sábado, 21 de agosto de 2021

FAROLAS DONOSTIARRAS



Hay muchos tipos de luces. Seguramente, todas necesarias, aunque solo sea para corroborar diferencias y decidir nuestro gustos.

De las luces naturales, yo prefiero las luces del amanecer, las que encienden el día y lo ponen en marcha, y las crepusculares, esas que te arrullan como un verso hermoso y te dicen que el mundo está bien hecho, aunque tú sepas que se trata de una mentira piadosa, para que te vayas tranquilo a casa.

Y están también las luces de las farolas, esos inventos humildes que se yerguen silenciosos al borde de aceras, edificios y calzadas. 

Tímidas ellas, ni tan siquiera reclaman nuestra atención. Están ahí. Calladas. Pero cuando la claridad del día huye, ellas se encienden y nos ayudan a reconocer a la amiga que se acerca, el bordillo desgastado, el bolígrafo que se nos ha caído... Intrascendencias varias sin las que los días serían menos amables, menos nuestros.

Algunas se hacen las misteriosas,

otras intentan emular a la luna,

e incluso quieren ayudarla.

Las hay con estilo, un puntito elegantes y sofisticadas, 

aunque vistas desde abajo parezcan algo enfadadas.


Unas pocas se engalanan con sus mejores formas para contribuir a realzar la coquetería de la ciudad

y hasta hacen sus pinitos ayudando a embellecer los colores del aire.

Existen también las serias y emblemáticas como un faro experimentado.

 
Y hasta parejitas jóvenes que cuidan con ternura de su bebé.

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