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miércoles, 28 de octubre de 2020

EL MONTE DE LAS ÁNIMAS, "Ficción sonora" para el sesquicentenario de Bécquer

Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870) es uno de los grandes hitos de la literatura romántica en castellano. Mucho más conocido o apreciado por su poesía que por su prosa, lo cierto es que también ha tenido claros defensores de esta última. Arturo Berenguer Carisomo, sobre esta cuestión, nos ha dejado escrito en La prosa de Bécquer (p. 2) lo siguiente: Casi estaría por decir, si no oliese a herejía, que es superior a su verso. Y es que las leyendas de Bécquer consiguen alzarse por encima de la escritura gris y anodina en la que se movía el género hasta que el sevillano decidió trabajarlo.

Sobre esta leyenda —en realidad, dos— que el equipo de Benigno Moreno ha grabado hay que destacar el relato del miedo de su protagonista, Beatriz. Como dice García-Viñó, el escritor logra llevar al ánimo del lector la sensación de avance lento, inflexible, machacón, del espectro invisible hacia la cama. Y más adelante: Pero tal vez lo más interesante de todo en esta descripción sea esa modernísima objetivación de lo psicológico que Bécquer lleva a cabo en ella; ese reflejar lo interno en lo externo: el miedo, la angustia, los deseos, las esperanzas, los recuerdos, en los sonidos y las cosas (Mundo y trasmundo en las Leyendas de Bécquer, p. 96).


Y ahora disfrutad de esta espléndida adaptación en la que participan Juan Echanove (narrador), Fran Perea (Alonso) y Lucía Caraballo (Beatriz), y con la que Ficción sonora quiere celebrar el ciento cincuenta aniversario de la muerte del más romántico de los poetas españoles.


Y si queréis seguir con otra adaptación radiofónica más, aquí tenéis la que en 2001 realizó RNE para la serie Historias, en este caso dirigida por Juan José Plans.

viernes, 21 de junio de 2024

AMANCIO PRADA CANTA A BÉCQUER

 

Un día de estos pasaré por el monasterio de Veruela, adonde Bécquer acudió en busca de reposo y alivio para su maltrecha salud. Como me gusta que los sitios que visito me hablen de su historia y me cuenten sus intimidades, suelo bucear en cuanta información me hace el viaje más próximo y la estancia más grata. Dicho de otra manera: me gusta que los lugares hablen conmigo y yo pueda hablar con ellos. El diálogo puede establecerse a través de personas, documentos, leyendas, piedras o paisajes. Si todos los elementos colaboran, mejor que mejor. Es la manera que tengo de sentirme bien viajando. 

Estaba en esa fase de documentalista cuando tropecé con el recital de Amancio Prada en Sevilla. La vía Amancio Prada me parece una estupenda vía para acercarse o rememorar la poesía de Bécquer y como en este caso es un vídeo, me ha parecido que traerlo hasta aquí era una manera de reconocer su trabajo y ayudar, si es que en algo puedo yo contribuir desde aquí, a promocionar a estos dos creadores de diferentes épocas enlazados por el amor a la belleza de la palabra escrita, dicha y cantada. Seguro estoy de que el poeta se sentiría muy a gusto oyendo al músico.

Pero la poesía es palabra, palabra escrita, y se puede disfrutar más intensamente cuando somos capaces de ver y de comprender un poco más allá del conjunto de palabras y frases que se agrupan para formar un texto. Cuando tenemos acceso a los resortes y mecanismos que ha utilizado quien ha escrito ese poema —en ocasiones conscientemente; otras veces, inconscientemente— y atravesamos la puerta que nos lleva al misterio de la creación, entonces el gozo de la lectura se abre en todas las direcciones y la explosión de belleza alcanza todas las fibras del ser. 

Es cierto que hay personas —pocas— especialmente dotadas para llegar de forma intuitiva y sin ayuda a ese grado de penetración. La mayoría necesitamos ayuda y asistencia. Para penetrar en el universo bécquer y disfrutar intensamente de su lectura se me ocurren buenos asistentes de fácil acceso: el Comentario de la rima XV, de Francisco López Estrada (El comentario de textos. Castalia1973), donde se ofrecen muchas de las claves para el resto de sus Rimas; y el precioso ensayo de Dámaso Alonso, Originalidad en Bécquer, en Poetas españoles contemporáneos, Gredos, 1965. Ambas son vías muy asequibles y agradecidas para ir más allá en el gozo de la lectura.

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jueves, 11 de agosto de 2022

PODRÁ NO HABER POETAS, PERO SIEMPRE HABRÁ POESÍA

Arriba: Shole Wolpe, Mª José Saenz, María Coduras, Mohsen Emadi, Tere Irastortza, Luis Tamarit y Trinidad Ruiz Marcellán (de Olifante).
Abajo: Marta E. Chichocka, Belén Mateos, Charles Olsen, Fran Picón, Lilián Pallarés e Íñigo Linaje.

G. Diego, El Collado, 23.
 Yo iba a Soria con la intención de traerme unos cuantos libros nuevos y dar noticia de alguna de las ponencias de la traca final de Expoesía 2022, pero la enormediversidad de eventos y, por encima de todo, la poderosa presencia de la ciudad con sus tres históricos llenando de imágenes mi cámara y de emociones mi corazón, ha hecho que, de momento, relegue mis comentarios.                                                                                                                                                                                                               Machado es Soria y Soria es Machado, aunque tanto la ciudad como el poeta sean mucho más, pero lo cierto es que queriendo o sin querer asociamos la una al otro y viceversa. Gerardo Diego tenía ya desde hace una buena cantidad de años su escultura a lo Pessoa, quiero decir sentado en su silla de café, pero faltaba Bécquer y desde hace poco ya tiene su estatua y su "rincón".

Rincón de Bécquer (Avenida Duques de Soria, 1)

Estatua de Bécquer junto a San Juan del Duero.

Con muy buen criterio se ha grabado en el envoltorio metálico de la fuente que se puede ver en la imagen del Rincón los versos 3º y 4º de la primera estrofa de la rima IV, esos que dan título a esta entrada y que son los que inspiraron a Neruda para darle la réplica con lo de las flores y la primavera,
 podrán cortar todas las flores, pero no podrán detener la primavera

Y así es, a Bécquer estoy dispuesto a darle la razón poética y también la otra. La poesía se puede manifestar de muchas maneras. Una de ellas, en el caso de Soria, es por medio de su delicadísima imaginería románica, que si esta ciudad es tierra de poetas, también es tierra de románico.

Poesía también es la típicamente tópica estampa que forman sus cigüeñas y sus nidos.


O la más singular de las palomas creando nidos en los balcones de los hoteles, al abrigo de los aparatos de aire acondicionado y de las miradas curiosas de los turistas ocasionales, esos que prefieren la poesía de la vida a la de los renglones cortitos.


O la del recuerdo que la ciudad mantiene con sus seres queridos. 
O hasta la de una hoja de plátano deseosa de anunciar las más amables temperaturas de una futura estación.


Soria es poesía, o estimula al menos la poesía que viene con nosotros, que algo tenemos que poner siempre de nuestra parte para ayudarla a manifestarse.

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Путин, немедленно останови войну!

sábado, 29 de junio de 2024

TRAS LOS PASOS DE BÉCQUER Y MARCIAL

Monasterio de Veruela

 Bécquer estuvo en este hermoso monasterio al menos en tres ocasiones durante los años 1863 y 1864. Allí acudió en busca de reposo con su familia y con la de su hermano Valeriano, quien se dedicaba a la pintura y nos ha dejado un testimonio visual recogido en este dibujo del sesteo de toda la familia una tarde de verano en 1864.


De hecho, en el monasterio hay una exposición permanente que bajo el título de Espacio Bécquer ofrece una información muy detallada sobre la actividad de ambos hermanos durante el tiempo de estancia y más allá. 





Como es bien sabido, la relación entre ambos hermanos fue siempre muy buena y fructífera. Por otro lado, el espacio monástico, con su austera belleza y la calma que transmiten sus paredes, fue un acicate más para la redacción de las Cartas, absolutamente impregnadas de ambiente romántico. Es fácil, por tanto, imbuirse del espíritu becqueriano tanto en el espacio exterior, a la sombra del Moncayo, como dentro del recinto monacal. Y si tenéis a mano las 
Cartas desde mi celda, el viaje, la visita y el paseo por la zona os resultará mucho más grata.

La segunda motivación del viaje venía dada por Marco Valerio Marcial, bilbilitano de pro y gran epigramista. Por desgracia, no pude visitar la ciudad romana que dotó del gentilicio a los habitante de Calatayud; los trabajos arqueológicos que se estaban practicando, y que ocuparán todo el verano, me impidieron la visita. En cualquier caso, no me faltó la compañía de sus textos, vivaces, satíricos e ingeniosos siempre. Un par de ejemplos para quien no conozca sus famosos epigramas: 

Libro I

IV

Si por casualidad te topas, César, con mis libritos, deja de fruncir tu entrecejo señor del mundo. Vuestros triunfos acostumbran también a tolerar las bromas, y no siente pudor un general por ser materia de chistes. Te ruego que leas mis obras con esa misma frente con que contemplas a Timele y al payaso Latino. La censura puede permitir unas inocentes chanzas: mis páginas son licenciosas; mi vida, honesta.

Libro II

VIII

Si algo te parece en estas páginas, lector, o muy oscuro o poco latino, el error no es mío; lo ha tergiversado el copista con las prisas por cargar versos a tu cuenta. Pero si crees que no es él, sino yo, quien ha caído en falta, entonces yo creeré que tú no tienes ni pizca de inteligencia. —"Pero esos versos son malos". —¡Como si yo negara lo evidente! Estos son malos, pero tú no los haces mejores.

Libro V

XXIII

Exiges, Lesbia, que mi pene esté siempre a punto para ti. Créeme: la pilila no es lo que un dedo. Por más que tú la estimules con manos y palabras cariñosas, tu cara de mandona se vuelve contra ti.

Libro VII

XXXIV

¿Qué cómo puede ser, Severo, que la peor persona del mundo, Carino, haya
hecho bien ni una sola cosa, preguntas? Te lo diré, pero rápido. ¿Qué peor que Nerón? ¿Qué mejor que las termas neronianas? No falta al momento, ahí lo tienes, alguno de esos malvados que te habla así con su boca avinagrada: "¿Qué prefieres tú a tantos regalos de nuestro dios y señor?". —Prefiero las termas neronianas a los baños de un maricón.

Traducción: José Guillén


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viernes, 14 de junio de 2024

EL ¿ESTOICO? BÉCQUER

Diversas ediciones
 La frágil salud de Bécquer le llevó en 1863 al monasterio de Veruela. Desde allí fue enviando cartas a El Contemporáneo, periódico para el que trabajaba. Entre la segunda y la tercera hay un lapso de tiempo mayor. Bécquer había tenido una recaída en su afección pulmonar. Una vez recuperado redacta la tercera que, además de tener un interés particular como poética del creador, supone un punto y aparte en su manera de enfrentarse de nuevo a la vida. Posiblemente, la recaída fue profunda y, una vez superada, sale de ella una persona más consciente de que cuanto tenemos es lo que vivimos en el ahora. 

Hay quien ve en ella un actitud pesimista y nostálgica y la relaciona con las rimas LXIX, LXI o LXVI:

¿De dónde vengo?... El más horrible y áspero
           de los senderos busca;
las huellas de unos pies ensangrentados
           sobre la roca dura;


los despojos de un alma hecha jirones
           en las zarzas agudas,
           te dirán el camino
           que conduce a mi cuna.


¿Adónde voy? El más sombrío y triste
           de los páramos cruza,
valle de eternas nieves y de eternas
           melancólicas brumas.


En donde esté una piedra solitaria
           sin inscripción alguna,
          donde habite el olvido,
          allí estará mi tumba.


Yo no lo veo así. No percibo pérdida ni lamento, más bien un posicionamiento estoico ante la conciencia de la muerte y el valor de la vida en todos y cada uno de sus momentos. Este es el final de la carta, que cada cual juzgue por sí mismo:

Desde que, impresionada la imaginación por la vaga melancolía o la imponente hermosura de un lugar cualquiera, se lanzaba a construir con fantásticos materiales uno de esos poéticos recintos, último albergue de mis mortales despojos, hasta el punto aquel en que, sentado al pie de la humilde tapia del cementerio de una aldea oscura, parecía como que se reposaba mi espíritu en su honda calma y se abrían mis ojos a la luz de la realidad de las cosas, ¡qué revolución tan radical y profunda no se ha hecho en todas mis ideas! ¡Cuántas tempestades silenciosas no han pasado por mi frente, cuántas ilusiones no se han secado en mi alma, a cuántas historias de poesía no las he hallado una repugnante vulgaridad en el último capítulo! Mi corazón, a semejanza de nuestro globo, era como una masa incandescente y líquida que poco a poco se va enfriando y endureciendo. Todavía queda algo que arde allá en lo más profundo, pero rara vez sale a la superficie. Las palabras amorgloriapoesía, no me suenan ya al oído como me sonaban antes. ¡Vivir!... Seguramente que deseo vivir, porque la vida, tomándola tal como es, sin exageraciones ni engaños, no es tan mala como dicen algunos; pero vivir oscuro y dichoso en cuanto es posible, sin deseos, sin inquietudes, sin ambiciones, con esa felicidad de la planta que tiene a la mañana su gota de rocío y su rayo de sol; después, un poco de tierra echada con respeto y que no apisonen y pateen los que sepultan por oficio; un poco de tierra blanda y floja que no ahogue ni oprima; cuatro ortigas, un cardo silvestre y alguna hierba que me cubra con su manto de raíces, y, por último, un tapial que sirva para que no aren en aquel sitio ni revuelvan los huesos.

He aquí, hoy por hoy, todo lo que ambiciono: ser un comparsa en la inmensa comedia de la Humanidad y, concluido mi papel de hacer bulto, meterme entre bastidores sin que me silben ni me aplaudan, sin que nadie se aperciba siquiera de mi salida.

No obstante esta profunda indiferencia, se me resiste el pensar que podrían meterme preso en un ataúd formado con las cuatro tablas de un cajón de azúcar, en uno de los huecos de la estantería de una Sacramental para esperar allí la trompeta del Juicio, como empapelado, detrás de una lápida con una redondilla elogiando mis virtudes domésticas e indicando precisamente el día y la hora de mi nacimiento y de mi muerte.

Esta profunda e instintiva preocupación ha sobrevivido, no sin asombro por mi parte, a casi todas las que he ido abandonando en el curso de mi vida, pero, al paso que voy, probablemente mañana no existirá tampoco, y entonces me será tan igual que me coloquen debajo de una pirámide egipcia como que me aten una cuerda a los pies y me echen a un barranco como un perro.

Ello es que cada día me voy convenciendo más que de lo que vale, de lo que es algo, no ha de quedar ni un átomo aquí.


Tal vez esté confundido, pero yo creo percibir al poeta más próximo a la ataraxia que a la desesperación. Podéis leerla completa aquí. O que os la lean en este audio.

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domingo, 6 de enero de 2013

SORIA, RUTA LITERARIA

Río Duero
¡Soria fría, Soria pura,
cabeza de Extremadura,
con su castillo guerrero
arruinado, sobre el Duero;
con sus murallas roídas
y sus casas denegridas!

Soria es, qué duda cabe, mucho más que sus poetas; pero Soria tiene más brillo, más encanto y más profundidad si callejeamos por ella con unos cuantos textos en la mano.

No quiero hacer aquí la competencia al Ayuntamiento de la ciudad ni a los guías sorianos que tienen su ruta machadiana, a buen seguro, muy bien organizada. Sólo es una sugerencia de paseo con algunos textos de Bécquer, Gerardo Diego y A. Machado.

El Mirón
Sugiero como primera aproximación a la ciudad y a los poetas llegar hasta el Mirón, hacia donde solían encaminar muchas veces sus paseos Machado y Leonor. Una vez en el mirador podemos hacernos acompañar de la sección Campos de Soria, del célebre Campos de Castilla.


Y nunca más la tierra de ceniza
a pisar volveré, que Duero abraza.
¡Oh loma de Santana, ancha y maciza;
placeta del Mirón; desierta plaza
  con el sol de la tarde en mis balcones,
nunca os veré! No me pidáis presencia;
las almas huyen para dar canciones:
alma es distancia y horizonte: ausencia.
  Mas quien escuche el agria melodía
con que divierto el corazón viajero
por estos campos de mi Andalucía
  ya sabe manantial, cauce y reguero
del agua clara de mi huerta umbría.
No todas vais al mar aguas del Duero!

Otro día, mejor si es al atardecer, nos acercaremos a San Juan del Duero y allí, entre los arcos de su claustro, nos podemos sumergir en el ambiente mágico y fantasmagórico con la leyenda becqueriana El rayo de luna, que según parece escribió inspirado por el lugar —tampoco estaría de más El monte de las ánimas, éste leído en el propio monte, que está al lado—. Y antes de encaminarnos por la ribera del Duero hacia San Polo y San Saturio, paseo agradable donde los haya, podemos recordar el soneto de G. Diego:

Claustro de S. Juan del Duero
Para ti, San Juan mío, sólo quiero
mi lateral, oblicua, alta mirada
de pájaro. Tu enigma, tu cruzada
te dejó puro, oh claustro, oh flor del Duero.

Tus cánones, antífonas, corales
juegan al corro de las cuatro esquinas,
que a la luz de la luna de las ruinas
varía sus mudanzas espectrales.


¿Te levantó el techado ángel cojuelo?
¿O quedaste inconcluso, criatura
perfecta, como estás, abierto al cielo?.

Nieves, soles, escarchas, tu ventura
respetan, tus cadenas y tu anhelo.

¿Alzará el vuelo un día tu hermosura?

El Duero y San Saturio

 Callejeando por la ciudad descubriremos enseguida el instituto donde dio clases de francés Machado, la iglesia donde se casó o la campana de la audiencia que daba la una, en la misma Plaza Mayor. Pero, seguramente, lo que primero vais a descubrir es el casino, porque al lado de la entrada hay una escultura de G. Diego tomando café y una silla vacía para que podamos fotografiarnos a su lado. En este casino tocaba el piano el poeta del 27, además de leer y escribir. También está situado el reciente museo Casa de los poetas, dedicado, cómo no, a G. Diego, A.Machado y G.A. Bécquer. Por cierto, en el portal de entrada conviven sendos poemas de Diego y Machado. Podéis entreteneros argumentando sobre cuál os gusta más o menos.

Me dejo muchos lugares y textos para que los vayáis descubriendo por vuestra propia cuenta, aunque si hacéis uso de los enlaces, tenéis material para organizaros una completa ruta paisajístico-literaria. En todo caso, si vais algún día a Soria, no olvidéis echar en la maleta algún libro de esos tres poetas.

viernes, 28 de junio de 2024

CASTILLO DE TRASMOZ, unas fotos para una leyenda

Trasmoz y su castillo.

Del rápido paseo por el piquito oeste de la provincia de Zaragoza traigo los bolsillos llenos de recuerdos y de historias. Hoy dejo aquí la leyenda del castillo de Trasmoz tal y como la cuenta Bécquer 
en su séptima carta y sus tildadas aes de otro siglo —lo que también tiene su encanto—. 

Existe, muy bien señalizada, lo que se conoce como ruta Bécquer. Es fácil de hacer, pero no es aconsejable durante un día caluroso, porque no hay prácticamente ninguna sombra durante el recorrido, aunque siempre está la opción salir muy temprano, con el frescor matinal. 

Vamos con la historia:

Queridos amigos: Prometí á ustedes, en mi última carta, referirles, tal como me la contaron, la maravillosa historia de las brujas de Trasmoz. Tomo, pues, la pluma para cumplir lo prometido, y va de cuento.

Desde tiempo inmemorial, es artículo de fe entre las gentes del Somontano, que Trasmoz es la corte y punto de cita de las brujas más importantes de la comarca. Su castillo, como los tradicionales campos de Barahona y el valle famoso de Zugarramurdi, pertenece á la categoría de conventículo de primer orden y lugar clásico para las grandes fiestas nocturnas de las amazonas de escobón, los sapos con collareta y toda la abigarrada servidumbre del macho cabrío, su ídolo y jefe. Acerca de la fundación de este castillo, cuyas colosales ruinas, cuyas torres oscuras y dentelladas, patios sombríos y profundos fosos, parecen, en efecto, digna escena de tan diabólicos personajes, se refiere una tradición muy antigua. Parece que en tiempo de los moros, época que para nuestros campesinos corresponde á las edades mitológicas y fabulosas de la historia, pasó el rey por las cercanías del sitio en que ahora se halla Trasmoz, y viendo con maravilla un punto como aquél, donde gracias á la altura, las rápidas pendientes y los cortes á plomo de la roca, podía el hombre, ayudado de la naturaleza, hacer un lugar fuerte é inexpugnable, de grande utilidad por encontrarse próximo á la raya fronteriza, exclamó volviéndose á los que iban en su seguimiento, y tendiendo la mano en dirección á la cumbre:

— De buena gana tendría allí un castillo.
Hito que acompaña el camino.



Oyóle un pobre viejo, que apoyado en un báculo de caminante y con unas miserables alforjillas al hombro, pasaba á la sazón por el mismo sitio, y adelantándose hasta salirle al encuentro y á riesgo de ser atropellado por la comitiva real, detuvo por la brida el caballo de su señor y le dijo estas solas palabras:

— Si me le dais en alcaidía perpetua, yo me comprometo á llevaros mañana á vuestro palacio sus llaves de oro.

Rieron grandemente el rey y los suyos de la extravagante proposición del mendigo, de modo que arrojándole una pequeña pieza de plata al suelo, á manera de limosna, contestóle el soberano con aire de zumba:

— Tomad esa moneda para que compréis unas cebollas y un pedazo de pan con que desayunaros, señor alcaide de la improvisada fortaleza de Trasmoz, y dejadnos en paz proseguir nuestro camino.

Y, esto diciendo, le apartó suavemente á un lado de la senda, tocó el ijar de su corcel con el acicate, y se alejó seguido de sus capitanes, cuyas armaduras, incrustadas de arabescos de oro, resonaban y resplandecían al compás del galope, mal ocultas, por los blancos y flotantes alquiceles.

— ¿Luego me confirmáis en la alcaidía? añadió el pobre viejo, en tanto que se bajaba para recoger la moneda, y dirigiéndose en alta voz hacia los que ya apenas se distinguían entre la nube de polvo que levantaron los caballos, un punto detenidos, al arrancar de nuevo.

— Seguramente díjole el rey desde lejos y cuando ya iba á doblar vma de las vueltas del monte; pero con la condición de que esta noche levantarás el castillo, y mañana irás á Tarazona á entregarme las llaves.

Satisfecho el pobrete con la contestación del rey, alzó, como digo, la moneda del suelo, besóla con muestras de humildad, y después de atarla en un pico del guiñapo blancuzco que le servía de turbante, se dirigió poco á poco hacia la aldehuela de Trasmoz, Componían este lugar quince ó veinte casaquillas sucias y miserables, refugio de algunos pastores que llevaban á pacer sus ganados al Moncayo. Pasito á pasito, aquí cae, allí tropieza, como el que camina agobiado del doble peso de la edad y de una larga jornada, llegó al fin nuestro hombre al pueblo, y comprando, según se lo había dicho el rey, un mendrugo de pan y tres ó cuatro cebollas blancas, jugosas y relucientes, sentóse á comerlas á la orilla de un arroyo, en el cual los vecinos tenían costumbre de venir á hacer sus abluciones de la tarde, y en donde, una vez instalado, comenzó á despachar su pitanza con tanto gusto, y moviendo sus descarnadas mandíbulas, de las que pendían unas barbillas blancas y claruchas, con tal priesa, que, en efecto, parecía no haberse desayunado en todo lo que iba de día, que no era poco, pues el sol comenzaba á trasmontar las cumbres.

Sentado estaba, pues, nuestro pobre viejo á la orilla del arroyo dando buena cuenta con gentil apetito de su frugal comida, cuando llegó hasta el borde del agua uno de los pastores del lugar, hizo sus acostumbradas zalemas, vuelto hacia el Oriente, y concluida esta operación, comenzó á lavarse las manos y el rostro, murmurando sus rezos de la tarde. Tras éste vinieron otros cuantos, hasta cinco ó seis, y cuando todos hubieron conchudo de rezar y remojarse el cogote, llamólos el viejo y les dijo:

— Veo con gusto que sois buenos musulmanes, y que ni las ordinarias ocupaciones, ni las fatigas de vuestros ejercicios os distraen de las santas ceremonias que á sus fieles dejó encomendadas el Profeta. El verdadero creyente, tarde ó temprano, alcanza el premio: unos lo recogen en la tierra, otros en el paraíso, no faltando á quienes se les da en ambas partes, y de éstos seréis vosotros.

Los pastores, que durante la arenga no habían apartado un punto sus ojos del mendigo, pues por tal le juzgaron al ver su mal pelaje y peor desayuno, se miraban entre sí, después de concluido, como no comprendiendo adonde iría á parar aquella introducción si no era á pedir una limosna; pero con grande asombro de los circunstantes, prosiguió de este modo su discurso:

Adrián Pereda y su magnífico regalo en una pared de una casa de Trasmoz

— He aquí que yo vengo de una tierra lejana á buscar servidores leales para la guarda y custodia de un famoso castillo. Yo me he sentado al borde de las fuentes que saltan sobre una taza de pórfido, á la sombra de las palmeras en las mezquitas de las grandes ciudades, y he visto unos tras otros venir muchos hombres á hacer las abluciones con sus aguas, éstos por mera limpieza, aquéllos por hacer lo mismo que todos, los más por dar el espectáculo de una piedad de fórmula. Después os he visto en estas soledades, lejos de las miradas del mundo, atentos sólo al ojo que vela sobre las acciones de los mortales, cumplir con nuestros ritos, impulsados por la conciencia de un deber, y he dicho para mí: He aquí hombres fieles á su religión; igualmente lo serán á su palabra. De hoy más no vagaréis por los montes con nieves y fríos para comer un pedazo de pan negro; en la magnífica fortaleza de que os hablo tendréis alimento abundante y vida holgada. Tú cuidarás de la atalaya, atento siempre á las señales de los corredores del campo, y pronto á encender la hoguera que brilla en las sombras, como el penacho de fuego del casco de un arcángel. Tú cuidarás del rastrillo y del puente; tú darás vuelta cada tres horas alrededor de las torres, por entre la barbacana y el muro. A tí te encargaré de las caballerizas; bajo la guarda de ése estarán los depósitos de materiales de guerra, y por último, aquél otro correrá con los almacenes de víveres.

Los pastores, de cada vez más asombrados y suspensos, no sabían qué juicio formar del improvisado protector que la casualidad les deparaba; y aunque su aspecto miserable no convenía del todo bien con sus generosas ofertas, no faltó alguno que le preguntase entre dudoso y crédulo:

— ¿Dónde está ese castillo? Si no se halla muy lejos de estos lugares, entre cuyas peñas estamos acostumbrados á vivir, y á los que tenemos el amor que todo hombre tiene á la tierra que le vio nacer, yo, por mi parte, aceptaría con gusto tus ofrecimientos, y creo que como yo todos los que se encuentran presentes.

— Por eso no temáis, pues está bien cerca de aquí, respondió el viejo impasible; cuando el sol se esconde por detrás de las cumbres del Moncayo, su sombra cae sobre vuestra aldea.

— ¿Y cómo puede ser eso, dijo entonces el pastor, si por aquí no hay castillo ni fortaleza alguna, y la primera sombra que envuelve nuestro lugar es la del cabezo del monte en cuya falda se ha levantado?

— Pues en ese cabezo se halla, porque allí están las piedras, y donde están las piedras está el castillo, como está la gallina en el huevo y la espiga en el grano, insistió el extraño personaje, á quien sus interlocutores, irresolutos hasta aquel punto, no dudaron en calificar de loco de remate.

— ¿Y tú serás, sin duda, el gobernador de esa fortaleza famosa? exclamó, entre las carcajadas de sus compañeros, otro de los pastores. Porque á tal castillo tal alcaide.

— Yo lo soy, tornó á contestar el viejo, siempre con la misma calma, y mirando á sus risueños oyentes con una sonrisa particular. ¿No os parezco digno de tan honroso cargo?

— ¡Nada menos que eso! —se apresuraron á responderle—. Pero el sol ha doblado las cumbres, la sombra de vuestro castillo envuelve ya en sus pliegues nuestras pobres chozas. ¡Poderoso y temido alcaide de la invisible fortaleza de Trasmoz, si queréis pasar la noche á cubierto, os podemos ofrecer un poco de paja en el establo de nuestras ovejas; si preferís quedaros al raso, que Alá os tenga en su santa guarda, el Profeta os colme de sus beneficios, y los arcángeles de la noche velen á vuestro alrededor con sus espadas encendidas! Acompañando estas palabras, dichas en tono de burlesca solemnidad, con profundos y humildes saludos, los pastores tomaron el camino de su pueblo, riendo á carcajadas de la original aventura. Nuestro buen hombre no se alteró, sin embargo, por tan poca cosa, sino que después de acabar con mucho despacio su merienda, tomó en el hueco de la mano algunos sorbos del agua limpia y trasparente del arroyo, limpióse con el revés la boca, sacudió las migajas de pan de la túnica, y echándose otra vez las alforjillas al hombro y apoyándose en su nudoso báculo, emprendió de nuevo el camino adelante, en la misma dirección que sus futuros sirvientes.

La noche comenzaba, en efecto, á entrarse fría y oscura. De pico á pico de la elevada cresta del Moncayo se extendían largas bandas de nubes color de plomo, que, arrolladas hasta aquel momento por la influencia del sol, parecían haber esperado á que se ocultase para comenzar á removerse con lentitud, como esos monstruos deformes que produce el mar y que se arrastran trabajosamente en las playas desiertas. El ancho horizonte que se descubría desde las alturas, iba poco á poco palideciendo y pasando del rojo al violado por un punto, mientras por el contrario, asomaba la luna, redonda, encendida, grande, como un escudo de batallar, y por el dilatado espacio del cielo las estrellas aparecían unas tras otras, amortiguada su luz por la del astro de la noche.

Nuestro buen viejo, que parecía conocer perfectamente el país, pues nunca vacilaba al escoger las sendas que más pronto habían de conducirle al término de su peregrinación, dejó á un lado la aldea, y siempre subiendo con bastante fatiga por entre los enormes peñascos y las espesas carrascas, que entonces como ahora cubrían la áspera pendiente del monte, llegó por último á la cumbre cuando las sombras se habían apoderado por completo de la tierra, y la luna, que se dejaba ver á intervalos por entre las oscuras nubes, se había remontado á la primera región del cielo. Cualquiera otro hombre, impresionado por la soledad del sitio, el profundo silencio de la naturaleza y el fantástico panorama de las sinuosidades del Moncayo, cuyas puntas coronadas de nieve parecían las olas de un mar inmóvil y gigantesco, hubiera temido aventurarse por entre aquellos matorrales, adonde en mitad del día apenas osaban llegar los pastores; pero el héroe de nuestra relación, que como ya habrán sospechado ustedes, y si no lo han sospechado, lo verán claro más adelante, debía ser un magicazo de tomo y lomo, no satisfecho con haber trepado á la eminencia, se encaramó en la punta de la más elevada roca, y desde aquel aéreo asiento comenzó á pasear la vista á su alrededor, con la misma firmeza que el águila, cuyo nido pende de un peñasco al borde del abismo, contempla sin temor el fondo.

Después que se hubo reposado un instante de las fatigas del camino, sacó de las alforjillas un estuche de forma particular y extraña, un librote muy carcomido y viejo, y un cabo de vela verde, corto y á medio consumir. Frotó con sus dedos descarnados y huesosos en uno de los extremos del estuche que parecía de metal, y era á modo de linterna, y á medida que frotaba, veíase como lumbre sin claridad, azulada, medrosa é inquieta, hasta que por último brotó una llama y se hizo luz: con aquella luz encendió el cabo de vela verde, á cuyo escaso resplandor, y no sin haberse calado antes unas disformes antiparras redondas, comenzó á hojear el libro que para mayor comodidad había puesto delante de sí sobre una de las peñas. Según que el nigromante iba pasando las hojas de libro llenas de caracteres árabes, caldeos y siriacos trazados con tinta azul, negra, roja y violada, y de figuras y signos misteriosos, murmuraba entre dientes frases ininteligibles, y parando de cierto en cierto tiempo la lectura, repetía un estribillo singular con una especie de salmodia lúgubre, que acompañaba hiriendo la tierra con el pie y agitando la mano que le dejaba libre el cuidado de la vela, como si se dirigiese á alguna persona.

Concluida la primera parte de su mágica letanía, en la que, unos tras otros, había ido llamando por sus nombres, que yo no podré repetir, á todos los espíritus del aire y de la tierra, del fuego y de las aguas, comenzó á percibirse en derredor un ruido extraño, un rumor de alas invisibles que se agitaban á la vez, y murmullos confusos, como de muchas gentes que se hablasen al oído. En los días revueltos del otoño, y cuando las nubes, amontonadas en el horizonte, parecen amenazar con una lluvia copiosa, pasan las grullas por el cielo, formando un oscuro triángulo con un ruido semejante. Mas lo particular del caso, era que allí á nadie se veía, y aun cuando se percibiese el aleteo cada vez más próximo y el aire agitado moviera en derredor las hojas de los árboles, y el rumor de las palabras dichas en voz baja se hiciese gradualmente más distinto, todo semejaba cosa de ilusión ó ensueño. Paseó el mágico la mirada en todas direcciones para contemplar á los que sólo á sus ojos parecían visibles, y satisfecho sin duda del resultado de su primera operación, volvió á la interrumpida lectura. Apenas su voz temblona, cascada y un poco nasal comenzó á dejarse oír pronunciando las enrevesadas palabras del libro, se hizo en torno un silencio tan profundo, que no parecía sino que la tierra, los astros y los genios de la noche estaban pendientes de los labios del nigromante, que ora hablaba con frases dulces y de suave inflexión como quien suplica, ora con acento áspero, enérgico y breve como quien manda. Así leyó largo rato, hasta que al concluir la última hoja se produjo un murmullo en el invisible auditorio, semejante al que forman en los templos las confusas voces de los fieles cuando, acabada una oración, todos contestan amén en mil diapasones distintos. El viejo, que á medida que rezaba y rezaba aquellos diabólicos conjuros, había ido exaltándose y cobrando una energía y un vigor sobrenaturales, cerró el libro con un gran golpe, dio un soplo á la vela verde, y despojándose de las antiparras redondas, se puso de pie sobre la altísima peña donde estuvo sentado, y desde donde se dominaban las infinitas ondulaciones de la falda del Moncayo, con los valles, las rocas y los abismos que la accidentan. Allí, de pie, con la cabeza erguida y los brazos extendidos, el uno al Oriente y el otro al Occidente, alzó la voz y exclamó dirigiéndose á la infinita muchedumbre de seres invisibles y misteriosos que, encadenados á su palabra por la fuerza de los conjuros, esperaban sumisos sus órdenes.

Lo que queda del castillo

— ¡Espíritus de las aguas y de los aires, vosotros, que sabéis horadar las rocas y abatir los troncos más corpulentos, agitaos y obedecedme!

Primero, suave como cuando levanta el vuelo una banda de palomas; después más fuerte, como cuando azota el mástil de un buque una vela hecha jirones, oyóse el ruido de las alas al plegarse y desplegarse con una prontitud increíble, y aquel ruido fue creciendo, creciendo, hasta que llegó á hacerse espantoso como el de un huracán desencadenado. El agua de los torrentes próximos saltaba y se retorcía en el cauce, espumarajeando é irguiéndose como una culebra furiosa; el aire, agitado y terrible, zumbaba en los huecos de las peñas, levantaba remolinos de polvo y de hojas secas, y sacudía, inclinándolas hasta el suelo, las copas de los árboles. Nada más extraño y horrible que aquella tempestad circunscrita á un punto, mientras la luna se remontaba tranquila y silenciosa por el cielo, y las aéreas y lejanas cumbres de la cordillera parecían bañadas de un sereno y luminoso vapor. Las rocas crujían como si sus grietas se dilatasen, é impulsadas de una fuerza oculta é interior, amenazaban volar hechas mil pedazos. Los troncos más corpulentos arrojaban gemidos y chasqueaban, próximos á hendirse, como si un súbito desenvolvimiento de sus fibras fuese á rajar la endurecida corteza. Al cabo, y después de sentirse sacudido el monte por tres veces, las piedras se desencajaron y los árboles se partieron, y árboles y piedras comenzaron á saltar por los aires en furioso torbellino, cayendo semejantes á una lluvia espesa en el lugar que de antemano señaló el nigromante á sus servidores. Los colosales troncos y los inmensos témpanos de granito y pizarra oscura, que eran como arrojados al azar, caían, no obstante, unos sobre otros con admirable orden, é iban formando una cerca altísima á manera de bastión, que el agua de los torrentes, arrastrando arenas, menudas piedrecillas y cal de su alveolo, se encargaba de completar, llenando las hendiduras con una argamasa indestructible.

— La obra adelanta. ¡Ánimo! ¡ánimo! murmuró el viejo; aprovechemos los instantes, que la noche es corta, y pronto cantará el gallo, trompeta del día. Y esto diciendo, se inclinó hacia el borde de una sima profunda, abierta al impulso de las convulsiones de la montaña, y como dirigiéndose á otros seres ocultos en su fondo, prosiguió:

— Espíritus de la tierra y del fuego; vosotros que conocéis los tesoros de metal de sus entrañas y circuláis por sus caminos subterráneos con los mares de lava encendida y ardiente, agitaos y cumplid mis órdenes.

Aún no había espirado el eco de la última palabra del conjuro, cuando se comenzó á oir un rumor sordo y continuo como el de un trueno lejano, rumor que asimismo fue creciendo, creciendo, hasta que se hizo semejante al que produce un escuadrón de jinetes que cruzan al galope el puente de una fortaleza, y entonces retumba el golpear del casco de los caballos, crujen los maderos, rechinan las cadenas, y resuena metálico y sonoro el choque de las armaduras, de las lanzas y los escudos. A medida que el ruido tomaba mayores proporciones veíase salir por las grietas de las rocas un resplandor vivo y brillante, como el que despide una fragua ardiendo, y de eco en eco se repetía por las concavidades del monte el fragor de millares de martillos que caían con un estrépito espantoso sobre los yunques, en donde los gnomos trabajan el hierro de las minas, fabricando puertas, rastrillos, armas y toda la ferretería indispensable para la seguridad y complemento de la futura fortaleza. Aquello era un tumulto imposible de describir; un desquiciamiento general y horroroso: por un lado rebramaba el aire arrancando las rocas, que se hacinaban con estruendo en la cúspide del monte; por otro mugía el torrente, mezclando sus bramidos con el crujir de los árboles que se tronchaban y el golpear incesante de los martillos, que caían alternados sobre los yunques, como llevando el compás en aquella diabólica sinfonía.

Los habitantes de la aldea, despertados de improviso por tan infernal y asordadora baraúnda, no osaban siquiera asomarse al tragaluz de sus chozas para descubrir la causa del extraño terremoto, no faltando algunos que, poseídos de terror, creyeron llegado el instante en que, próxima la destrucción del mundo, había de bajar la muerte á enseñorearse de su imperio, envuelta en el jirón de un sudario, sobre un corcel fantástico y amarillo, tal como en sus revelaciones la pinta el Profeta.

El imponente Moncayo

Esto se prolongó hasta momentos antes de amanecer, en que los gallos de la aldea comenzaron á sacudir las plumas y á saludar el día próximo con su canto sonoro y estridente. A esta sazón, el rey, que se volvía á su corte haciendo pequeñas jornadas, y que accidentalmente había dormido en Tarazona, bien porque de suyo fuese madrugador y despabilado, bien porque extrañase la habitación, que todo cabe en lo posible, saltaba de la cama listo como él solo, y después de poner en un pie como las grullas á su servidumbre, se dirigía á los jardines de palacio. Aún no había pasado una hora desde que vagaba al azar por el intrincado laberinto de sus alamedas, departiendo con uno de sus capitanes, todo lo amigablemente que puede departir un rey, moro por añadidura, con uno de sus súbditos, cuando llegó hasta él, cubierto de sudor y de polvo, el más ágil de los corredores de la frontera, y le dijo, previas las salutaciones de costumbre:

— Señor, hacia la parte de la raya de Castilla sucede una cosa extraordinaria. Sobre la cumbre del monte de Trasmoz, y donde ayer no se encontraban más que rocas y matorrales, hemos descubierto al amanecer un castillo tan alto, tan grande y tan fuerte como no existe ningún otro en todos vuestros estados. En un principio dudamos del testimonio de nuestros ojos, creyendo que tal vez fingía la mole la niebla arremolinada sobre las alturas; pero después ha salido el sol, la niebla se ha deshecho, y el castillo subsiste allí oscuro, amenazador y gigante, dominando los contornos con su altísima atalaya.

Oír el rey este mensaje y recordar su encuentro con el mendigo de las alforjas, todo fué una cosa misma; y reunir estas dos ideas y lanzar una mirada amenazadora é interrogante á los que estaban á su lado, tampoco fué cuestión de más tiempo. Sin duda su alteza árabe sospechaba que alguno de sus emires, conocedores del diálogo del día anterior, se había permitido darle una broma, sin precedentes en los anales de la etiqueta musulmana, pues con acento de mal disimulado enojo, exclamó jugando con el pomo de su alfanje de una manera particular, como solía hacerlo cuando estaba á punto de estallar su cólera:

— ¡Pronto, mi caballo más ligero, y á Trasmoz; que juro por mis barbas y las del Profeta, que si es cuento el mensaje de los corredores, donde debiera estar el castillo he de poner una picota para los que le han inventado!

Esto dijo el rey, y minutos después, no corría, volaba camino de Trasmoz seguido de sus capitanes. Antes de llegar á lo que se llama el Somontano, que es una reunión de valles y alturas que van subiendo gradualmente hasta llegar al pie de la cordillera que domina el Moncayo, coronado de nieblas y de nubes como el gigante y colosal monarca de estos montes, hay, viniendo de Tarazona, una gran eminencia que lo oculta á la vista hasta que se llega á su cumbre. Tocaba el rey casi á la cúspide de esta altura, conocida hoy por la Ciezma, cuando, con gran asombro suyo y de los que le seguían, vio venir á su encuentro al viejecito de las alforjas, con la misma túnica raída y remendada del día anterior, el mismo turbante, hecho jirones y sucio, y el propio báculo, tosco y fuerte, en que se apoyaba, mientras él, en son de burla, después de haber oído su risible propuesta, le arrojó una moneda para que comprase pan y cebollas. Detúvose el rey delante del viejo, y éste, postrándose de hinojos y sin dar lugar á que le preguntara cosa alguna, sacó de las alforjas, envueltas en un paño de púrpura, dos llaves de oro, de labor admirable y exquisita, diciendo al mismo tiempo que las presentaba á su soberano:

— Señor, yo he cumplido ya mi palabra; á vos toca sacar airosa de su empeño la vuestra.

— Pero ¿no es fábula lo del castillo? — preguntó el rey entre receloso y suspenso, y fijando alternativamente la mirada, ya en las magníficas llaves que por su materia y su inconcebible trabajo valían de por sí un tesoro, ya en el viejecillo, á cuyo aspecto miserable se renovaba en su ánimo el deseo de socorrerle con una limosna.
Aquí esperaba la llegada del periódico



— Dad algunos pasos más y le veréis, respondió el alcaide; pues, una vez cumplida su promesa y siendo la que le habían empeñado palabra de rey, que al menos en estas historias tiene fama de inquebrantable, por tal podemos considerarle desde aquel punto. Dio algunos pasos más el soberano; llegó á lo más alto de la Ciezma, y en efecto, el castillo de Trasmoz apareció á sus ojos, no tal como hoy se ofrecería á los de ustedes, si por acaso tuvieran la humorada de venir á verlo, sino tal como fué en lo antiguo, con sus cinco torres gigantescas, su atalaya esbelta, sus fosos profundos, sus puertas chapeadas de hierro, fortísimas y enormes, su puente levadizo y sus muros coronados de almenas puntiagudas.

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Al llegar á este punto de mi carta, me apercibo de que, sin querer, he faltado á la promesa que hice en la anterior, y ratifiqué al tomar hoy la pluma para escribir á ustedes. Prometí contarles la historia de la bruja de Trasmoz, y sin saber cómo les he relatado en su lugar la del castillo. Con estos cuentos sucede lo que con las cerezas: sin pensarlo, salen unas enredadas en otras. ¿Qué le hemos de hacer? Conseja por conseja, allá va la primera que se ha enredado en el pico de la pluma: merced á ella, y teniendo presente su diabólico origen, comprenderán ustedes por qué las brujas, cuya historia quedo siempre comprometido á contarles, tienen una marcada predilección por las ruinas de este castillo y se encuentran en él como en su casa.

Entrada del monasterio

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La Red Municipal de Bibliotecas de Córdoba tienen recogidos todos los audios de las cartas leídas por Bernardo Ríos.

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