Lecciones
de Aurora 4
Uno de los asuntos fundamentales de Aurora, ya lo hemos insinuado, es la promoción del individuo, del particular, o mejor: que exista la posibilidad de que cada uno busque su propio camino, y no se halle este determinado por la inserción de cada cual en sociedad. De ahí surgirá la crítica de la moral tradicional o existente en su momento, que todavía, siglo y medio más tarde, sigue teniendo cierta preponderancia, ciertos rasgos comunes, tradicionales.
Dicha moral tradicional –de origen cristiano, aunque el cristianismo ha ido cambiando en el siglo xix– tiene pretensiones de universalidad, es la misma para todos, lo que en el fondo, o en esencia, redunda en menoscabo del individuo, y aun en su negación y supresión.
La moral tradicional, que arraiga en la «moralidad de la costumbre», esto es, en la costumbre entendida en cuanto moral, lo que pide a los individuos es que no piensen en sí mismos ¡en cuanto individuos! (A 9) — Imaginemos esos grupos humanos de los que nos habla la antropología, en los que las costumbres, las tradiciones, es decir, lo que es norma porque «siempre se ha hecho así», son las que rigen; el particular suele estar tan embutido en el grupo, en su modo de hacer y de ser, ha embebido de tal manera sus máximas de actuación que no puede sentir, pensar ni hacer nada que no sea lo convencional, lo establecido, esto es, no piensa en sí mismo en cuanto individuo.
De hecho, Nietzsche insistirá en que las normas que se llaman «morales» realmente van dirigidas contra los individuos (A 108), al pretender «que el individuo se adapte a las necesidades generales», sin que al mismo tiempo se sepa cuáles son efectivamente esas «necesidades generales». — Tenemos hoy en día un ejemplo palmario, clarísimo de lo anterior: determinadas gentes, que, además, están teniendo un éxito relativamente importante, han decidido que el mundo será mejor si seguimos sus indicaciones referentes al lenguaje inclusivo, porque el lenguaje común tradicional ha devenido discriminatorio. (Le pido al lector que suspenda por un momento su juicio al respecto, ya que, si no, será imposible que entienda lo siguiente.)
Lo que se pretende es que quienes no estén de acuerdo con esa supuesta «necesidad general» prescindan de su opinión o argumentación personal, de su propio sentir al respecto, para seguir las pautas de quien cree haber descubierto una solución general al problema de cierta discriminación. — Fijémonos en que lo que aquí se trata de imponer es un medio, un instrumento supuestamente adecuado para acabar con una discriminación –la lingüística– que, al mismo tiempo que se propone la solución, ha sido engendrada y hecha viral.
No voy a decir «todos», pero a buen seguro gran parte de quienes están en contra de dicho lenguaje inclusivo estarán plenamente de acuerdo en la necesidad de acabar con la discriminación femenina o la transgénero — un fin muy laudable. Cosa bien distinta es que el germen de dicha discriminación esté en el lenguaje, y que la solución sea imponer otra manera de hablar, que ni ellos mismos son capaces de llevar a la práctica rigurosamente.
Es decir, lo que aquí se discute no es el fin –compartido–, sino el remedio propuesto –el lenguaje inclusivo– y el supuesto origen lingüístico de la discriminación, que es el que sostiene la validez del remedio.
Vuelven, pues, las viejas pretensiones de esa moral convencional, «una reforma radical del individuo», esto es, el debilitarlo y anularlo en cuanto individuo; o dicho de manera más positiva, lograr que el individuo se sienta miembro útil de la totalidad, sea feliz sacrificándose (A 132).
El problema verdadero no es que haya gente que esté en contra de tal universalización de las pautas de pensamiento, sentimiento y acción que lo que se suele llamar moral prescribe. El verdadero problema es que «¡se es un particular!»; todavía nadie ha logrado convertirse en «el ser humano»… Y la supuesta representación de las «necesidades generales», del bien de la humanidad no pasa de ser una elección individual, en algunos casos nutrida de buenas intenciones; en la mayoría, irreflexiva, residuo de un cristianismo reciclado; y en algunos otros, pura hipocresía; en cualquier caso, un dislate, a estas alturas del siglo xxi, morrocotudo: ¡¡¡soy el particular que representa al ser humano!!!
La propuesta de Nietzsche no es la del anarcoliberalismo: todo el poder para el individuo — ¡que tenga poder!, claro. Es mucho más matizada. Veíamos el otro día la necesidad de cuidar y atender al espíritu libre que llevamos dentro; el parágrafo acababa con una llamada a la tolerancia: ¡también los demás tienen derecho a sus antojos! (A 552).
Son las acciones individuales las que tienen valor, sea bueno o malo: «Así pues, cuanto más aprecie una época, un pueblo a los individuos y cuanto mayor derecho y preponderancia les reconozca, más acciones de ese tipo [auténticamente individuales, que poseen algún valor] se atreverán a realizar a la luz del día — y de esa manera acaba extendiéndose sobre épocas y pueblos enteros una aureola tal de integridad, de autenticidad en lo bueno y en lo malo, que, al igual que las estrellas, sigue iluminando aún milenios después de haber decaído, como es el caso de los griegos.» (A 529)



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