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| Manaò tupapaú (Espíritu de los muertos vigilando), Fuente: Buffallo Art Museum |
| #retratosdeamantes |
Gauguin (1848-1903) no tuvo precisamente eso que podríamos llamar una vida tranquila y asentada. Ya sus orígenes fueron un tanto singulares: era hijo de un periodista antimonárquico, Clovis Gauguin, y de Aline Marie Chazal, hija de la socialista y feminista Flora Tristán, quien a su vez, según algunas biografías, era hija de Simón Bolívar. Tras el golpe de estado de Napoleón III, la familia se trasladó a Perú. En el viaje murió el padre, cuando el futuro pintor tenía año y medio. Su vida será un ir y venir por lugares y trabajos. Por los trabajos, hasta que decidió dedicarse a la pintura. Por los lugares, hasta que un día la muerte le alcanzó en la Polinesia.
Su original y fácilmente reconocible estilo posimpresionista alcanza la madurez expresiva en la práctica de lo que se conoce como cloisonismo (pintura basada en las grandes áreas de color plano y bordes muy acentuados), luego evolucionará hacia el sintetismo (se quiere sintetizar la forma, las emociones del autor hacia el objeto que representa y el color). Pero vayamos con el óleo de hoy, que es lo que nos interesa.
La figura central de esta pintura es una joven tahitiana llamada Teha'amana, que yace boca abajo y mira de reojo hacia el lado contrario donde se sitúa la figura vestida de negro. Gauguin dijo que intentó representar el miedo polinesio al tupapaú, o espíritu de los muertos, que es quien aparece aquí, al otro lado de la cama, enfundado en un ropaje negro. En la pared, detrás de la cama, hay varias formas blancas, con apariencia de pluma, que el artista describió como luces fosforescentes y que, según él, ejemplifican el interés de los espíritus por los vivos.
De hecho, Gauguin describe la escena en su diario Noa Noa. Según cuenta en él, un día que volvía a su cabaña ya tarde y en el que por falta de provisiones se había quedado sin alumbrado, encendió una cerilla para no tropezar y vio a Tehura (así llamaba él a Teha'amana), inmóvil, desnuda, tumbada boca abajo en la cama, con los ojos desmesuradamente abiertos por el miedo (…) parecía que un resplandor fosforescente le brotaba de aquellos ojos con la mirada fija (se refiere al espíritu).
A partir de eso que nos cuenta, podríamos pensar que la niña, (según dice Gauguin, tenía tan solo trece años) está atemorizada por el espectro. Posteriormente, optó por una explicación más intelectual y se refirió a esta pintura como un trabajo que contenía una serie de dualidades: juventud y vejez, luz y oscuridad, vida y muerte.


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