Dicen que todo viaje produce conocimiento. Y parece que así es. Al menos, a mí me enseñó, que Samaniego no había nacido en el pueblo homónimo, sino en Laguardia. Bueno, no solo eso, pero eso sirvió para que me acercara a su biografía y para que me enterara del buen carácter que tenía, aunque este se le agrió un poco a causa de la polémica que mantuvo con el otro fabulista de la época, ya sabéis, Iriarte. De hecho, cuando estudiaba Historia de la Literatura en el instituto, yo los veía como una pareja indisoluble, como el Gordo y el Flaco: Iriarte y Samaniego. En mi ingenuidad adolescente eran dos buenos amigos que se dedicaban a escribir fábulas e iban por las escuelas enseñando a la infancia cuentos de buenas costumbres. En cualquier caso, mi vuelta por Laguardia ha servido para que me pusiera a buscar uno de los libritos más antiguos y de menor tamaño que tengo, y para que deje aquí constancia de que todo viaje tiene sus consecuencias, aunque sea tan diminuta en importancia como que alguien como yo encuentre un libro y recupere una lectura que tenía absolutamente olvidada... y no pueda ocultar esa inclinación bibliófila, de la que me mantengo alejado por falta de espacio y de dinero, pero que sirve para que muestre mi cariño a un ejemplar tan insignificante como este:
Este en concreto se salvó de la basura hace ya muchos años. Un alma caritativa pasaba por el sitio adecuado en el momento oportuno y me lo trajo. Aunque no llega al centímetro de grosor, tiene 172 páginas que se conservan muy bien y recoge la colección completa que Samaniego dedicó en nueve libros A los caballeros alumnos del Real Seminario Patriótico Vascongado. ¡Ahí es nada! La exclamación vale para la cantidad y para la dedicatoria. Ignoro en qué año fue impreso porque, aunque no le falta ni una sola hoja, no lo pone por ningún lado. Eso sí, en el interior tiene una pegatina marcando su precio de venta: 7,50 pesetas. También ignoro si corresponde al año de impresión o es posterior.
Valga todo este circunloquio como preámbulo para traer hasta aquí la primera fábula que yo conocí, es decir, la primera que leímos en la escuela y, sin duda, una de las más populares,
LA LECHERA
Llevaba en la cabeza
una lechera el cántaro al mercado,
con aquella presteza,
aquel aire sencillo, aquel agrado,
que va diciendo a todo el que lo advierte
¡Yo sí que estoy contenta con mi suerte!
Porque no apetecía
más compañía que su pensamiento,
que alegre la ofrecía
inocentes ideas de contento.
Marchaba sola la infeliz lechera,
y decía entre sí de esta manera:
—Esta leche, vendida,
en limpio me dará tanto dinero,
y con esta partida
un canasto de huevos comprar quiero,
para sacar cien pollos, que al estío
me rodeen cantando pío, pío.
Del importe logrado
de tanto pollo, mercaré un cochino;
con bellota, salvado,
berza y castaña, engordará sin tino,
tanto, que pueda ser que yo consiga
ver cómo se le arrastra la barriga.
Llevarélo al mercado,
sacaré de él, sin duda, buen dinero;
compraré de contado
una robusta vaca y un ternero,
que salte y corra toda la campaña
hasta el monte cercano a la cabaña.
Con este pensamiento
enajenada, brinca de manera
que, a su salto violento,
el cántaro cayó: ¡Pobre Lechera!
¡Qué compasión! ¡Adiós leche, dinero,
huevos, pollos, lechón, vaca y ternero!
¡Oh, loca fantasía,
que palacios fabricas en el viento!
Modera tu alegría,
no sea que, saltando de contento,
al contemplar dichosa tu mudanza,
quiebre su cantarillo la esperanza.
No seas ambiciosa
de mejor o más próspera fortuna,
que vivirás ansiosa
sin que pueda saciarte cosa alguna.
No anheles, impaciente, el bien futuro;
mira que ni el presente está seguro.