Tejo situado a la entrada de la Delegación de Salud del Gobierno Vasco. |
Pocas cosas habrá más extrañas y alejadas de la naturaleza que una ciudad.
Llevamos ya miles de años viviendo dentro de ellas y nos hemos acostumbrado a todo tipo de circunstancias y de situaciones. A cambio de la protección, la seguridad y los servicios hemos vendido el alma al cemento, al ladrillo y al asfalto. Nos hemos acostumbrado a vivir almacenadamente ordenados unos encima de otros. Hemos construido espacios para vivir que, paradójicamente, aplastan la vida.
Y en medio de toda esa enorme masa de materia inerte, resistiendo a la lógica urbana, se alza un pequeño tejo, ese símbolo de la perdurabilidad al que nuestra civilización ha relegado a unos pocos lugares difícilmente accesibles, donde resiste agrupado en pequeños bosquetes, atemorizado ante la expansión sin límites de la especie humana.
Quisiera creer que este ejemplar, producto de la jardinería urbana, alojado en un minúsculo macetero entre la fachada de un edificio y la acera, va a poder vivir más que el propio edificio junto al que habita —un tejo puede vivir varios miles de años—. Me gustaría pensar, aunque solo fuera por el lugar al que la diosa fortuna irónicamente lo ha enviado, que Osakidetza va a encargarse de su salud.
Desearía, en cualquier caso, que este pequeño tejo urbano se convirtiera en emblema y recuerdo de la urgente necesidad que tenemos de cuidar la naturaleza, porque cuidar de ella es cuidar de nosotros mismos.
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