![]() |
En librerías |
Tal y como recordé la semana pasada, este año se celebra el sesquicentenario de Rilke, y aunque ya tiene mucha presencia en este blog, era inevitable hacerle un hueco en esta sección.
No sé si es muy conocido su paso por España; sea como fuere, hoy voy a dejar aquí su "Trilogía española", consecuencia de la visita, donde pasó los meses de noviembre y diciembre de 1912 y el mes de enero y la mitad de febrero de 1913, básicamente en Toledo y en Ronda.
El poema puede resultar un poco hermético en algunos pasajes, pero la carta que envió a Katharina Kippenberg en marzo de 1913 resulta muy esclarecedora. Antonio Pau la recoge en su magnífico libro Vida de Rainer Maria Rilke. La belleza y el espanto (pp 275-78). También recoge en traducción propia la trilogía. Es absolutamente recomendable la lectura de la carta, así como de todo el libro.
La trilogía está escrita en enero de 1913 y Jaime Ferreiro la traduce así:
TRILOGÍA ESPAÑOLA
I
De esa nube, mira, que violenta
a la estrella oculta, que justo ahora fue – (y de mí),
de esa serranía, al fondo, noche ahora,
vientos nocturnos tiene por un tiempo – (y de mí);
de ese río en lo profundo del valle, que prende
el destello de un claro de cielo desgarrado (y de mí),
de mí y de todo eso hacer una sola
y única cosa, Señor: de mí y del sentimiento
con que el rebaño, encerrado en el aprisco,
recibe con la exhalación de su aliento el grande,
el oscuro no-ser-ya más del mundo –, de mí y de aquella
luz en la tétrica oscuridad de muchas casas, Señor:
hacer una cosa; de los que duermen,
de los viejos, extraños, en el hospicio,
que tosen importantes en las camas;
de los niños adormilados en pechos tan extraños,
de tantos seres imprecisos, y siempre de mí,
de nada más que de mí, y de lo que no conozco,
hacer la cosa, Señor, Señor, Señor, la cosa
que, cósmico-terrenal como un meteoro,
reúne rauda en su gravitación sólo la suma
del vuelo: no sopesando sino la llegada.
II
Por qué uno ha de andar así, y cargar
con tantas cosas extrañas, como quizá el portador
que de puesto en puesto levanta el cesto ajeno
de la compra más y más repleto, y va detrás agobiado,
y no puede decir: Señor, ¿para qué el banquete?
expuesto a la desmesura del influjo,
implicado en este espacio lleno de suceso,
como si su destino estuviese apoyado
a un árbol del paisaje, sin otra actuación.
Y sin embargo, en su exorbitante mirada,
no tiene el callado alivio del rebaño. No tiene
sino mundo. Tiene mundo tan pronto alza los ojos,
mundo en cada inclinación. Lo que a otros gusta,
a él, inhospitable como música y a ciegas,
le penetra en la sangre y transitoriamente se transforma.
Entonces se yergue durante la noche y la llamada
de un pájaro afuera la tiene ya en su existencia,
y se siente osado porque recoge en el rostro
todas las estrellas, grave –, ay, no como uno
que prepara esa noche para la amada
y la mima con los sentidos cielos.
III
Ojalá que al volver, en soledad, a la aglomeración
de las ciudades y al ovillo enredado de ruidos
y tráfago confuso de vehículos,
ojalá que, por encima del espeso bullicio,
esté conmigo el recuerdo del cielo y el borde terroso
de la montaña, en el horizonte, por donde el rebaño
torna a la majada. Pétreo me sea el ánimo,
y que la obra diaria del pastor me parezca hacedera,
cómo camina soberbio y curtido, y cómo, con piedra bien calculada
de su honda va ribeteando el rebaño, allí donde quiera
que se desfleque, lento el paso, pensativo el cuerpo,
pero magnífico cuando se para, aún le sería permitido a un dios
revestirse en secreto de su figura, y no sería por eso menos.
Alternando se detiene y se rezaga, igual que el día mismo,
y las sombras de las nubes le atraviesan,
como si morosamente el espacio
pensase pensamientos por él.
¡Sea el quien fuere para vosotros! Como la luz parpadeante
en la noche detrás de la pantalla, así me sitúo yo dentro de él.
Un destello se apacigua. La muerte