuosas, yo mismo las castigué entregándolas a las llamas; y antes de partir al destierro, quemé algunas que debían agradar, irritado contra mis estudios poéticos.

Mi tierno corazón, no invulnerable a las flechas de Cupido, se conmovía por la causa más leve, y a pesar de mi temperamento que se encendía con poco fuego, mi reputación no cayó envuelta en ninguna anécdota escandalosa. Casi niño todavía, díéronme una esposa ni digna ni conveniente, cuya unión se rompió en breve. Sucediole la segunda, de proceder irreprochable, pero que tampoco hubo de compartir mi lecho largo tiempo, y la última, que me acompañó basta la vejez, no se avergonzó de llamarse la esposa de un desterrado. Mi hija, dos veces fecunda en su primera juventud, aunque no de un solo esposo, me hizo otras tantas abuelo. Llegó por fin mi padre al término de su existencia, habiendo cumplido noventa años de edad, y lo lloré como él hubiese llorado mi pérdida; poco después pagué el último tributo a mi madre. ¡Felices ambos, sepultados a tiempo para no ver el día de mi condenación, y feliz yo también, porque no les hice testigos de mi infortunio ni les produje la consiguiente amargura! Si detrás de la muerte queda algo más que un vano nombre, y la leve sombra escapa a las llamas de la hoguera, y el rumor de mi falta llegó hasta vosotras, sombras de mis padres, y se juzgan mis delitos en el tribunal del infierno, quiero que sepáis la causa, y es imposible engañaros, que me ocasionó el destierro: fue por imprudente y no por criminal. Esto basta a los Manes: vuelvo a vosotros, espíritus curiosos de conocer los sucesos de mi vida. Transcurridos los años mejores, había llegado la vejez y sembrado de canas mi cabeza; desde mi nacimiento, ceñido en Pisa con la corona de olivo, el vencedor en la contienda de los carros había alcanzado diez veces el premio, cuando la cólera de un príncipe ofendido me obligó a residir en Tomos, ciudad sita a la izquierda del mar Euxino.

La causa de mi sentencia, harto conocida de todos, no necesita la confirmación de mi testimonio. ¿A qué referir la deslealtad de mis amigos, las acusaciones de los siervos y tantas amarguras más crueles que el mismo destierro? Pero mi ánimo se rebeló a sucumbir a tal prueba, y recogiendo sus fuerzas salió al fin victorioso; di al olvido la paz y los ocios de la pagada edad, tomé las armas extrañas a mis hábitos, cuando lo reclamaba la ocasión, y afronté tantos peligros por mar y tierra, como estrellas lucen en el polo que conocemos y el que se niega a nuestra vista, y después de largos rodeos arribé a las playas Sarmáticas vecinas de los Getas, hábiles en lanzar flechas. Aquí, aunque aturdido por el estruendo de las armas en torno mío resuenan, endulzo con la poesía mi triste situación; y aunque no haya un solo oído dispuesto a escucharme, abrevio y engaño con ella las horas eternas del día. Si vivo aún, y conllevo la dureza de mis trabajos, y no he llegado a aborrecer mi penosa existencia, es, Musa, gracias a ti, que me consuelas, que calmas mis inquietudes y alivias mis dolores. Tú eres mi guía y compañera; tú me libras de las riberas del Ister, y me conduces a la cumbre del Helicón; tú, caso raro, me diste en vida un nombre célebre que la fama no suele conceder más que a los muertos. La envidia, detractora de lo actual, no clavó su inicuo diente en ninguna de mis obras; habiendo producido nuestro siglo excelentes poetas, la murmuración no se enconó maligna contra mi ingenio, y si bien reconozco a muchos superiores, no se me reputa inferior a ellos, y soy muy leído en todo el orbe. Si es que encierran algo de verdad los presagios de los vates, no seré, ¡oh tierra!, tu despojo, desde el instante que muera; y ya deba al favor, ya a mis poemas este renombre, benévolo lector, recibe el testimonio legítimo de mi gratitud.

Texto tomado del sitio Imperium. Desconozco quién realizó la traducción.

***

La edición que ha realizado Antonio Ramírez de Verger para Cátedra es muy recomendable, no solo por la cantidad de notas que aporta al texto y por el trabajo introductorio que lo precede, sino porque, además, ha realizado el ímprobo esfuerzo de traducir en verso.

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