Lecciones de Aurora 5
En el capítulo anterior apuntaba la noción de «moralidad de la costumbre», de la que provendría nuestra moral actual. Pedía al lector que imaginara esos grupos humanos, objeto de estudios antropológicos, en los que las costumbres, las tradiciones son las que rigen la vida social –y la de los individuos– hasta el punto de que el particular bien poco tiene de particular, puesto que está absorbido en el grupo, ha embebido de tal manera sus máximas de actuación que no puede sentir, pensar ni hacer nada que no sea lo establecido por la costumbre, esto es, no piensa en sí mismo en cuanto individuo particular, sino solo en cuanto miembro del grupo.
Al referirnos a esos grupos objeto de estudio de la antropología podría pensarse que estamos hablando de algo bien lejano a nuestra sociedad actual, la de Nietzsche y la nuestra. Y, sin embargo, nuestra moral actual, por mucho que podamos creer, en el caso del cristianismo, que es un gracioso mensaje de su Dios, o, desde un punto de vista más secular e ilustrado, algo impreso en nuestra biología humana o un fruto de la racionalidad, proviene –a Nietzsche no le cabe duda, y aquí intentaré mostrarlo– de la moral de la costumbre. — Nuestra moral actual proviene de la moralidad de la costumbre, solo que «el poder de la costumbre se ha debilitado de manera [tan] extraordinaria» que nos ha llevado a pensar que ya no existe; somos tan sofisticados que no podemos ni siquiera fingir que seamos «animales de costumbre». A lo más, lo reconocemos solo en casos extremos, y forzados por la evidencia; pero no es más que un chiste culpable, ligeramente áspero.
Y no: somos animales de costumbres; y, de entrada, nuestro modo de sentir, de pensar y de actuar es el que la sociedad, el círculo en que nacemos y crecemos nos propone o impone. Solo después, si acaso, iremos liberándonos de ese nuestro ser anónimo e iremos logrando particularidad, nos iremos convirtiendo propiamente en individuos. — Mas esto no está garantizado, por mucho que hoy día la propaganda nos quiera hacer comulgar con la idea de que cada uno somos cada uno.
Basta con pensar en nuestros trayectos por la calle, en nuestros viajes en autobús… ¿no forman una mayoría los que están pendientes –compulsivamente– del móvil? ¿Están todos ellos a punto de recibir una llamada vital? ¿Llama la vida por teléfono?... Los que siguen, no ya el fútbol, como hace unos años, sino los deportes en general, naturalmente con sus preferencias «particulares» –«a mí me encanta el boxeo», «¡la Fórmula 1!», «yo lo que sigo impenitentemente es la Liga de hurling. ¡Ah, no, no soy irlandés. Es que me gusta!»–. Los que oyen la música que hay que oír, leen los libros que hay que leer, celebran las costumbres –tan simpáticas– importadas de EE.UU. como si fueran una necesidad humana que hasta ahora nos ha sido vetada, etc., etc. — ¿No somos animales de costumbres?
«La moralidad no es otra cosa (esto es, nada más) que obediencia de las costumbres, sean éstas cuales fueren; y las costumbres son la manera tradicional de valorar y de actuar.» — Y no pensemos en el estrecho ámbito de lo que se considera «moral» en nuestro mundo; toda valoración es moral, con mayor razón, toda actuación. Así, el elegir un modo de vida, un trabajo, unas amistades, unas actividades; el considerar lo que importa, cómo justificamos o nos explicamos lo que pensamos, lo que apreciamos, lo que apoyamos; el hacer, por lo tanto, elecciones políticas, y la ideología o las razones en que nos basamos, todo eso, y mucho más, viene, en principio, decidido e impulsado por la costumbre, por alguna tradición. Otra cosa es que ahora dispongamos de más tradiciones a nuestro alcance, y estas se entreveren unas con otras, llegando incluso a contradecirse.
«La tradición se sigue porque ordena», no porque nos sea de provecho; puede serlo, pero lo esencial es su carácter impositivo, que no necesariamente vivimos como tal, ya que forma parte de nuestro ser, de ese ser primero relativamente anónimo, esto es, no particular. Hacemos lo que debemos, aunque sea la costumbre (A 9).
No solo, por tanto, la moral entendida en sentido estricto, sino nuestro ser todo proviene de la tradición, de la sociedad. De ahí, por ejemplo, el éxito –pensemos en el momento actual– de las identidades colectivas: ser vasco, ser blanco, ser hombre, ser de la Real Sociedad…, o ser español, ser moreno, ser mujer o ser del Eibar, y eso sin entrar en las inclinaciones sexuales y en las determinaciones de género.
Paradójicamente, la adscripción a un colectivo, a una identidad predeterminada se vive como la originalidad máxima: no hay mayor –en teoría– particularidad que seguir una pauta despersonalizadora. Se siguen unas costumbres en la confianza de que se está siendo auténticamente uno mismo. Nuestros comienzos –repito– como ser anónimo, como ser social explican el fenómeno.
Nietzsche, consciente de esta paradoja que en nuestra postmodernidad alcanza una cota difícil de homologar, llama espíritu libre «a quien piensa de manera distinta a lo que se esperaría atendiendo a sus orígenes, su entorno, su posición social y su profesión, o a las opiniones dominantes de la época.» Cuál sea el origen de esa particularización, de ese arrancarse a la costumbre importa poco, lo esencial es la desviación. «Normalmente –añade– tendrá de su parte la verdad, o al menos el espíritu de búsqueda de la verdad, [ya que] él exige razones, [y] los demás fe» (Humano, demasiado humano 225).



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