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lunes, 2 de octubre de 2023

BÉCQUER Y FITERO (La cueva de la Mora)

Editorial
Gracias, Irene, por las imágenes.



I



Frente al establecimiento de baños de Fitero, y sobre unas rocas cortadas a pico,
a cuyos pies corre el río Alhama, se ven todavía los restos abandonados de un castillo árabe, célebre en los fastos gloriosos de la Reconquista, por haber sido teatro de grandes y memorables hazañas, así por parte de los que le defendieron, como los que valerosamente clavaron sobre sus almenas el estandarte de la cruz.

De los muros no quedan más que algunos ruinosos vestigios; las piedras de la atalaya han caído unas sobre otras al foso y lo han cegado por completo; en el patio de armas crecen zarzales y matas de jaramago; por todas partes adonde se vuelven los ojos no se ven más que arcos rotos, sillares oscuros y carcomidos: aquí un lienzo de barbacana, entre cuyas hendiduras nace la hiedra; allí un torreón, que aún se tiene en pie como por milagro; más allá los postes de argamasa, con las anillas de hierro que sostenían el puente colgante.

Durante mi estancia en los baños, ya por hacer ejercicio que, según me decían, era conveniente al estado de mi salud, ya arrastrado por la curiosidad, todas las tardes tomaba entre aquellos vericuetos el camino que conduce a las ruinas de la fortaleza árabe, y allí me pasaba las horas y las horas escarbando el suelo por ver si encontraba algunas armas, dando golpes en los muros para observar si estaban huecos y sorprender el escondrijo de un tesoro, y metiéndome por todos los rincones con la idea de encontrar la entrada de algunos de esos subterráneos que es fama existen en todos los castillos de los moros.

Mis diligentes pesquisas fueron por demás infructuosas.

Sin embargo, una tarde en que, ya desesperanzado de hallar algo nuevo y curioso en lo alto de la roca sobre que se asienta el castillo, renuncié a subir a ella y limité mi paseo a las orillas del río que corre a sus pies, andando, andando a lo largo de la ribera, vi una especie de boquerón abierto en la peña viva y medio oculto por frondosos y espesísimos matorrales. No sin mi poquito de temor separé el ramaje que cubría la entrada de aquello que me pareció cueva formada por la Naturaleza y que después que anduve algunos pasos vi era un subterráneo abierto a pico. No pudiendo penetrar hasta el fondo, que se perdía entre las sombras, me limité a observar cuidadosamente las particularidades de la bóveda y del piso, que me pareció que se elevaba formando como unos grandes peldaños en dirección a la altura en que se halla el castillo de que ya he hecho mención, y en cuyas ruinas recordé entonces haber visto una poterna cegada. Sin duda había descubierto uno de esos caminos secretos tan comunes en las obras militares de aquella época, el cual debió de servir para hacer salidas falsas o coger durante el sitio, el agua del río que corre allí inmediato.

Para cerciorarme de la verdad que pudiera haber en mis inducciones, después que salí de la cueva por donde mismo había entrado, trabé conversación con un trabajador que andaba podando unas viñas en aquellos vericuetos, y al cual me acerqué so pretexto de pedirle lumbre para encender un cigarrillo.

Hablamos de varias cosas indiferentes; de las propiedades medicinales de las aguas de Fitero, de la cosecha pasada y la por venir, de las mujeres de Navarra y el cultivo de las viñas; hablamos, en fin, de todo lo que al buen hombre se le ocurrió, primero que de la cueva, objeto de mi curiosidad.

Cuando, por último, la conversación recayó sobre este punto, le pregunté si sabía de alguien que hubiese penetrado en ella y visto su fondo.

-¡Penetrar en la cueva de la mora! -me dijo como asombrado al oír mi pregunta-. ¿Quién había de atreverse? ¿No sabe usted que de esa sima sale todas las noches un ánima?

-¡Un ánima! -exclamé yo sonriéndome-. ¿El ánima de quién?

-El ánima de la hija de un alcaide moro que anda todavía penando por estos lugares, y se la ve todas las noches salir vestida de blanco de esa cueva, y llena en el río una jarrica de agua.

Por la explicación de aquel buen hombre vine en conocimiento de que acerca del castillo árabe y del subterráneo que yo suponía en comunicación con él, había alguna historieta; y como yo soy muy amigo de oír todas estas tradiciones, especialmente de labios de la gente del pueblo; le supliqué me la refiriese, lo cual hizo, poco más o menos, en los mismos términos que yo a mi vez se la voy a referir a mis lectores.


II


Cuando el castillo del que ahora sólo restan algunas informes ruinas, se tenía aún por los reyes moros, y sus torres, de las que no ha quedado piedra sobre piedra, dominaban desde lo alto de la roca en que tienen asiento todo aquel fertilísimo valle que fecunda el río Alhama, ocurrió junto a la villa de Fitero una reñida batalla, en la cual cayó herido y prisionero de los árabes un famoso caballero cristiano, tan digno de renombre por su piedad como por su valentía.

Conducido a la fortaleza y cargado de hierros por sus enemigos, estuvo algunos días en el fondo de un calabozo luchando entre la vida y la muerte hasta que, curado casi milagrosamente de sus heridas, sus deudos le rescataron a fuerza de oro.

Volvió el cautivo a su hogar; volvió a estrechar entre sus brazos a los que le dieron el ser. Sus hermanos de armas y sus hombres de guerra se alborozaron al verle, creyendo la llegada de emprender nuevos combates; pero el alma del caballero se había llenado de una profunda melancolía, y ni el cariño paterno ni los esfuerzos de la amistad eran parte a disipar su extraña melancolía.

Durante su cautiverio logró ver a la hija del alcaide moro, de cuya hermosura tenía noticias por la fama antes de conocerla; pero cuando la hubo conocido la encontró tan superior a la idea que de ella se había formado, que no pudo resistir a la seducción de sus encantos, y se enamoró perdidamente de un objeto para él imposible.

Meses y meses pasó el caballero forjando los proyectos más atrevidos y absurdos: ora imaginaba un medio de romper las barreras que lo separaban de aquella mujer; ora hacía los mayores esfuerzos para olvidarla; ya se decidía por una cosa, ya se mostraba partidario de otra absolutamente opuesta, hasta que al fin un día reunió a sus hermanos y compañeros de armas, mandó llamar a sus hombres de guerra, y después de hacer con el mayor sigilo todos los aprestos necesarios, cayó de improviso sobre la fortaleza que guardaba a la hermosura, objeto de su insensato amor.

Al partir a esta expedición, todos creyeron que sólo movía a su caudillo el afán de vengarse de cuanto le habían hecho sufrir aherrojándole en el fondo de sus calabozos; pero después de tomada la fortaleza, no se ocultó a ninguno la verdadera causa de aquella arrojada empresa, en que tantos buenos cristianos habían perecido para contribuir al logro de una pasión indigna.

El caballero, embriagado en el amor que al fin logró encender en el pecho de la hermosísima mora, ni hacía caso de los consejos de sus amigos, ni paraba mientes en las murmuraciones y las quejas de sus soldados. Unos y otros clamaban por salir cuanto antes de aquellos muros, sobre los cuales era natural que habían de caer nuevamente los árabes, repuestos del pánico de la sorpresa.

Y en efecto, sucedió así: el alcaide allegó gentes de los lugares comarcanos; y una mañana el vigía que estaba puesto en la atalaya de la torre bajó a anunciar a los enamorados amantes que por toda la sierra que desde aquellas rocas se descubre se veía bajar tal nublado de guerreros, que bien podía asegurarse que iba a caer sobre el castillo la morisma entera.

La hija del alcaide se quedó al oírlo pálida como la muerte; el caballero pidió sus armas a grandes voces, y todo se puso en movimiento en la fortaleza. Los soldados salieron en tumulto de sus cuadras; los jefes comenzaron a dar órdenes; se bajaron los rastrillos; se levantó el puente colgante, y se coronaron de ballesteros las almenas.

Algunas horas después comenzó el asalto.

Al castillo con razón podía llamarse inexpugnable. Sólo por sorpresa, como se apoderaron de él los cristianos, era posible rendirlo. Resistieron, pues, sus defensores, una, dos y hasta diez embestidas.

Los moros se limitaron, viendo la inutilidad de sus esfuerzos, a cercarlo estrechamente para hacer capitular a sus defensores por hambre.

El hambre comenzó, en efecto, a hacer estragos horrorosos entre los cristianos; pero sabiendo que, una vez rendido el castillo, el precio de la vida de sus defensores era la cabeza de su jefe, ninguno quiso hacerle traición, y los mismos que habían reprobado su conducta, juraron perecer en su defensa.

Los moros, impacientes: resolvieron dar un nuevo asalto al mediar la noche. La embestida fue rabiosa, la defensa desesperada y el choque horrible. Durante la pelea, el alcaide, partida la frente de un hachazo, cayó al foso desde lo alto del muro, al que había logrado subir con ayuda de una escala, al mismo tiempo que el caballero recibía un golpe mortal en la brecha de la barbacana, en donde unos y otros combatían cuerpo a cuerpo entre las sombras.

Los cristianos comenzaron a cejar y a replegarse. En este punto la mora se inclinó sobre su amante que yacía en el suelo moribundo, y tomándole en sus brazos con unas fuerzas que hacían mayores la desesperación y la idea del peligro, lo arrastró hasta el patio de armas. Allí tocó a un resorte, y, por la boca qué dejó ver una piedra al levantarse como movida de un impulso sobrenatural, desapareció con su preciosa carga y comenzó a descender hasta llegar al fondo del subterráneo.


III


Cuando el caballero volvió en sí, tendió a su alrededor una mirada llena de extravío, y dijo: -¡Tengo sed! ¡Me Muero! ¡Me abraso!- Y en su delirio, precursor de la muerte, de sus labios secos, por los cuales silbaba la respiración al pasar, sólo se oían salir estas palabras angustiosa: -¡Tengo sed! ¡Me abraso! ¡Agua! ¡Agua!

La mora sabía que aquel subterráneo tenía una salida al valle por donde corre el río. El valle y todas las alturas que lo coronan estaban llenos de soldados moros, que una vez rendida la fortaleza buscaban en vano por todas partes al caballero y a su amada para saciar en ellos su sed de exterminio: sin embargo, no vaciló un instante, y tomando el casco del moribundo, se deslizó como una sombra por entre los matorrales que cubrían la boca de la cueva y bajó a la orilla del río.

Ya había tomado el agua, ya iba a incorporarse para volver de nuevo al lado de su amante, cuando silbó una saeta y resonó un grito.

Dos guerreros moros que velaban alrededor de la fortaleza habían disparado sus arcos en la dirección en que oyeron moverse las ramas.

La mora, herida de muerte, logró, sin embargo, arrastrarse a la entrada del subterráneo y penetrar hasta el fondo, donde se encontraba el caballero. Éste, al verla cubierta de sangre y próxima a morir, volvió en su corazón; y conociendo la enormidad del pecado que tan duramente expiaban; volvió los ojos al cielo, tomó el agua que su amante le ofrecía, y sin acercársela a los labios, preguntó a la mora: -¿Quieres ser cristiana? ¿Quieres morir en mi religión, y si me salvo salvarte conmigo? La mora, que había caído al suelo desvanecida con la falta de la sangre, hizo un movimiento imperceptible con la cabeza, sobre la cual derramó el caballero el agua bautismal, invocando el nombre del Todopoderoso.

Al otro día, el soldado que disparó la saeta vio un rastro de sangre a la orilla del río, y siguiéndolo, entró en la cueva, donde encontró los cadáveres del caballero y su amada, que aún vienen por las noches a vagar por estos contornos.

***


lunes, 7 de agosto de 2023

BÉCQUER Y FITERO

Monasterio de Santa María la Real

Gracias, Irene, por el aporte gráfico.


Fitero es una hermosa localidad navarra a la que se puede acudir por muchas y muy nobles razones. Una de ellas es la literatura. Amantes de Bécquer y la literatura gótica disfrutarán con las leyendas del sevillano, recorriendo sus pasos durante el verano de 1861 o incluso alojándose en el mismo lugar donde se alojó el poeta romántico. Eso depende del grado de mitomanía o curiosidad que se tenga. Lo cierto es que para quien desee vivir un poco más intensamente las dos leyendas que escribió inspirado por lugares de ese hermoso municipio existe la posibilidad de apuntarse a La ruta Bécquer y disfrutar de todo cuanto rodeó e hizo surgir esas historias. Supongo que para que la dicha sea total, sería conveniente acudir un Jueves Santo o un Día de Difuntos, no sé. Yo, por si a alguien le sirve para animarse a visitar la ciudad o para iniciarse en la lectura de las Leyendas, dejo aquí El Miserere. La de La Cueva de la Mora la guardaré para otro día.

 Hace algunos meses que, visitando la célebre abadía de Fitero y ocupándome en revolver algunos volúmenes en su abandonada biblioteca, descubrí en uno de sus rincones dos o tres cuadernos de música bastante antiguos cubiertos de polvo y hasta comenzados a roer por los ratones.


Era un Miserere.

Yo no sé la música, pero la tengo tanta afición que, aun sin entenderla, suelo coger a veces la partitura de una ópera y me paso las horas muertas hojeando sus páginas, mirando los grupos de notas más o menos apiñadas, las rayas, los semicírculos, los triángulos y las especies de etcéteras que llaman claves, y todo esto sin comprender una jota ni sacar maldito el provecho.

Consecuente con mi manía, repasé los cuadernos, y lo primero que me llamó la atención fue que, aunque en la última página había esta palabra latina, tan vulgar en todas las obras, finis, la verdad era que el Miserere no estaba terminado porque la música no alcanzaba sino hasta el décimo versículo.

Esto fue, sin duda, lo que me llamó la atención primeramente; pero luego que me fijé un poco en las hojas de música me chocó más aún el observar que, en vez de esas palabras italianas que ponen en todas, como maestoso, allegro, ritardando, più vivo, a piacere, había unos renglones escritos con letra muy menuda y en alemán, de los cuales algunos servían para advertir cosas tan difíciles de hacer como esta: Crujen..., crujen los huesos, y de sus médulas han de parecer que salen los alaridos, o esta otra: La cuerda aúlla sin discordar, el metal atruena sin ensordecer; por eso suena todo y no se confunde nada, y todo es la humanidad que solloza y gime, o la más original de todas, sin duda, recomendaba al pie del último versículo: Las notas son huesos cubiertos de carne; lumbre inextinguible, los cielos y su armonía...; ¡fuerza!..., fuerza y dulzura.

-¿Sabéis qué es esto? -pregunté a un viejecito que me acompañaba al acabar de medio traducir estos renglones, que parecían frases escritas por un loco.

El anciano me contó entonces la leyenda que voy a referiros.
Sala capitular del monasterio



- I -


Hace ya muchos años, en una noche lluviosa y obscura, llegó a la puerta claustral de esta abadía un romero y pidió un poco de lumbre para secar sus ropas, un pedazo de pan con que satisfacer su hambre y un albergue cualquiera donde esperar la mañana y proseguir con la luz del sol su camino.

Su modesta colación, su pobre lecho y su encendido hogar puso el hermano a quien se hizo esta demanda a disposición del caminante, al cual, después que se hubo repuesto de su cansancio, interrogó acerca del objeto de su romería y del punto a que se encaminaba.

-Yo soy músico -respondió el interpelado-, he nacido muy lejos de aquí y en mi patria gocé un día de gran renombre. En mi juventud hice de mi arte un arma poderosa de seducción y encendí con él pasiones que me arrastraron a un crimen. En mi vejez quiero convertir al bien las facultades que he empleado para el mal, redimiéndome por donde mismo pude condenarme.

Como las enigmáticas palabras del desconocido no pareciesen del todo claras al hermano lego, en quien ya comenzaba la curiosidad a despertarse, e instigado por ésta, continuara en sus preguntas, su interlocutor prosiguió de este modo:

-Lloraba yo en el fondo de mi alma la culpa que había cometido; mas al intentar pedirle a Dios misericordia, no encontraba palabras para expresar dignamente mi arrepentimiento cuando un día se fijaron mis ojos por casualidad sobre un libro santo. Abrí aquel libro y en una de sus páginas encontré un gigante grito de contrición verdadera, un salmo de David, el que comienza Miserere mei, Deus! Desde el instante en que hube leído sus estrofas, mi único pensamiento fue hallar una forma musical tan magnífica, tan sublime, que bastase a contener el grandioso himno de dolor del Rey Profeta. Aún no la he encontrado; pero si logro expresar lo que siento en mi corazón, lo que oigo confusamente en mi cabeza, estoy seguro de hacer un Miserere tal y tan maravilloso que no hayan oído otro semejante los nacidos, tal y tan desgarrador, que al escuchar el primer acorde los arcángeles dirán conmigo, cubiertos los ojos de lágrimas y dirigiéndose al Señor: ¡Misericordia!, y el Señor la tendrá de su pobre criatura.

El romero, al llegar a este punto de su narración, calló por un instante, y después, exhalando un suspiro, tornó a coger el hilo de su discurso. El hermano lego, algunos dependientes de la abadía y dos o tres pastores de la granja de los frailes, que formaban círculo alrededor del hogar, le escuchaban en un profundo silencio.

-Después -continuó- de recorrer toda Alemania, toda Italia y la mayor parte de este país clásico para la música religiosa, aún no he oído un Miserere en que pueda inspirarme; ni uno, ni uno; y he oído tantos que puedo decir que los he oído todos.

-¿Todos? -dijo entonces, interrumpiéndole, uno de los rabadanes-. ¿A qué no habéis oído el Miserere de la Montaña?

-¡El Miserere de la Montaña! -exclamó el músico con aire de extrañeza-. ¿Qué Miserere es ése?

-¿No dije? -murmuró el campesino, y luego prosiguió con una entonación misteriosa-. Ese Miserere, que sólo oyen por casualidad los que como yo andan día y noche tras el ganado por entre breñas y peñascales, es toda una historia; una historia muy antigua, pero tan verdadera como al parecer increíble.

Es el caso que en lo más fragoso de esas cordilleras de montañas que limitan el horizonte del valle, en el fondo del cual se halla la abadía, hubo, hace ya muchos años, ¡que digo muchos años!, muchos siglos, un monasterio famoso, monasterio que, a lo que parece, edificó un señor con los bienes que había de legar a su hijo, al cual desheredó al morir en pena de sus maldades.

Hasta aquí todo fue bueno; pero es el caso que este hijo que, por lo que se verá más adelante, debió de ser de la piel del diablo, si no era el mismo diablo en persona, sabedor de que sus bienes estaban en poder de los religiosos y de que su castillo se había transformado en iglesia, reunió a unos cuantos bandoleros, camaradas suyos en la vida de perdición que emprendiera al abandonar la casa de sus padres, y una noche de Jueves Santo, en que los monjes se hallaban en el coro, y en el punto y hora en que iban a comenzar o habían comenzado el Miserere, pusieron fuego al monasterio, saquearon la iglesia, y a éste quiero a aquél no, se dice que no dejaron fraile con vida.

Después de esta atrocidad se marcharon los bandidos y su instigador con ellos adonde no se sabe, a los profundos tal vez.

Las llamas redujeron el monasterio a escombros; de la iglesia aún quedan en pie las ruinas sobre el cóncavo peñón, de donde nace la cascada que, después de estrellarse de peña en peña, forma el riachuelo que viene a bañar los muros de esta abadía.

-Pero -interrumpió impaciente el músico- ¿y el Miserere?

-Aguardaos -continuó con gran sorna el rabadán-, que todo irá por partes.

Dicho lo cual siguió así su historia:
Girola



-Las gentes de los contornos se escandalizaron del crimen; de padres a hijos y de hijos a nietos se refirió con horror en las largas noches de velada; pero lo que mantiene más viva su memoria es que todos los años, tal noche como la en que se consumó, se ven brillar luces a través de las rotas ventanas de la iglesia; se oye como una especie de música extraña y unos cantos lúgubres y aterradores que se perciben a intervalos en las ráfagas del aire.

Son los monjes, los cuales, muertos tal vez sin hallarse preparados para presentarse en el tribunal de Dios limpios de toda culpa, vienen aún del purgatorio a impetrar su misericordia cantando el Miserere.

Los circunstantes se miraron unos a otros con muestras de incredulidad; sólo el romero, que parecía vivamente preocupado con la narración de la historia, preguntó con ansiedad al que la había referido:

-¿Y decís que ese portento se repite aún?

-Dentro de tres horas comenzarán, sin falta alguna, porque precisamente esta noche es la de Jueves Santo, y acaban de dar las ocho en el reloj de la abadía.

-¿A qué distancia se encuentra el monasterio?

-A una legua y media escasa...; pero ¿qué hacéis? ¿Adónde vais con una noche como ésta? ¡Estáis dejado de la mano de Dios! -exclamaron todos al ver que el romero, levantándose de su escaño y tomando el bordón, abandonaba el hogar para dirigirse a la puerta.

-¿Adónde voy? A oír esa maravillosa música, a oír el grande, el verdadero Miserere, el Miserere de los que vuelven al mundo después de muertos y saben lo que es morir en el pecado.

Y esto diciendo desapareció de la vista del espantado lego y de los no menos atónitos pastores.

El viento zumbaba y hacía crujir las puertas, como si una mano poderosa pugnase por arrancarlas de sus quicios; la lluvia caía en turbiones, azotando los vidrios de las ventanas, y de cuando en cuando la luz de un relámpago iluminaba por un instante todo el horizonte que desde ellas se descubría.

Pasado el primer momento de estupor exclamó el lego:


-¡Está loco!

-¡Está loco! -repitieron los pastores, y atizaron de nuevo la lumbre y se agruparon alrededor del hogar.

La bellísima cúpula del crucero

- II -


Después de una o dos horas de camino el misterioso personaje que calificaron de loco en la abadía, remontando la corriente del riachuelo que le indicó el rabadán de la historia, llegó al punto en que se levantaban negras e imponentes las ruinas del monasterio.

La lluvia había cesado; las nubes flotaban en obscuras bandas, por entre cuyos jirones se deslizaba a veces un furtivo rayo de luz pálida y dudosa; y el aire, al azotar los fuertes machones y extenderse por los desiertos claustros, diríase que exhalaba gemidos. Sin embargo, nada sobrenatural, nada extraño venía a herir la imaginación. Al que había dormido más de una noche sin otro amparo que las ruinas de una torre abandonada o un castillo solitario; al que había arrostrado en su larga peregrinación cien y cien tormentas, todos aquellos ruidos le eran familiares.

Las gotas de agua que se filtraban por entre las grietas de los rotos arcos y caían sobre las losas con un rumor acompasado, como el de la péndola de un reloj; los gritos del búho, que graznaba refugiado bajo el nimbo de piedra de una imagen, de pie aún en el hueco de un muro; el ruido de los reptiles, que, despiertos de su letargo por la tempestad, sacaban sus disformes cabezas de los agujeros donde duermen o se arrastraban por entre los jaramagos y los zarzales que crecían al pie del altar, entre las junturas de las lápidas sepulcrales que formaban el pavimento de la iglesia; todos esos extraños y misteriosos murmullos del campo, de la soledad y de la noche llegaban perceptibles al oído del romero, que, sentado sobre la mutilada estatua de una tumba, aguardaba ansioso la hora en que debiera realizarse el prodigio.

Transcurrió tiempo y tiempo y nada se percibió; aquellos mil confusos rumores seguían sonando y combinándose de mil maneras distintas, pero siempre los mismos.

-¡Si me habrá engañado! -pensó el músico; pero en aquel instante se oyó un ruido nuevo, un ruido inexplicable en aquel lugar: como el que produce un reloj algunos segundos antes de sonar la hora; ruido de ruedas que giran, de cuerdas que se dilatan, de maquinaria que se agita sordamente y se dispone a usar de su misteriosa vitalidad mecánica, y sonó una campanada..., dos..., tres..., hasta once.

En el derruido templo no había campana, ni reloj, ni torre ya siquiera.

Aún no había expirado, debilitándose de eco en eco, la última campanada; todavía se escuchaba su vibración temblando en el aire, cuando los doseles de granito que cobijaban las esculturas, las gradas de mármol de los altares, los sillares de las ojivas, los calados antepechos del coro, los festones de tréboles de las cornisas, los negros machones de los muros, el pavimento, las bóvedas, la iglesia entera comenzó a iluminarse espontáneamente, sin que se viese una antorcha, un cirio o una lámpara que derramase aquella insólita claridad.

Parecía como un esqueleto de cuyos huesos amarillos se desprende ese gas fosfórico que brilla y humea en la oscuridad como una luz azulada, inquieta y medrosa.

Todo pareció animarse, pero con ese movimiento galvánico que imprime a la muerte contracciones que parodian la vida; movimiento instantáneo, más horrible aún que la inercia del cadáver que agita con su desconocida fuerza. Las piedras se reunieron a piedras; el ara, cuyos rotos fragmentos se veían antes esparcidos sin orden, se levantó intacta como si acabase de dar en ella su último golpe de cincel el artífice, y al par del ara se levantaron las derribadas capillas, los rotos capiteles y las destrozadas e inmensas series de arcos que, cruzándose y enlazándose caprichosamente entre sí, formaron con sus columnas un laberinto de pórfido.

Un vez reedificado el templo, comenzó a oírse un acorde lejano que pudiera confundirse con el zumbido del aire, pero que era un conjunto de voces lejanas y graves que parecía salir del seno de la tierra e irse elevando poco a poco, haciéndose cada vez más perceptible.

El osado peregrino comenzaba a tener miedo; pero con su miedo luchaba aún su fanatismo por todo lo desusado y maravilloso, y, alentado por él, dejó la tumba sobre que reposaba, se inclinó al borde del abismo por entre cuyas rocas saltaba el torrente, despeñándose en un trueno incesante y espantoso, y sus cabellos se erizaron de horror.

Mal envueltos en los jirones de sus hábitos, caladas las capuchas, bajo los pliegues de las cuales contrastaban con sus descarnadas mandíbulas y los blancos dientes las obscuras cavidades de los ojos de sus calaveras, vio los esqueletos de los monjes, que fueron arrojados desde el pretil de la iglesia a aquel precipicio, salir del fondo de las aguas, y agarrándose con los largos dedos de sus manos de hueso a las grietas de las peñas trepar por ellas hasta tocar el borde, diciendo con voz baja y sepulcral, pero con una desgarradora expresión de dolor, el primer versículo del salmo de David:
El órgano


Miserere mei, Deus, secundum magnam misericordiam tuam!

Cuando los monjes llegaron al peristilo del templo se ordenaron en dos hileras y penetrando en él fueron a arrodillarse en el coro, donde con voz más levantada y solemne prosiguieron entonando los versículos del salmo. La música sonaba al compás de sus voces; aquella música era el rumor distante del trueno, que, desvanecida la tempestad, se alejaba murmurando; era el zumbido del aire que gemía en la concavidad del monte; era el monótono ruido de la cascada, que caía sobre las rocas, y la gota de agua que se filtraba y el roce de los reptiles inquietos. Todo esto era la música y algo más que no puede explicarse ni apenas concebirse; algo más que parecía como el eco de un órgano que acompañaba los versículos del gigante himno de contrición del Rey Salmista, con notas y acordes tan gigantes como sus palabras terribles.

Siguió la ceremonia; el músico que la presenciaba, absorto y aterrado, creía estar fuera del mundo real, vivir en esa región fantástica del sueño en que todas las cosas se revisten de formas extrañas y fenomenales.

Un sacudimiento terrible vino a sacarle de aquel estupor que embargaba todas las facultades de su espíritu. Sus nervios saltaron al impulso de una emoción fortísima; sus dientes chocaron, agitándose con un temblor imposible de reprimir, y el frío penetró hasta la médula de los huesos.

Los monjes pronunciaban en aquel instante estas espantosas palabras del Miserere:

In iniquitatibus conceptus sum: et in peccatis concepit me mater mea.

Al resonar este versículo y dilatarse sus ecos retumbando de bóveda en bóveda, se levantó un alarido tremendo, que parecía un grito de dolor arrancado a la Humanidad entera por la conciencia de sus maldades; un grito horroroso, formado de todos los lamentos del infortunio, de todos los aullidos de la desesperación, de todas las blasfemias de la impiedad; concierto monstruoso, digno intérprete de los que viven en el pecado y fueron concebidos en la iniquidad.

Prosiguió el canto, ora tristísimo y profundo, ora semejante a un rayo de sol que rompe la nube obscura de una tempestad, haciendo suceder a un relámpago de terror otro relámpago de júbilo, hasta que, merced a una transformación súbita, la iglesia resplandeció bañada en luz celeste; las osamentas de los monjes se vistieron de sus carnes; una aureola luminosa brilló en derredor de sus frentes; se rompió la cúpula y a través de ella se vio el cielo como un océano de lumbre abierto a la mirada de los justos.

Los serafines, los arcángeles, los ángeles y todas las jerarquías acompañaban con un himno de gloria este versículo, que subía entonces al trono del Señor como una tromba armónica, como una gigantesca espiral de sonoro incienso:

Auditui meo dabis gaudium et lætitiam: et exultabunt ossa humiliata.

En este punto la claridad deslumbradora cegó los ojos del romero; sus sienes latieron con violencia, zumbaron sus oídos y cayó sin conocimiento por tierra y nada más oyó.


- III -


Al día siguiente los pacíficos monjes de la abadía de Fitero, a quienes el hermano lego había dado cuenta de la extraña visita de la noche anterior, vieron entrar por sus puertas, pálido y como fuera de sí, al desconocido romero.

-¿Oísteis al cabo el Miserere? -le preguntó con cierta mezcla de ironía el lego, lanzando a hurtadillas una mirada de inteligencia a sus superiores.

-Sí -respondió el músico.

-¿Y qué tal os ha parecido?

-Lo voy a escribir. Dadme un asilo en vuestra casa -prosiguió, dirigiéndose al abad-, un asilo y pan por algunos meses, y voy a dejaros una obra inmortal del arte, un Miserere que borre mis culpas a los ojos de Dios, eternice mi memoria y eternice con ella la de esta abadía.

Los monjes, por curiosidad, aconsejaron al abad que accediese a su demanda; el abad, por compasión, aun creyéndole un loco, accedió al fin a ella, y el músico, instalado ya en el monasterio, comenzó su obra.

Noche y día trabajaba con un afán incesante. En mitad de su tarea se paraba y parecía como escuchar algo que sonaba en su imaginación y se dilataban sus pupilas, saltaba en el asiento y exclamaba: «¡Eso es; así, así; no hay duda..., así!» Y proseguía escribiendo notas con una rapidez febril que dio en más de una ocasión que admirar a los que le observaban sin ser vistos.

Escribió los primeros versículos y los siguientes y hasta la mitad del Salmo; pero al llegar al último, que había oído en la montaña, le fue imposible proseguir.

Escribió uno, dos, cien, doscientos borradores; todo inútil. Su música no se parecía a aquella música ya anotada, y el sueño huyó de sus párpados, y perdió el apetito, y la fiebre se apoderó de su cabeza, y se volvió loco, y se murió, en fin, sin poder terminar el Miserere, que, como una cosa extraña, guardaron los frailes a su muerte y aún se conserva hoy en el archivo de la abadía.

Cuando el viejecito concluyó de contarme esta historia no pude menos de volver otra vez los ojos al empolvado y antiguo manuscrito del Miserere, que aún estaba abierto sobre una de las mesas.

In peccatis concepit me mater mea

Éstas eran las palabras de la página que tenía ante mi vista y que parecía mofarse de mí con sus notas, sus llaves y sus garabatos ininteligibles para los legos en la música.

Por haberlas podido leer hubiera dado un mundo.

¿Quién sabe si no serán una locura?


***


jueves, 16 de febrero de 2023

UN MICROCUENTO PARA LIDIA CAO Y SU ERREKA MARI

Erreka Mari y el peine de oro, Lidia Cao. Se encuentra aquí.

No se debe creer que existen; no se debe decir que existen.
  𝔇icen que en otro tiempo, y acaso en otro espacio, vivían en lugares próximos al agua unos seres extraordinarios muy parecidos a las mujeres. Hay quien afirma que sí eran mujeres, pero que eran muy tímidas y que no querían que nadie las viera. Otros, en cambio, dicen que no, que no tenían piernas, sino patas similares a las de las ocas o a las de las gallinas. Se dice, incluso, que, escondidas en la espesura del bosque, hubo personas que llegaron a ver estos seres y que pudieron intuir que, mujeres o no, siempre tenían apariencia joven y una larguísima cabellera que peinaban con peines dorados —de oro, posiblemente—.

Dicen, pero nadie ha podido asegurarlo, que tenían muchas e importantes ocupaciones, que eran grandes constructoras y que ayudaban en otras muchas tareas. Sin embargo, hay quien afirma que lo mismo que podían ayudar a los seres humanos, también podían castigarlos y hasta secuestrarlos y matarlos. Así, unos dicen que eran amigables; otros, en cambio, que eran temibles. 

También son muchas y variadas las formas de referirse a estos númenes: lami, lamin, lamiña, lamiñaku, amilamia, lamia y otros que seguramente no han llegado hasta nosotros. Los seres humanos hemos dado muchos nombres a nuestros sueños y a nuestros miedos. Desde que nos esparcimos y comenzamos a considerar nuestro todo cuanto estaba sobre la superficie de la tierra y bajo ella, todo cuanto se encontraba en las aguas y en el aire que nos envuelve; desde entonces, cuanto tenía vida propia lo hemos ido reduciendo a imagen y metáfora. Tal vez por miedo a la muerte o, acaso, por deseo de poder.

Dicen, pero nadie lo sabe a ciencia cierta, que algún día las palabras que de verdad nombran saldrán de todas las bocas, de todos los libros, de muros y pantallas, de cuadernos y anaqueles, y, entonces, cuantos seres permanecen retenidos cobrarán vida y volverán a poblar valles, ríos, lagos, mares y montañas.

***


martes, 24 de enero de 2023

IGNACIO ALDECOA, "Un hombrecillo que nació para actor"

Frente a la Casa de  Cultura Ignacio Aldecoa se encuentra esta escultura realizada por Aurelio Rivas en 1999. Haber intervenido en el centro que lleva su nombre y no hacer una mínima publicidad de la obra del escritor vitoriano me parece un pequeño delito y a mí no me gusta delinquir. 


Un hombrecillo que nació para actor

                                                                                                 Cuento del que se quedó en la estacada
                                                                                                               y de los que se mofaron de ello



Eran las cuatro de la mañana. La churrería tenía algo de vagón de tercera clase. Dormía una vieja con sueño altisonante de suspiros y entrecortado de babeos. Un hombre mostraba infinidad de carnets, la faz angulosa y el pelo blandón y rubiaco, a la pareja policial que tomaba el mojapán madruguero. Tres estudiantes troneras bebían cazalla en compañía de unas pelanduscas que recortaban el canje de interjecciones. El churrero, a lo macho, se abría la camisa frente al fogón donde chirriaba la gran sartén del aceite. Olor de tren con aceitazo y dejo axilar, pegaba un tufo inolvidable.

La calle del Ave María se abría a la expedición sabatina de la gente de última hora. El nocherniego encontraba su reposo en el chocolate con churros o en el aguardiente truhán en copita breve y alta de caderas. La noche, maya de estrellas y canciones y verdeada de faroles de gas. Se dejaba oír el tacón del chuzo con que el sereno se autorizaba. Bajaban hacia la plaza dos farsantes, hombre y mujer, del brazo y entonados. La luz mortecina los atrajo como a vagas mariposas.

La pareja de los mosquetes se clareó a un rincón, como los gatos, preparada para intervenir cuando las circunstancias lo exigiesen. La vieja dormilona despotricó por sus fueros de despertada, rascándose la piojería y mostrando el Teruel de sus dientes. El churrero ni se inmutó desde su púlpito de hombre corrido y corroído. Agua de borrajas la bronca, la zaragata de un estudiante les invitó a lo que gustaran tomar. Se le antojó a la mujer un vaso de leche y al marido un anisete para quedar bien, porque los hombres deben mostrar siempre que lo son. Una de las damas se estropeó la voz de un trago y comenzó a deleitar a la reunión. Cantaba en faraona y había que exornarla de olés y de vivas familiares. Los tres estudiantes comenzaron a cantar en gabacho unas canciones menudas y como de coro. Nadie les mandó callar, pero se callaron. Aquello no era de la noche. La noche tiene su rito, más o menos torpe y exige que se cumpla. Habló el cómico y mostró su francés escolar; después el norte de las miradas se ofreció en espera del cuentacuentos.

—Aquí, mi señora y yo, somos del teatro. Una vez un estudiante de su edad, como ustedes. ¿A que no han entrado en quintas todavía? -preguntó difuminando su charla en el capricho de que afirmaran y él pudiera sentar bien su experiencia de hombre maduro.

Los estudiantes precisaron que ya las habían pasado con muy malos tragos. El cómico explicaba a continuación, ramificando la historia:

—Medicina, estudiaba. Era grandullón, un mozo guapote y quería ser actor. Ustedes no saben lo que es esto. Correr de aquí para allá, como se dice. Ahora venimos de Valencia. El género nuestro se va acabando. Mi mujer está de costurera en la compañía y yo soy del coro.

Los estudiantes comenzaron a cantar de pronto. Una de las acompañantes les estaba haciendo el tercio con el fotógrafo. Se levantó para sentarse en la otra mesa.

—¡Qué tiempos aquellos! Ustedes no habían nacido. Yo llegué a cantar Lisístrata; también canté El pollo Tejada.

Se despidieron las dos que quedaban y salieron a orearse.

—Yo he trabajado mucho en esa capital. Teníamos el hoyo lleno todos los días. Había que ver las taquillas que se hacían. Precisamente allá conocí a mi señora.

La señora intervino falseando la voz:

—Mi esposo y una servidora, que entonces era una chiquilla, nos hicimos novios. Formalizamos nuestras relaciones cuando volvimos a este Madrid de mi alma.

El sultán estudiante se desperezó en el banquito. Las gafas le hacían a sus ojos una prisión de peces abisales. Estaba mal afeitado: las crecidas patillas lo achulaban con canallería. Se sonreían de todo aquello, y el capítulo de la Comiquería les agradaba de sabores viejos. El jovencillo pidió al otro, pálido y ojeroso, una peseta para la alcancía de la cerillera.

—Cuando iba a la escuela ya me llamaban las tablas. Me acuerdo que una vez hicimos El puñal del godo. El maestro me dijo que yo era capaz de ganarme el garbanzo trabajando de actor. Y no estoy arrepentido porque, cuidándome, yo hubiera llegado a ser algo.

A la mujer del histrión le entró maternal. El estudiantillo de la cara aniñada estaba ya harto de juerga y se dormía.

—Pobrecico, tan joven. ¿Cómo lo sacan ustedes de casa…?

Se recuperó el estudiante y ronzó unas palabras. Pidió más cazalla. El de las patillas se reía burlonamente.

—Miguelito, que te va a hacer daño.

—Me cabe un litro.

—No presumas.

El hombre de la farsa pagó una ronda y siguió charlando.

—Pues sí, señores, yo nací para actor, pero la vida… ya saben ustedes. Uno quiere llegar y luego se encuentra con los malos quereres. En la guerra tuve que poner un puesto de periódicos y no me iba mal. Lo dejé por esta maldita afición. Todo me lo he jugado y ya ven cómo me va.

Miguelito se quiso sacar la espina aventurando una gracia que no le gustó al actor. Este se envolvió en la bufanda: una bufanda grande amarilla y negra que le daba cierto aire funeral. Reclamó a su mujer porque la mañana se enfriaba casi por la ventanera. Y se levantó. Cuando estaba de pie se le acercó titubeante el dipsómano de los carnets:

—¿No tendrá un cigarro?

—Un cuerno.

Y el dipsómano ensayó un pase natural. Nadie le hizo caso y se quedó navegando con cara de hastío en espera de otra oportunidad. Del mostrador salió la voz de Lucifer:

—No molestes a los señores.

Lo más extraño era que todo ese mundo cochambroso se trataba con una educación inesperada. El de los carnets pidió perdón y se retiró a un rincón.

Por la calle del Ave María, en la soledad de un amanecer blanco y sucio como la leche pasada, caminaban los tres estudiantes. Quedaban solos el dueño y el hombre de los carnets. Se iba a cerrar una hora para que descansase el churrero.

Canciones viejas y salmantinas crecían en el avance de la estudiantina. El sereno apareció como un fantasma. Les mandó callar. Los faroles de gas parecían fuegos fatuos. Miguelito temblaba y balbuceaba incoherencias. La cuesta era un calvario que había que subir. El último gato de la noche se escondió en un quicio.

Rieron los estudiantes del hombre que nació para actor. El hombre que nació para actor dormía con alto sueño de triunfos en los teatros hispanoamericanos.

Al pasar por una iglesia sorprendió a los tres estudiantes la primera boda del domingo.

                      Ignacio Aldecoa. Cuentos completos. Alianza, 1973.

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viernes, 27 de agosto de 2021

LA CABINA FANTÁSTICA (VOLVER A RODARI)

 

    Fuente: noticiasdenavarra.com

Me acabo de enterar de que junto a la fachada del Teatro Gayarre (Pamplona) han colocado una cabina telefónica muy, pero que muy especial: nada menos que una cabina fantástica en la que puedes entrar, marcar un número y escuchar alguno de los 99 cuentos que actrices y actores han grabado para ti. O para mí.

Se trata de una iniciativa del Festival Brif, Braf, Bruf inspirada, cómo no, en ese delicioso libro de cuentos que Gianni Rodari escribió en 1962 y que llevaba esta presentación:

Érase una vez...

...el señor Bianchi, de Varese. Su profesión de viajante de comercio le obligaba a viajar durante seis días a la semana, recorriendo toda Italia (...) El sábado regresaba a su casa y el lunes por la mañana volvía a partir. Pero antes de marcharse, su hija le recordaba:

—Ya sabes, papá: un cuento cada noche.

(...) Y así cada noche, estuviera donde estuviese, el señor Bianchi telefoneaba a Varese a las nueve en punto y le contaba un cuento a su hija.

***

Por desgracia, me he enterado tarde de esta iniciativa y de este festival. Termina mañana, sábado, a las 20:30😢😢😢. Si estáis cerca de la ciudad, no dejéis de acercaros a esta fantástica cabina.

Os dejo El país sin punta que grabé hace poco:

domingo, 7 de febrero de 2021

GIANNI RODARI: El país sin punta

 

Vuelvo a Gianni Rodari (1920-1980), cuentista inagotable y autor de los más decididamente humorísticos, comprometidos, educativos (en el mejor sentido de la palabra) imaginativos y singulares relatos para todas las edades, géneros, gremios e incluso personas (siempre de buena voluntad) del universo mundo. 

El país sin punta pertenece a la colección Cuentos por teléfono, que es una recopilación de los que el inquieto señor Bianchi, viajante de profesión, le contaba a su hija (por teléfono, claro está) cada vez que él se encontraba fuera de casa. Y es que la niña no podía conciliar el sueño si le faltaba el cuento de su padre.

Yo también querría un padre que me adormilara con sus historias, pero como ya no puede ser me conformo leyendo los del señor Rodari e imaginando que algún día podamos vivir en un país que no tenga ninguna punta. 

Que tengáis un feliz día. Y, por favor, no os pinchéis con nada.

sábado, 30 de enero de 2021

SANTA RITA, un delicioso cuento de Kate Apeatu

—¿Qué os apetece hacer hoy, niños? —preguntó tras haberse presentado.

A Rita la habían contratado ese curso para ser la tutora de quinto de primaria del colegio Nuestra Señora de los Milagros. Plantada en medio de la clase con su eléctrica melena de rizos dorados, su cuerpo menudo y unos expresivos ojos color azul cielo, invitaba a sus nuevos alumnos a preguntar, a participar.

A los alumnos de quinto de primaria ningún profesor les había formulado esa pregunta antes. Los pilló por sorpresa. Así que se quedaron pasmados, sin saber muy bien qué responder.

—Si no se os ocurre nada mejor, ¿qué os parece si salimos al patio e intentamos trepar a ese enorme roble que he visto junto al campo de fútbol? Y después…, como todavía hace calor y el suelo está seco…, podríamos hacer una exhibición de volteretas y acrobacias sobre la hierba.

Los niños se miraron los unos a los otros como si hubieran visto un extraterrestre cabalgando sobre un unicornio. No podían creer que una profesora les estuviera proponiendo un plan tan absolutamente extraordinario. Pero, en seguida, se sacudieron la sorpresa de encima, encendieron sus sonrisas y se pusieron en marcha para disfrutar de la primera de muchas mañanas alucinantes con su nueva maestra.

A la mañana siguiente, Rita volvió a sorprenderlos:

—No soy muy amiga de los libros de texto. Son, en su mayor parte, aburridos, por no decir insufribles. Y uno de mis lemas es “¿Leer? Siempre por placer, por la mañana o al atardecer”. O sea que, a partir de ahora, podéis dejar los tochos de Lengua, Matemáticas, Historia y demás asignaturas en casa, porque no los vamos a utilizar. Vuestras pobres espaldas lo agradecerán.

—¿Y cómo vamos a aprender si dejamos los libros en casa? ¿Se sabe usted todos los temas de memoria? —preguntó Pablo, uno de los alumnos más disciplinados de la clase.

—Pablo, ¿verdad? Tutéame, por favor. Y no, no tengo todo el temario almacenado en la memoria, pero no te preocupes. Vamos a aprender muchísimas cosas, especialmente sobre temas que os puedan interesar. Para empezar, hoy os he traído un artículo súper emocionante sobre la última expedición en busca del monstruo del Lago Ness. Estoy segura de que al final del día descubrirás que tu conocimiento se ha enriquecido sustancialmente ¡Y sin necesidad de aburrirte soberanamente!

Rita ilustró muchos de los puntos del artículo con diapositivas, vídeos cortos, canciones e incluso fotos. Y así, ese día, los niños se trasladaron mentalmente a Escocia. Caminaron por sus frondosos valles y colinas, llamaron a las puertas de sus imponentes y misteriosos castillos y se asomaron con vértigo y curiosidad a sus escarpados acantilados. Rita les contó apasionantes leyendas sobre hadas, fantasmas, islas mágicas e incluso una pareja de caníbales. También aprendieron sobre gastronomía escocesa y sobre algunos de los hitos más importantes de su historia.

El tercer día de clase, Marina, quien era la más reflexiva e inquisitiva del grupo, no pudo contener más su curiosidad y disparó:

—Rita, eres tan diferente a los demás profesores… Nunca había conocido a un profesor ¡qué digo! a un adulto tan divertido, amable y alegre como tú. Y me intriga mucho. Sé que es una pregunta muy rara y quizás no tengas la respuesta, pero ¿por qué?, ¿cómo eres así de estupenda?

—Verás, Marina, la cuestión es que, a diferencia de muchos adultos, nunca he olvidado a la niña que fui. Vive dentro de mí, en una estrecha colaboración con la mujer en quien me he convertido. Y de pequeña, como alumna, me aburría como una ostra en el colegio. Siempre hacíamos las mismas actividades, de la misma manera. Todo consistía en aprender parrafadas de memoria, repetirlas como loritos y hacer muchos, muchísimos deberes. Apenas nos quedaba tiempo para jugar. Los días se me hacían larguísimos, interminables. Mientras los profesores soltaban sus chapas, se me ocurrían un montón de cosas divertidas que podríamos hacer y sobre las que podríamos aprender en clase, pero yo solo era una niña y no tenía ni voz ni voto. Por eso, cuando terminé el instituto, decidí estudiar magisterio en la universidad para convertirme en maestra. Para poder hacer como profesora lo que no pude hacer como alumna.

Durante los siguientes meses, Rita y sus alumnos leyeron un sinfín de textos de lo más variado, que a los niños siempre les resultaban tremendamente interesantes y entretenidos. En más de una ocasión, incluso acabaron llorando de la risa.

Uno de los más divertidos fue "Román, cuestión de bellotas". Trataba sobre un cerdo de raza ibérica que se había convertido en el primer cerdo futbolista de la historia. También les encantó "El atlas de las maravillas escondidas", gracias al cual supieron de la existencia de las prodigiosas Cataratas de Chocolate Caliente, ubicadas en la más remota espesura de la selva amazónica. El Atlas también contenía información sobre la indómita montaña Dwumbuzu, donde las diferentes especies animales que la habitaban habían formado una alianza para impedir que los humanos la colonizaran y saquearan sus riquezas ¿Y cómo olvidar a los Siempreverde? Una milenaria y misteriosa tribu de América del Sur que había construido un poblado invisible en las copas de los árboles.

Leyeron de todo: cuentos, relatos, leyendas y canciones. A veces, Rita les traía algún cuento curioso, siempre de una cultura diferente, porque sostenía que era necesario abrir la mente y el corazón al resto del mundo. Otras veces, elegía un tema y entre todos inventaban una historia. Cuando los notaba un poco cansados o desanimados, sacaba la artillería pesada: el karaoke.

En las lecciones de ciencias, realizaron un buen número de experimentos de toda índole, desde cultivar varios tipos de hongos y bacterias a intentar diseñar y montar un robot humanoide. Intentaron armar un pequeño cohete y fabricar chicle. No con todos sus proyectos obtenían el resultado esperado, pero nunca faltaban la diversión y el aprendizaje.

Siempre que se lo permitían, sacaba a sus alumnos al patio o a la calle y, en un par de meses, habían hecho más salidas y excursiones que en todos los cursos anteriores juntos. Fueron al Palacio de Nieve y a la Cascada de los Valientes. Visitaron el Museo de los Juguetes Antiguos y Modernos, la fábrica de helados del pueblo vecino y la escuela para futuros magos y artistas. Disfrutaron de una deliciosa caminata por el Parque de las Ardillas Voladoras y salieron de acampada no en una, sino en dos ocasiones.

Sin embargo, lo que más gustaba a toda la clase, con diferencia, era una asignatura que Rita bautizó como “Bienestar”. Según ella, esta asignatura era la más importante de todas, la única que era indispensable aprobar. Durante las lecciones de Bienestar se dedicaban a charlar sobre sus inquietudes, sus sueños y preocupaciones. Si alguien se sentía triste, enojado, inquieto, avergonzado…, tenía la oportunidad de compartirlo con el grupo. Si se había producido alguna riña entre compañeros, o alguno de los alumnos había tenido un conflicto en casa, entre todos intentaban buscar una solución. Rita les enseñó a ponerse en el lugar del otro, a escuchar con atención y sin prejuicios y a prestar atención a los sentimientos propios y ajenos. Siempre salían de esa clase con una gran sensación de calma y confianza.

Algunas tardes lluviosas, Rita llevaba un par de bolsas repletas de chucherías, se saltaba olímpicamente el horario y se dedicaban a ver películas o a contar chistes y anécdotas.

Los alumnos de Rita saboreaban hasta el último segundo que pasaban en la escuela. El momento más amargo de la semana llegaba el viernes a las cinco de la tarde, cuando sonaba el timbre que anunciaba el final de la jornada escolar. Nunca un fin de semana se les había hecho tan largo.

Desafortunadamente, no todos apreciaban la labor de Rita del mismo modo en que lo hacían sus alumnos. El resto de los profesores del colegio criticaban sus métodos e ideas. Aseguraban que los alumnos no podían estar aprendiendo gran cosa sin libros de texto ni deberes. Y decían que los juegos, salidas y demás pamplinas distraían a los alumnos de lo verdaderamente importante y alteraban el orden del centro. Con estas y otras quejas, acudían periódicamente al despacho de la directora.

A la presión del profesorado, se sumaban la desconfianza y el descontento de los padres más estrictos, quienes estaban convencidos de que el hecho de que sus hijos se lo pasaran tan bien en el colegio no podía ser una buena señal. Simplemente, no podían concebir que la educación y la diversión fueran de la mano.

De este modo, pocos días antes de las vacaciones de Semana Santa, la directora llamó a Rita a su despacho para comunicarle la decisión que se había visto forzada a tomar: ese sería su primer y último curso en Nuestra Señora de los Milagros. El curso siguiente no la volverían a contratar. No podían poner en riesgo ni la reputación del centro ni el porvenir académico de los alumnos.

Aunque estaba profundamente apenada por la noticia, Rita no permitió que la tristeza y la decepción la hundieran. A la vista del cambio que se avecinaba, debía aprovechar el tiempo que le quedaba en la escuela. Aún dedicó más entusiasmo, mimo y amor a preparar e impartir sus clases.

En la última evaluación del curso, todos los alumnos de quinto y sexto de primaria de todas las escuelas del estado debían completar la prueba ENECP. Esta consistía en unos exámenes de ciencias, matemáticas y lectura, y tenía como objetivo medir el rendimiento de los alumnos para evaluar la calidad educativa de los diferentes centros.

Aunque no habían realizado ni un solo examen a lo largo del curso, los alumnos de quinto de primaria no perdieron los nervios al enfrentarse a la prueba. Su querida maestra había estado practicando con ellos unas efectivas técnicas de meditación y relajación al inicio de todas las clases de Bienestar.

Al cabo de un par de semanas, llegó al colegio un sobre certificado. La directora casi se cae de culo al leer la información que contenía. Eran los resultados de la prueba ENECP ¡Los alumnos de Rita habían alcanzado unas puntuaciones muy superiores a las de los alumnos de sexto! Pero ahí no acababa la cosa ¡Habían logrado una de las mejores puntuaciones de todo el estado! Sin creer lo que estaban viendo sus ojos, se puso en contacto con la agencia encargada de evaluar y emitir los resultados para advertirles de que debía de haberse producido algún tipo de error en el proceso de corrección. No había habido ningún error. Los datos eran correctos, le aseguraron.

Tras varios días de intensa reflexión, la directora convocó a Rita a su despacho de nuevo. Esta vez, Rita no salió del mismo apesadumbrada, sino con una agradable sensación de calor que palpitaba en su pecho: la directora le había informado sobre la excelente ejecución de sus alumnos en la prueba ENECP; se había disculpado sinceramente por haber puesto en duda su valía como profesora; y le había pedido, rogado, que siguiera impartiendo clases en el colegio; es más, quería que fuera la nueva coordinadora de primaria y que enseñara al resto de profesores “el método Rita”.

Sin poder contener su alegría, Rita fue hasta su clase dando saltitos y haciendo piruetas por los pasillos para compartir con sus camaradas (sus alumnos, por supuesto) las maravillosas noticias.

En pocos años, Nuestra Señora de los Milagros se convirtió en un centro de referencia para las escuelas de primaria de todo el país. Y las ideas y sueños de una niña que no se conformó con aburrirse aprendiendo cambiaron la visión y las prácticas en educación para siempre.

miércoles, 28 de octubre de 2020

EL MONTE DE LAS ÁNIMAS, "Ficción sonora" para el sesquicentenario de Bécquer

Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870) es uno de los grandes hitos de la literatura romántica en castellano. Mucho más conocido o apreciado por su poesía que por su prosa, lo cierto es que también ha tenido claros defensores de esta última. Arturo Berenguer Carisomo, sobre esta cuestión, nos ha dejado escrito en La prosa de Bécquer (p. 2) lo siguiente: Casi estaría por decir, si no oliese a herejía, que es superior a su verso. Y es que las leyendas de Bécquer consiguen alzarse por encima de la escritura gris y anodina en la que se movía el género hasta que el sevillano decidió trabajarlo.

Sobre esta leyenda —en realidad, dos— que el equipo de Benigno Moreno ha grabado hay que destacar el relato del miedo de su protagonista, Beatriz. Como dice García-Viñó, el escritor logra llevar al ánimo del lector la sensación de avance lento, inflexible, machacón, del espectro invisible hacia la cama. Y más adelante: Pero tal vez lo más interesante de todo en esta descripción sea esa modernísima objetivación de lo psicológico que Bécquer lleva a cabo en ella; ese reflejar lo interno en lo externo: el miedo, la angustia, los deseos, las esperanzas, los recuerdos, en los sonidos y las cosas (Mundo y trasmundo en las Leyendas de Bécquer, p. 96).


Y ahora disfrutad de esta espléndida adaptación en la que participan Juan Echanove (narrador), Fran Perea (Alonso) y Lucía Caraballo (Beatriz), y con la que Ficción sonora quiere celebrar el ciento cincuenta aniversario de la muerte del más romántico de los poetas españoles.


Y si queréis seguir con otra adaptación radiofónica más, aquí tenéis la que en 2001 realizó RNE para la serie Historias, en este caso dirigida por Juan José Plans.

miércoles, 2 de septiembre de 2020

MONSTER, GURE MAISUA eta PATZIKUREN PROBLEMAK

Editorial

Editorial



Aprovecho, antes de que desaparezcan, un par de grabaciones que tenía guardadas desde hace muchísimo tiempo. Son de los comienzos de dos estupendas historias infantiles —de Antton Dueso, la primera; de Katixa Agirre, la segunda—, y que tanto gusta a la chavalada de entre 8 y 10 años.



Os las dejo enlazadas con los títulos:
 

Del primero de ellos existe también una edición en castellano.


domingo, 5 de abril de 2020

EL CUENTO DEL CORTADOR DE BAMBÚ

La cohorte de la Luna.

Hay en Kioto, en un quinto piso de un edificio normal y corriente, un pequeño y fantástico museo del traje. Me acerqué a él porque allí se encuentra la recreación de algunas escenas de La historia de Genji, un clásico de la literatura japonesa y una de las grandes obras de la literatura universal. Pero de ella me ocuparé cuando pase la cuarentena y pueda tener mi ejemplar otra vez conmigo.

Para mi sorpresa, además de lo que había ido a ver, me encontré con la recreación de El cuento del cortador de bambú, también conocido como La historia de la princesa Kaguya, y considerado el cuento escrito japonés más antiguo que existe. Fue escrito por primera vez en el siglo X.

La princesa Kaguya.

Se trata de un cuento de hadas, una historia fantástica de una princesa que vive en la Luna y viene a la Tierra atraída por una hermosa canción infantil. La encuentra un campesino dentro de un bambú, la lleva a casa, la cuidan entre él y su mujer y... suceden muchas cosas. 

La fuerza y el atractivo de la historia ha hecho de ella una historia que todavía hoy se cuenta y se escucha con placer. Un clásico. Un clásico porque lo que sorprendentemente nos decía hace mil años sigue perfectamente vigente en la actualidad y, supongo, continuará vigente durante otros mil más: nada hay más atractivo ni que merezca más la pena de ser conocido que los seres vivos que habitan el planeta. Y la manera de poder conocerlos y disfrutarlos en plenitud es la libertad.

La princesa Kaguya de vuelta a la Luna.
Pero la historia no termina aquí. En 2013 Isao Takahata realizó con el cuento una película de animación que fue nominada al óscar a la mejor película de esa categoria en 2015. La podéis ver completa en la plataforma Netflix.


***

Y no te olvides de mandar mensajes de ánimo a los enfermos que se mantienen aislados en los hospitales.

martes, 26 de noviembre de 2019

PRINCESAS olvidadas o desconocidas...

PrincesasCentro Cultural Aiete

PrincesasCentro Cultural Aiete

Pasé el domingo, último día de la exposición, por el Centro Cultural de Aiete dispuesto a disfrutar con las imágenes y los textos entresacados del libro PRINCESAS olvidadas o desconocidas... Literatura infantil para alegría de todas las edades.



Soy un entregado admirador de la ilustradora Rébecca Dautremer (el enlace os lleva a una charla que ofreció en primavera sobre su trabajo y evolución. Si tenéis tiempo, merece la pena). En casa tenemos varios libros ilustrados por ella. En este mismo blog está comentado Nat y el secreto de Eleonora.

La verdad es que las ilustraciones son encantadoras y profundamente sugestivas, pero los textos son muy, muy divertidos. Es difícil resistirse al humor, la fascinación y la imaginación desatada de Philippe Lechermeier. Yo, de hecho, me regalaría a mí mismo el libro.

Os dejo dos ejemplos:




Así, hasta más de treinta, todas ellas con nombres tan divertidos y sugerentes como Deletrea de Eritrea, Katapum, Plisplás Novolverasmás, Locuacilla de Babel, Cuarto de Luna, Efímera de China...; además de un test para que averigüéis qué tipo de princesa puedes ser, una guía práctica con trucos y artimañas para manejarte como tal, proverbios sapientísimos y otros contenidos sobre todo cuanto necesitáis saber para manejaros con soltura en los ambientes fantásticos en que se desenvuelven las princesas... de cuento.

Os advierto: perderíais una magnífica oportunidad de haceros con toda la tribu infantil de vuestra familia si no preparáis un lectura hogareña de atardecer invernal.