Editorial |
La causa de mi sentencia, harto conocida de todos, no necesita la confirmación de mi testimonio. ¿A qué referir la deslealtad de mis amigos, las acusaciones de los siervos y tantas amarguras más crueles que el mismo destierro? Pero mi ánimo se rebeló a sucumbir a tal prueba, y recogiendo sus fuerzas salió al fin victorioso; di al olvido la paz y los ocios de la pagada edad, tomé las armas extrañas a mis hábitos, cuando lo reclamaba la ocasión, y afronté tantos peligros por mar y tierra, como estrellas lucen en el polo que conocemos y el que se niega a nuestra vista, y después de largos rodeos arribé a las playas Sarmáticas vecinas de los Getas, hábiles en lanzar flechas. Aquí, aunque aturdido por el estruendo de las armas en torno mío resuenan, endulzo con la poesía mi triste situación; y aunque no haya un solo oído dispuesto a escucharme, abrevio y engaño con ella las horas eternas del día. Si vivo aún, y conllevo la dureza de mis trabajos, y no he llegado a aborrecer mi penosa existencia, es, Musa, gracias a ti, que me consuelas, que calmas mis inquietudes y alivias mis dolores. Tú eres mi guía y compañera; tú me libras de las riberas del Ister, y me conduces a la cumbre del Helicón; tú, caso raro, me diste en vida un nombre célebre que la fama no suele conceder más que a los muertos. La envidia, detractora de lo actual, no clavó su inicuo diente en ninguna de mis obras; habiendo producido nuestro siglo excelentes poetas, la murmuración no se enconó maligna contra mi ingenio, y si bien reconozco a muchos superiores, no se me reputa inferior a ellos, y soy muy leído en todo el orbe. Si es que encierran algo de verdad los presagios de los vates, no seré, ¡oh tierra!, tu despojo, desde el instante que muera; y ya deba al favor, ya a mis poemas este renombre, benévolo lector, recibe el testimonio legítimo de mi gratitud.