Para Lupe, que me incitó a escribir esto.
En el barrio en el que vivo desde hace poco tiempo hay un pequeño supermercado donde trabajan unas cuantas buenas personas cuya labor consiste en hacer la vida un poco menos fatigosa a otras. Os cuento.
No suelo hacer las compras en las tiendas del barrio. Cojo el coche y me voy a un gran supermercado donde no me entretengo comprando. Cojo lo que necesito, pago en la caja y me voy. Rapidez y eficacia. Hacer las compras no es mi actividad favorita y prefiero dedicar el tiempo a otros quehaceres más gratos para mí. Así era hasta que conocí el pequeño supermercado que tengo a escasos cien metros de mi casa.
Suelo decidir qué pongo para comer por la mañana. Abro el frigorífico, miro qué lleva más tiempo compartiendo piso conmigo y decido. Si falta algún ingrediente, bajo y compro. Rápido y eficaz.
Desde el primer momento me llamó la atención la especial amabilidad de las trabajadoras. Lo que redunda en un tiempo de espera un poquito más largo en la cola de la caja. Yo, que hasta llevo los céntimos preparados para cuando me llegue el turno, ahora no solo no me impaciento, sino que a veces presto atención para escuchar cuál es la pequeña anécdota de solidaridad del día.
Las mujeres que trabajan en este pequeño reducto de barrio envejecido tienen siempre, como en otras muchas tiendas de barrio, una sonrisa como saludo, hablan con toda amabilidad a su clientela y a las personas de edad más avanzada les preguntan qué tal se encuentran. Hasta ahí, más o menos como en todas partes.
Estas, sin embargo, van más allá. Las ayudan a localizar y meter en la bolsa el producto que necesitan, controlan si ha pasado por la tienda un familiar determinado, si alguien ha preguntado por ellas... y es que son auténticas almas benditas pendientes hasta lo indecible de quienes necesitan su ayuda. Dos ejemplos:
Escena uno (mujer mayor parada ante una estantería).
—¿Te ayudo?— dice una de las trabajadoras.
—No sé. Es que quería poner lentejas.
Y va la dependienta y le dice que ya compró hace dos días lentejas, cebollas, aceite y otras cuantas cosas más, que a lo mejor le hace falta chorizo del que le gusta.
—¡Ah, sí, chorizo dulce!
Me quedo perplejo.
Escena dos (mujer mayor en la caja con una botella de aceite).
—¿Aceite? Ayer llevaste aceite.
— (...)
—¿Qué ibas a poner hoy?
—Hoy voy a hacer un purecito de verduras.
—Pues yo creo que no te hace falta nada. Tienes verduras, y seguro que te queda aceite y patatas de la semana pasada.
No, no es solo que las traten con palabras corteses que se oyen, más o menos, en todas las tiendas, que pregunten por sus nietos, que las hablen con todo afecto, que las ayuden a buscar las monedas que ya no distinguen con precisión. Es que están atentas hasta de qué productos compraron y qué puede hacerles falta hoy para preparar su comida. Y no cobran un sobresueldo por atención especial.
Son grandes personas que nunca aparecerán reseñadas en los libros, auténticas heroínas de la vida cotidiana, entregadas, tal vez sin saberlo, a facilitar la vida a otras personas. Rápidas y eficaces en su dedicación a quien más lo necesita.
¡Gracias por ser como sois!
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