Hace tiempo que no celebro la Navidad, es decir, no participo en ningún tipo de rito al uso ni intercambio regalos, pero me gusta la fotografía y me gustan las posibilidades que ofrecen todas esas lucecitas diminutas que, aisladas del ambiente en el que se sitúan, pueden sugerir abstracciones interesantes. Y también me gusta cómo subrayan la geometría arquitectónica de algunos edificios.
No voy a entrar en el simbolismo pagano de las luces, las llamas, de invierno como elemento para estimular la fertilidad de la tierra y como ayuda al sol para que retorne pronto. Ni en el simbolismo cristiano que en el fondo es el mismo, aunque se sustituya tierra y sol por amor y Jesucristo. Allá cada cual con sus creencias. Tampoco voy a entrar en el menos simbólico uso actual del adorno luminoso como fomento comercial y turístico.
A mí, simplemente, me gusta este tipo de adorno. No es una belleza de una categoría elevada, como es la belleza que recibimos cuando contemplamos un velázquez o un goya, cuando oímos una obra de Haydn o de Liszt, cuando estamos frente al Partenón, cuando leemos un texto magnífico o cualquier obra artística que os guste. Es una belleza cotidiana, de baja intensidad, pero belleza al fin y al cabo, que a mí me gusta ver y ser capaz de capturar con la cámara, a ser posible, en toda su nitidez. Si además de eso, consigo recoger algún efecto especial, mejor que mejor.
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