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El poema está en la p 345. |
Las auroras polares reciben ese nombre porque se ven desde latitudes próximas a los polos, boreal si son las que se ven en el entorno del polo norte y austral si es en el sur. Seguramente, quien más quien menos, todos sabemos de su atractivo y de su rareza, y hemos visto algún vídeo o alguna fotografía. Yo, incluso, cuando estuve en Islandia, tenía la esperanza de poder ver alguna. No tuve suerte. Sin embargo, en la poesía de Carolina Coronado me encuentro con dos (no uno, dos) poemas que hablan de la aurora boreal. Sé de su biografía y de sus viajes, que no fueron muchos, y sé que nunca sobrepasó el paralelo 60º, ni por el norte ni por el sur.
Copio uno de ellos, el que más claramente habla de una aurora y de sus efectos luminosos. Está datado en 1848, Ermita de Bótoa, lugar por el que sentía especial atracción, relativamente cercano a su pueblo natal, Almendralejo. Es un largo poema compuesto por 24 octavas reales que recoge las supersticiones que todavía se daban en torno a estas manifestaciones luminosas en el cielo, aunque la ciencia ya había explicado hacía tiempo el origen tanto de cometas como de auroras. Cabe recordar aquí el caso de sor Juana Inés y el cometa de 1680.
ADIÓS DEL AÑO DE 1848
LA AURORA BOREAL
¿Qué es esa claridad que de repente
de la ermita ilumina el campanario,
y del Gévora oscuro la corriente
brillar hace en el campo solitario;
y por qué palidecen de la gente
los rostros al fulgor extraordinario
mientras sus sobresaltos y temores
revelan los ancianos labradores?
«¡Ay de nosotros, ay de nuestra tierra!»
Claman los labradores espantados.
«¿Veis los senos del ciclo ensangrentados?»
«Es anuncio de crímenes... de guerra...»
Mas confunden su voz desde la sierra
los lobos en su aullar, y los ganados
cuyos medrosos, débiles balidos
conjuran nuestros perros con aullidos.
Aparecerse veo las encinas,
agitando sus brazos al relente,
como fantasmas a la luz ardiente
que refleja en sus copas blanquecinas;
y dos tórtolas veo peregrinas,
huyendo de su cima velozmente,
que deslumbradas por la fuerte llama,
temieron el incendio de su rama.
¿Adónde van envueltos en los vientos,
cual nocturnos espíritus errantes,
ésos que con amarse están contentos
desde la cuna sin cesar amantes?
¿Quién les turba la paz ni los acentos
con que entrambos se arrullan palpitantes,
para volar, huyendo de la aurora
a la orilla del Gévora sonora?
Del fresno entre la húmeda enramada
¿van a buscar contra el incendio asilo?
Y ¿adónde encontraré yo una morada
para que pose el ánimo intranquilo?
¿Adónde irá mi alma acobardada
de esta medrosa noche en el sigilo,
contra el fantasma que sufrir no puedo
a guarecerse del horrible miedo?
Emilio, ven, contempla sin enojos (Emilio era uno de sus hermanos)
los rayos de la luz, que así me inquieta,
y mira si es la luna ese planeta
que yo distingo entre vapores rojos;
porque hace un año que fatal cometa (Cometa de Miss Mitchell)
vieron cruzar mis espantados ojos,
y trajo al mundo universal estrago,
y tengo miedo de su nuevo amago.
Yo tengo miedo, sí, yo confundida
y en mi propia ignorancia avergonzada—
la causa del fenómeno escondida
busco, y en mi saber no encuentro nada;
pero amante del Gévora, la vida
pase a orillas del Gévora apartada,
y a temer aprendí de los pastores
del ciclo los extraños resplandores.
¿Oíste tú contar que desgarrados
como fieras allá los hombres mueren,
y no serán los golpes que los hieren
por los genios maléficos lanzados?
Y cuando están así desesperados,
¿genios no habrá que así los desesperen
sobrehumanos, celestes, infernales
de quienes esas llamas son señales?
No sé lo que será... pero recemos
por todos y por él... ¡genio querido,
ser adorado que jamás olvido
ni en los propios pesares más extremos!
¡ah! que de ese fantasma que tenemos
él hubiera mi mente defendido,
si penetrara aquí por un momento
la luz de su brillante pensamiento.
Hijo del mar, su pensamiento grave
conoce de los astros el camino,
porque el allá en el piélago marino
las noches estudió desde su nave,
y él me dijera, pues que tanto sabe,
por qué del cielo el resplandor divino
tiende esta noche el rubicundo manto
que pone el corazón tan grande espanto.
Yo, si mi mano de su mano asiera,
aun a la luz que temerosa brilla,
en esta misma noche me atreviera
del Gévora a llegar hasta la orilla;
y tal vez más allá de la ribera
la causa hallara fácil y sencilla
de ese fuego que abrasa el horizonte,
en el incendio del cercano monte...
Mas vuelve, Emilio, y mira sin recelo
si la encendida nube ya se aleja;
calma por Dios el fatigoso anhelo
del corazón que ni alentar me deja...
¿Dices que de la luz el ancho velo
por el espacio todo se refleja,
y que ya no se ve sombra ninguna...
ni los luceros, ni se ve la luna?...
¡Qué nos va a suceder! ¡qué nuevas penas
los decretos nos guardan del destino,
si ya de pesadumbres imagino
que están las almas de las gentes llenas!
Y ¿por qué no han de ser puras y buenas
esas luces, que teme el campesino,
y por qué no ha de ser de la montaña
el incendio, tal vez, de una cabaña?...
Tal vez de la cobarde fantasía,
tal vez del conturbado pensamiento
esas visiones son que el alma mía
vio fijas en el rojo firmamento;
tal vez en esta noche oscura y fría
nadie siente el espanto que yo siento
y ven los hombres, sin curarse de ellas,
las ráfagas que absorben las estrellas.
Vuelve otra vez, y mira si se apaga
o si se enciende más... si se enrojece...
y si de algún fantasma que aparece
ves ondear la cabellera vaga—
¿qué es lo que dices? ¿que el incendio crece
y que abrasar el universo amaga
tal vez ¡o niño! te confunde el miedo...
deja que mire... si mirarlo puedo...
¡Ay! es verdad, los rayos que se extienden
amenazando ahogar el vasto mundo,
los espíritus malos los encienden,
y al contemplarlos ya no me confundo;
ya con más claridad los aires hienden,
y aparece el fantasma furibundo,
y es hasta Roma donde el fuego alcanza,
y es sobre Roma donde el fuego lanza.
¡En Roma, en Roma! El fuego está en su cumbre
mira cómo la luz allí se aumenta;
allí chispea la espantosa lumbre;
allí el rojo fantasma se ensangrienta;
allí la alborotada muchedumbre
hace a la cristiandad terrible afrenta...
allí abismado en su dolor sombrío
¡huye a los mares el sagrado Pío! (Pío IX en 1848 tuvo que huir de la turbamulta revolucionaria)
Mira por qué en los cielos se encendía
con tales rayos la siniestra llama;
mira por qué es la hoguera que derrama
tan fantástica luz al medio día,
mira por qué mí corazón temía,
risueno Emilio, al cielo que se inflama,
porque esa luz en noche tan oscura
era señal de nueva desventura.
Mira con qué furor sus alas bate,
para alejarse el de la adversa suerte;
año del infortunio, del combate,
del contagio, del crimen, de la muerte:
mira por qué a su «adiós» mi pecho late
sin que un instante a serenarle acierte,
porque el postrero adiós de su agonía
envuelto en el incendio nos lo envía.
¿Quién derramó la muerte en las ciudades?
¿Cuáles rayos los pueblos consumieron?
Los pontífices santos ¿por qué huyeron
y fue la humanidad calamidades?
No fueron de los hombres las maldades,
año de destrucción, tus genios fueron;
tu espíritu, no más, fue el enemigo,
que al mundo vino a dar tanto castigo.
Tú, como el huracán de los desiertos
que arrastra a los audaces peregrinos,
has pasado dejando los caminos
con el polvo de víctimas cubiertos;
tú, ya cuando a los muros palestinos
arribaba, tal vez, con pasos ciertos,
has destruido, con tu nube insana,
de una generación la caravana.
Y ¿cómo quieres que tu adiós acoja
la gente sin pavor, cuando en su daño
hiendes la horrible cabellera roja
maligno genio del funesto año?
Cuando en tu triste despedida arroja
el ciclo fuego, y con enojo extraño
viste la noche de color sangriento,
¡cómo decirte «adiós» sin desaliento!
Huye, te dice el pueblo desgraciado,
de quien vinistes a turbar la vida,
y ¡ojalá! ¡que en tus urnas sepultado
fuera el llanto que trajo tu venida!
Los que tanto en tus horas han llorado
te vienen a cantar la despedida:
mas huye, por piedad, más velozmente
mientras te canta el corazón doliente.
Huye, y que deje de mostrar el cielo
ese color de púrpura que espanta,
y que en este dolor que nos quebranta
aurora más feliz alumbre el suelo;
¡huye, y por tanto mal, por tanto duelo,
por tanto lloro, por desgracia tanta,
como dieron al mundo tus peleas,
siempre en los siglos maldecido seas!
Ermita de Bótoa, 1848.
Salgo de la lectura absolutamente confundido y asombrado. ¿Una aurora boreal en Badajoz?
Sin embargo, en un trabajo publicado en 1856 de Manuel Rico y Sinobas (1819-1898), coetáneo de Carolina y académico de la Reales Academias de Medicina y de Ciencias Naturales, se dice lo siguiente (dejo la grafía de la época, que tiene su valor histórico):
Aurora boreal del 17 de noviembre de 1848, observada desde diferentes puntos de la Península, como en la Coruña, Cartagena y por el centro de Castilla. El meteoro principió en Valladolid á las 7h y 30m dé la noche, apareciendo con todo su brillo entre las 9h y las 10h; perdió gradualmente su intensidad hasta la 1h y 45m de la mañana, en cuyo momento volvió á recobrar tintas encendidas, que se degradaron suavemente para desaparecer poco tiempo antes del crepúsculo del dia 18.
La estension que ocupó horizontalmente la Aurora fue la de un arco de 7º á 80°, fijándose los pies del arco boreal sobre las torres telegráficas del cerro de la Maruquesa y la de la cuesta del Manzano en la villa de Cabezón. Los dos puntos aparentes del meteoro señalaban la dirección de N. N. O. á N. N. E., presentándose los pies ó estremos del arco boreal de luz blanco-verdosa intensa. La fuerza de la tinta cambiaba, dando lugar á la idea de un movimiento y traslación de luminosidad entre los estremos de la Aurora, y á la formación en diferentes ocasiones de las Medusas boreales. Por lo demás, el arco claro de la Aurora apareció rebajado en su centro, correspondiendo con el polo magnético de la tierra, y presentando en aquel luz difusa durante el curso total del meteoro.
Cerca del horizonte, y en dirección de Norte á N. N. E., aparecían nubes en forma de cirris negros ó fuertemente oscuros, y cuya altura sobre el horizonte no pasaba de 30m á 1º; encima de aquellas, y sirviendo de base al arco blanco boreal, habia una parte de la atmósfera ó zona iluminada con un color azul rojo vivísimo.
Efectivamente, Carolina Coronado vio la aurora boreal y quedó impresionado por el meteoro. Es más, lo más probable es que viera más de una. El trabajo describe nada menos que ¡35! auroras polares entre 1701 y 1848, 27 correspondientes al siglo XVIII y 8 a la primera mitad del XIX. El trabajo está alojado en la página divulgameteo.es.