Supongo que para la gente que se dedica al estudio de la naturaleza y más específicamente a la ornitología tropezarse con un pájaro loco no será motivo de sorpresa, como tampoco lo será para quienes viven en el campo, pero para un urbanita como yo, de paso por Madrid, no solamente es motivo de sorpresa, sino hasta de gozo y alborozo que un pito real se entretenga en buscar comida a diez escasos metros de distancia. Y que para mayor felicidad me permita acercarme un poco más antes de echarse a volar hasta un lugar un poquito, solo un poquito, más retirado.
Supongo también que no es lo mismo encontrarse con uno —en realidad la mañana del miércoles llegué a ver tres en un momento— en un parque urbano, donde se habrán acostumbrado a nuestra presencia, que hacerlo en un bosque más o menos frondoso de alguna zona retirada del mundanal ruido, donde posiblemente sean más esquivos y menos dados a manifestarse. No lo sé ni me importa, porque lo fascinante del caso, al menos para mí, es haber podido estar en un momento y en un lugar, por breve que sea el primero y reducido el segundo, con otro ser vivo al que me unen muchísimas más cosas que las que me separan.
No compartimos la comida. No hablamos la misma lengua. No tenemos una fisonomía parecida. No disponemos de los mismos gustos ni aficiones. Descansamos en espacios diferentes. Nos relacionamos con nuestros congéneres de maneras distintas. Nuestros hábitos culinarios son muy diferentes. Y, no obstante, y eso es lo maravilloso, formamos parte de la misma cadena de la vida, estamos sustancialmente unidos por la misma serie que se originó hace tal vez 3.500 millones de años, y desearía seguir en ella compartiendo momentos y lugares, por breves, pequeños e intrascentes que sean, con tantos seres vivos como pueda, incluidos los seres humanos.
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